26

LA DESAPARICIÓN DE MI MADRE era una herida insoportable que llevé escondida la mayor parte del tiempo que pasé en el internado. Quizá hubiera desaparecido, pero yo no creía que estuviera muerta. Por las noches regresaba a Malasia, a la fuerza con que la lluvia se levantaba hasta un metro por el aire después de chocar contra el pavimento, y a los diluvios del monzón que producían desbordamientos de aguas residuales. Oía la voz de mi madre, y me desperté empapada en sudor y temblando por su pérdida, aterrorizada de pensar que nunca me hubiese querido.

De día, Susan Edwards y yo nos reíamos de las profesoras y las alumnas. Era nuestra única manera de sobrevivir. Susan me contó que su madre había vuelto de la India embarazada y había dado a luz en un hostal para madres solteras de Birmingham. Los servicios sociales encontraron una familia que quería adoptar una niña, pero Susan no encajó y terminó desterrada en Penridge Hall.

—¿Quién te paga el internado? —le pregunté mientras hacíamos un descanso por nuestra cuenta cuando salimos a dar una caminata por el campo. Las profesoras lo llamaban senderismo.

—El Ayuntamiento. No tengo a nadie más. A Rebecca le pasa lo mismo, aunque nunca lo reconocerá. Una vez oí a la directora contándole a una profe que nadie quería adoptarla. Sus gastos los paga una organización benéfica para niños con problemas emocionales, y la alternativa era esto o el reformatorio.

Me sorprendió mucho. Susan asintió e hizo una mueca, pero a mí me dio que pensar.

—Mi abuela dice que mi padre está sin blanca —dije—. Y casi se le escapó que no es él quien está pagando el internado. Al menos a mí me lo pareció.

—¿Por qué no se lo preguntas?

—Tú no lo conoces.

—Podríamos enterarnos —dijo Susan con aire despreocupado.

—¿Cómo?

Se dio unos toquecitos en un lado de la nariz.

—Yo ataqué a ese hombre —dije—. ¿Eso cambia algo?

—Siempre he creído que por eso te llevaban al reformatorio.

—Es que no me denunció. Su hermana es la amiga de mi padre.

—Podría ser la consejería de educación o una organización benéfica, como en el caso de Rebecca.

Fruncí el ceño.

—Yo creía que sus padres eran ricos.

—¡Más quisiera!

Estábamos debajo de un gran castaño de Indias, el mejor árbol para coger castañas en otoño. Contemplé los campos mojados y las nubes sucias.

—Si de verdad quieren que hagamos senderismo, deberían llevarnos a Malasia —dije, levantando la cabeza—. A la selva.

—Deja ya de hablar de Malasia. Bueno, ¿qué te parece? —Miró hacia delante—. Podemos ir ahora mismo por el atajo, a través del bosque.

Me acordé de la noche que había pasado allí sola.

—No sé.

—También podemos ir por el camino de atrás. Vamos, Em. Puede ser tu padre o puede ser el Ayuntamiento. ¿Es que no quieres saber quién paga tus gastos escolares? Será divertido. Ahora no hay nadie en secretaría. Y al menos nos libraremos de la puñetera llovizna.

Me encantaba cuando Susan decía palabrotas, con ese brillo en la mirada. Y tenía razón: aquel cielo apagado y gris era lo más difícil de soportar. Los miércoles, justo después de comer, todo el colegio salía de excursión por el campo, con todas las profesoras.

Trepamos por una cerca derruida, saltamos la zanja que había en la cuneta, cruzamos un prado, sintiendo el frescor de la hierba alta en las piernas, y enseguida llegamos al camino de atrás. Media hora más tarde estábamos en el colegio, en el único punto por el que saltar el muro sin que nadie nos viera.

Una vez dentro, merodeamos por los pasillos, nos escondimos en los recovecos y hablamos en voz baja, como agentes secretos.

—Yo me quedaré aquí, vigilando el pasillo. Tú ve a ver si la puerta de la oficina está abierta —dijo.

Nos costó aguantar la risa floja mientras yo iba al despacho de la directora, giraba el pomo y empujaba la puerta. El despacho estaba forrado de archivadores que llegaban del suelo al techo. Le hice una seña a Susan para que entrase.

Puso cara de decepción.

—¡Jo! Hay cientos. Ni en un siglo encontraríamos el tuyo.

—Pues entonces mejor que empecemos cuanto antes —dije—. Pero acuérdate de dejarlos todos exactamente igual que estaban.

—Yo preferiría revolverlos —dijo, con una carcajada. Y dio una vuelta al despacho, abriendo cajones al azar. Cogió una revista de la papelera.

—¡Mírala! Le gusta Mujer y Hogar. —Levantó en alto la foto de una mujer muy bien peinada, con un delantal y una sonrisa pegada en la cara.

Se la quité de las manos y, con voz engolada, leí: Para toda mujer, la felicidad y la realización se encuentran en la cocina y el cuidado de los hijos. No hay mayor recompensa y satisfacción para ella. Con ocho páginas de patrones de punto y un emotivo relato de Lucilla Smythe-Watkins.

Susan sacó la lengua.

Cogí una silla y por poco me caigo encima de un cuenco de comida para el perro. Casi nunca veíamos al terrier. Desde la silla alcanzaba los archivos más altos y vi que no hacía falta moverlos. Bastaba con ladear la cabeza. Cada uno llevaba una etiqueta en una pestaña, con el nombre y el año de ingreso claramente escrito a máquina.

—¿No están por orden alfabético? —preguntó Susan.

—Algunos. Yo seguiré aquí arriba. Tú mira en los de abajo.

—Estos son de hace muchos años. Y todos de distintos colores.

Cuando salió el sol, dibujando un entramado de hojas en un periódico abierto sobre el escritorio de la directora, Susan se puso a curiosear más revistas apiladas en una silla.

—¡Mírala! Aquí tiene una con Marilyn Monroe en la portada.

—Yo creía que estábamos buscando mi ficha.

—La estrella rutilante —leyó Susan—. La verdad oculta detrás del sueño.

—¡Ay, Dios mío! ¡Creo que lo he encontrado! Saqué un fichero con mi nombre escrito en negrita, en la portada y a un lado.

Por la ventana, la voz de la directora llegó desde el jardín.

Susan se quedó helada.

—Vete —dije.

Me lanzó una sonrisa agradecida por encima del hombro y salió corriendo. Al cabo de unos momentos se oyeron tacones en el pasillo, y una voz estridente como un relincho preguntó:

—¿Qué estás haciendo en este pasillo, niña?

—Me encontraba mal, señorita —dijo Susan en voz alta, para que yo la oyese.

—¿Pediste permiso para retirarte del paseo?

—No, señorita. Creo que voy a vomitar, señorita.

—Pues corre a la enfermería. Aunque no entiendo por qué has venido por aquí.

Eché un vistazo a mi alrededor. ¿Y si venía con el terrier? Seguro que el perro gruñiría.

Detrás del escritorio había dos ventanas de guillotina que daban a los campos de juego, con unas cortinas que llegaban hasta el suelo e impedían en parte que entrase la luz del día. No tenía otra elección. No había otro sitio. Me escondí entre las cortinas entreabiertas y la ventana, con mi expediente pegado al pecho, y confié en que la directora no quisiera cerrar las cortinas del todo ahora que empezaba a oscurecer, porque entonces me descubriría. Aguanté la respiración, temiendo que tuviera ojos en la nuca y fuera capaz de verme a través de la cortina.

Encendió una lámpara y la habitación se llenó de luz dorada. Gracias a Dios no venía con el perro. Se sentó en el escritorio, a un metro de mí, apartó el periódico a un lado y empezó a escribir. Estuve allí alrededor de una hora, aunque no me atrevía siquiera a mirar el reloj. Las excursionistas volvían entre risas y bromas, y a lo lejos se oyó el acelerón de un coche. Con voz cansada y refunfuñona, las profesoras pedían a las alumnas que se dieran prisa. Pronto pasarían lista. Me moría de ganas de hacer pis y se me había dormido un pie. Pero allí seguía, sin moverme, y las cortinas olían tanto a polvillo de tiza que me costaba aguantar los estornudos. Cuando sonó el teléfono, crucé los dedos y tomé aire.

—Aquí la señorita Watson. Penridge Hall.

«Por favor que tenga que irse».

Se balanceó en la chirriante silla giratoria, estuvo hablando unos minutos y después se levantó con un bostezo. Tuve la sensación de que tardaba una eternidad en recoger el escritorio. Por fin apagó la luz y salió del despacho, cerrando con llave por fuera. ¡No! Me encontrarían. Por la mañana. Mi único pensamiento fue que tendría que hacer pis en la papelera. Pero entonces caí en la cuenta de que el despacho estaba en el primer piso y debajo, a la izquierda, se encontraban los cobertizos de las bicicletas. ¿Daría la otra ventana justo al tejado de los cobertizos? Era una ventana de guillotina y estaba un poco atascada, pero empujé con todas mis esfuerzas y conseguí abrirla lo suficiente para asomar la cabeza y ver el cielo negro azulado. Crucé los dedos, miré hacia abajo y, con un suspiro de alivio, vi que estaba encima del tejado de uno de los cobertizos.