16

LA EXPRESIÓN DE JACK NO TRASLUCÍA gran cosa. Con las manos en las caderas y unas sandalias de andar por casa, parecía incómodo y cambiaba el peso del cuerpo de un pie al otro.

—¿Has tenido malas noticias? —preguntó Lydia.

—No son buenas. Ha venido un mensajero de la policía. Creen que van a atacar a los funcionarios del gobierno en Ipoh. Están trasladando a todo el personal y todos los documentos a la residencia. No hay sitio para todos, pero no pueden pasar por alto la amenaza.

—¿Estarán a salvo mis hijas?

—Seguro que sí. Pero mi reunión se ha cancelado. El jefe no quiere acercarse por la oficina hasta tener la seguridad de que el peligro ha pasado.

Lydia puso cara de desesperación.

—No es eso. Te llevaré de todos modos, Lyddy. No te preocupes. Solo que iremos directamente a la residencia, sin pasar por las oficinas de la ciudad. Y tendrá que ser antes. Mañana mismo.

Jack parecía muy triste, mientras que ella se alegró mucho. No quería hacerle daño, y lo cierto es que estaba dividida, pero iba a ver a sus hijas muy pronto. Tomó aire y lo soltó despacio. Mañana. Abrió el relicario y se quedó un rato mirando la foto de las niñas. ¡Cuánto las echaba de menos! Sin poder contener el llanto, se volvió a Jack.

—Gracias. Muchísimas gracias. Siento mucho molestarte.

—Tú nunca me molestas.

Lydia cogió la mano que él le tendía, le besó las puntas de los dedos y observó su expresión. Sintió una oleada de deseo, pero bajó la vista y soltó su mano.

—No ha cambiado nada, ¿verdad? —preguntó él. Y se desmoronó en un sillón de ratán.

—Lo siento. Sabes que tengo que intentarlo con Alec. Por el bien de las niñas. —Se mordió el labio—. Quizá algún día.

—Algún día quizá ya no esté aquí.

—Ay, Jack. —Lydia se puso detrás de Jack y él apoyó la cabeza en su estómago. Ella lo abrazó por la cintura y le besó el cuello, le mordió la oreja.

Jack estaba muy quieto.

Lydia le acarició el vello del pecho.

—Bueno, por suerte la residencia estaba casi vacía —dijo él, con una voz demasiado alegre—. O sea que hay sitio suficiente para recibir la avalancha. Los han llevado a todos allí. Esta noche celebrarán un baile para animarlos. Se correrán una buena juerga.

—Todavía nos queda esta noche —dijo Lydia. Se arrodilló delante de él, le puso una mano en la bragueta y lo miró a los ojos. Vio en ellos un dolor muy profundo, un dolor al que ella no podía llegar, un dolor, estaba segura, del que ella no era la única causa. Intentó comunicarse.

—Mejor no —dijo Jack, apartando la mano de ella—. Saldremos muy temprano.

«Cómo han cambiado los tiempos», pensó Lydia. Y no pudo evitar la tristeza al recordar la emoción que sintió cuando se conocieron.

Curiosamente, igual que a Alec, había conocido a Jack en una fiesta. Jack entró por la puerta, sonrió a algún conocido, echó un vistazo alrededor y se fijó en Lydia. Estaba espléndida, con un cheongsam negro de flores naranjas y doradas, abierto por un lado. El vestido negro contrastaba con su piel clara. Había bebido mucha ginebra y se puso colorada cuando él se acercó con Cicely.

—Cuida de él, cielo. Tengo que mezclarme con la gente —dijo Cicely, haciéndoles un guiño a los dos.

Alec también estaba en la fiesta, fumando y bebiendo con un grupo de hombres, deliberadamente de espaldas a todo. En otra sala, Lydia y Jack pasaron la mayor parte de la noche bailando, ajenos al riesgo que esto entrañaba. Cuando la fiesta tocaba a su fin, mientras Lydia esperaba a Alec en el vestíbulo, Jack se acercó, le apartó un mechón de pelo y se lo recogió por detrás de la oreja, le mordió el lóbulo y deslizó una mano caliente por la raja del vestido. Desde ese día, la embriagadora mezcla del sudor de él y el perfume Shalimar de ella despertaba aquel recuerdo. Jack le susurró algo al oído y la tibieza de su aliento produjo escalofríos en Lydia. Sintió que le ardía el pecho. Demasiadas copas. Cigarrillos. Deseo. Y a todo ello se añadía el riesgo. Estaba atrapada.

—¿Dónde? ¿Cuándo? —preguntó él.

—En el parque —contestó Lydia. Y vio a Alec con el rabillo del ojo—. Hay un salón de té. Mañana a las nueve y media.

—Eres una chica madrugadora, ¿eh?

—La verdad es que no. Pero tengo dos hijas y las llevo al colegio.

Lydia movió la cabeza para apartar el recuerdo. Las cosas habían cambiado. En aquel tiempo, estar tan cerca y no tocarse habría sido inconcebible.

Ahora, mientras empezaban a oírse los truenos, Jack se iba solo a la cama y Lydia a dormir con Maz en la habitación de invitados.

—¿Me cuentas un cuento? —le pidió el niño, acurrucándose debajo de la sábana—. Por favor.

—¿Te sabes el del cocodrilo que se comió un reloj?

Maz abrió unos ojos enormes.

—¿Y se murió?

—No se murió. Pero el capitán Garfio se llevó un buen susto.

—¿Quién era?

—El capitán Garfio era un pirata.

Al niño se le escapó un suspiro de contento.

Cuando terminó de contarle el cuento de Peter Pan, sintió la presión del aire cargado y no conseguía desprenderse de ella. Una estridente explosión de cigarras invadía la selva por la noche y a lo lejos se oía el aullido desolado de los perros salvajes. Se tapó hasta la nariz con la sábana de algodón fino. De noche, los ruidos del exterior se distorsionaban, se mezclaban unos con otros, se convertían en un barullo cada vez más intenso. Completamente despierta, oía el aleteo de los pájaros, el zumbido del generador y el lúgubre ulular que según Emma eran los fantasmas solitarios de los pájaros muertos.

Se moría por ver a sus hijas. Salir al día siguiente era lo mejor que podía hacer, y, en cuanto a la noche que había pasado con Jack, tendría que apechugar con la culpa. Al fin y al cabo, había sido una sola vez.

A la mañana siguiente, antes del amanecer, se pusieron en camino en un improvisado vehículo blindado. Jack sacó a Maznan de la cama y, sin que el niño llegara a abrir los ojos, lo acostó con cuidado en el asiento de atrás, con la cabeza apoyada en las rodillas de Lydia. Un policía malayo se sentó delante con Jack. Mientras que Maz dormía a pierna suelta, Lydia no había pegado ojo. En la carretera de la plantación, los árboles empezaban a perfilarse en la penumbra y el edificio donde vivían los empleados tenía un aspecto inhóspito. Nadie hablaba.

Lydia se descalzó, con la esperanza de relajarse, pero la cercanía de Jack y su olor a brea la ponían en tensión.

—Aguanta, Lyd —dijo él, volviendo la cabeza cuando dejaron atrás el perímetro de la plantación—. Procura dormir un poco. Queda un buen trecho.

Ella quería recuperar la naturalidad que siempre hubo entre ellos, pero se había creado una distancia, y la presencia del policía no le permitía hablar. Aunque ¿quedaba algo por decir? Cerró los ojos y vio a sus hijas jugando. Tendió los brazos y aspiró el aroma a talco de su piel y a manzana de su pelo. Emma cogía a Fleur de la mano, le daba vueltas y tiraba de ella. La impaciencia se notaba en todos sus músculos. Vamos, mami, date prisa.

Se dejó llevar por el traqueteo del coche y se quedó profundamente dormida. Solo una vez se despertó vagamente al notar que aflojaban la marcha, vislumbrar el resplandor de las linternas en un control de carretera y oír el coro del amanecer en la selva.

Un par de horas más tarde, cuando la luz del día desveló un cielo rosa pálido salpicado de nubes algodonosas, la brusca detención del coche irrumpió en sus sueños. Sintió el sudor en la nuca y abrió los ojos. Les habían hecho parar, y Jack había bajado del coche y estaba hablando con un policía malayo, gesticulando. Le llamó la atención el tono de las voces. Vio que Jack agachaba un momento la cabeza y volvía a grandes zancadas con el otro policía.

Un escalofrío recorrió la espalda de Lydia.

—Jack —dijo, por la ventanilla.

Él carraspeó y la miró fijamente. Sus ojos azules se habían vuelto del color del agua embarrada y tenía una expresión dura y extraña.

—¿Jack?

Los bosques estaban en silencio. Sin embargo, había un latido en el silencio y, a espaldas de la residencia, se oía el zumbido de la selva. Lydia bajó del coche y se quedó parada en el asfalto, descalza. Un fuerte olor a quemado la obligó a taparse la nariz. Le escocían los ojos. A la derecha, un penacho de humo gris se elevaba en el cielo pálido de la mañana.

Lydia empezó a correr. Jack fue tras ella, y el policía los siguió a los dos.

—Señora —llamó el policía—. Señora, no puede acercarse. Está fuera del perímetro de seguridad. Es peligroso. No queda nada. —El policía la alcanzó y la agarró de un brazo. Le olía el aliento a arenques.

Lydia se zafó de él y no vio que Maz la seguía con pies ligeros.

Jack cogió al niño de la mano y se agachó para hablar con él.

—Quédate aquí con este señor. ¿De acuerdo? Quédate aquí.

—¿Volveréis? —preguntó Maz.

—Volveremos.

Lydia seguía corriendo.

—¿Cómo es que no viste el humo?

—Lo vi, pero no sabía de dónde venía.

Cruzaron el bosque a través de un túnel de vegetación, tropezando con las raíces que asomaban de la tierra y chocando con las ramas más bajas. Cada vez que la maleza les cerraba el paso, daban media vuelta, atravesando el hongo de humo atrapado debajo del dosel, y volvían a intentarlo, hasta que por fin encontraron el camino y el cartel que decía «Residencia del Gobierno». Subieron corriendo por la avenida hasta el gran edificio de estilo colonial, ennegrecido por el hollín y con el tejado hundido. Las vigas seguían desprendiendo humo y un fuerte olor a combustión llegaba del interior. Un agente custodiaba la entrada.

Con los pies plantados en un montón de cenizas, Lydia se quedó helada. Se le nubló la vista y empezó a tiritar, como si estuviera expuesta al frío del invierno inglés.

—Por Dios, Jack. Pregúntale si las niñas pudieron salir.

El policía la oyó.

—Lo siento, señora. No han encontrado supervivientes.

Lydia volvió a mirar los restos del edificio y se sintió muy lejos, como si estuviera en otra parte. Parpadeó, se hincó de rodillas y cogió entre las manos un puñado de cenizas terrosas. Jack se agachó a su lado e intentó limpiarle la cara tiznada.

—Vete. Vete a la mierda.

Vomitó. Oyó sollozar a Maz a sus espaldas y se volvió a mirarlo con aire confundido. Jack intentaba acunarla. Por fin reaccionó y entró en acción. Apartó a Jack de un empujón y, ante el asombro del policía, entró en el edificio calcinado.

Millones de partículas de polvo blanco bailaban entre los inesperados haces de luz. Poco después, el olor se le pegó a la garganta. Las vigas seguían humeando y parecía que no hubiera oxígeno en el aire. Se quedó quieta, moviendo la cabeza a uno y otro lado, atenta al latido de la sangre en sus oídos y a otro ruido extraño y silbante. ¿De dónde venía? Echó a correr. ¿Y si se hubieran escondido en un armario o en un cuarto de baño? Quizá siguieran allí. Quizá estuvieran a salvo. Recorrió el edificio entero, en busca de un posible escondite, encontrando a su paso montones de esqueletos de metal y cristales rotos. Siguió adelante zambulléndose entre las ruinas, sin pensar en su seguridad. Se detenía únicamente para tomar aire, y las voces de sus hijas resonaban en su cabeza. ¡Mami! ¡Mami! No se daba cuenta de que las brasas le estaban quemando los pies.

Oyó que Jack la llamaba desde alguna parte. De pronto se le ocurrió una idea. Quizá las niñas hubieran escapado y se hubieran escondido en el bosque. Quizá siguieran allí asustadas, esperando. Se dejó guiar por una fuente de luz y salió arrastrándose. A cuatro patas, gritó hacia los árboles, pero cuanto más enfocaba la vista, más sombras veía moverse.

—Emma, Fleur. ¿Dónde estáis? Soy mami.

Jack salió por otra puerta trasera y trató de llevársela de allí.

—Lyd, no podemos hacer nada.

Todavía a cuatro patas, jadeando como un perro, Lydia se resistió. Se le cerró la garganta al abrir la boca y no fue consciente de su grito silencioso, mientras daba manotazos al aire, con los ojos agrandados por el espanto. Los árboles se volvieron borrosos. Clavada en el sitio, oyó la sacudida de unas alas, la voz de Jack y la de otro hombre a lo lejos. Se imaginó las llamas amarillas recorriendo el edificio, silbando, crepitando. Vio entrar el humo denso y negro por debajo de la puerta de sus hijas, seguido de las llamas enroscadas. Vio sus miradas de terror. Respiró su agonía y el olor de su carne chamuscada. ¡Mami! ¡Mami! Su mente se quedó en blanco, vacía. Le temblaron las piernas y se sentó en el suelo, con la falda arrugada.

A su lado vio un osito de peluche con los ojos de plástico fundidos y la piel manchada de hollín. Lo cogió, lo acunó y, con los ojos hinchados y enrojecidos, contempló el repentino resplandor del cielo malayo entre las vigas del tejado. Lo último que vio fue que el suelo se levantaba muy deprisa a la vez que ella se inclinaba primero hacia delante y caía luego de espaldas contra el cielo.