Epílogo

1958: Tres meses más tarde. Inglaterra

VIVÍ TRES AÑOS SIN MI MADRE. Ahora, cuando hablamos del tiempo perdido, ponemos cara de valientes y decimos que al menos ha servido para hacernos más fuertes.

Mamá nos vigila a todas horas, sin permitirse un momento de descanso. En un relicario que lleva colgado del cuello y no se quita nunca, solo cuando se baña, guarda una foto mía y otra de Fleur. En esa foto mía veo a una niña de aspecto observador, con una media sonrisa y la punta de la nariz manchada. Me cuesta recordar cómo era entonces, aunque a veces tengo la sensación de que puedo volver la vista al pasado y revivirlo. Y esas veces ahí estamos, mamá, Fleur y yo. Seguimos en 1955, cuando nada de todo esto había sucedido.

Aquel día, cuando mamá volvió y entramos todos en casa de mi padre, yo nunca la había visto tan enfadada. Delante de todo el mundo amenazó a mi padre con denunciarlo por estafa y secuestro. Fleur rompió a llorar y Veronica se puso blanca y trató de tranquilizar a mi madre. Mi padre dijo que no tenía pruebas, pero mamá se negó a que pasáramos la noche con él. Creo que lo de las pruebas no era verdad, porque a cambio de que no lo denunciara, dejó que fuéramos con ella a un hotel. Costó un poco convencer a Fleur, y fue Veronica quien lo consiguió principalmente. Pero el niño y yo estábamos muy contentos. Mamá tiene ahora la custodia permanente, de Fleur y mía, y Maz ha elegido vivir con nosotras. Lo cierto es que ella no tenía ninguna intención de poner en marcha una investigación policial. Ya hemos vivido demasiadas cosas, me dijo después. Además, habría sido horroroso para Fleur que nuestro padre acabara en prisión.

No dejamos que Fleur y Maz vean nuestra indignación cuando se van a pasar algunos fines de semana con él. Yo no puedo perdonar a mi padre después de todo lo que ha hecho, y mamá tampoco. Ella lo trata con educación, pero con frialdad, cuando él viene a buscar y a traer a Fleur y a Maz. Tengo la sensación de que él quiere hablar, pero ella no. Lo más triste es que Veronica se marchó el mismo día en que volvió mi madre. Han pasado tres meses y nadie ha vuelto a verla. Es posible que Maz fuera la gota que colmó el vaso. Lo cierto es que mi padre está muy solo y quizá eso sea suficiente castigo.

Cuando mamá fue a conocer a su madre, volvió al hotel con los ojos hinchados, pero también con una sonrisa enorme y con las llaves de Kingsland en la mano.

Después la vi encender el fuego en la sala de estar de mi abuela, con papel de periódico, piñas y astillas. Sigue siendo guapa, incluso más que antes en cierto modo, pero ya no es tan alegre como antes y tampoco lleva el pelo suelto, sino recogido con un broche de carey grande. Ya estamos en mayo y mamá tiene frío.

Se incorpora, al cabo de un rato arrodillada junto a la chimenea, con las mejillas rojas, y ve que estamos esperando.

—Mamá, este es Billy. Lo viste en casa de papá.

—Sí, me acuerdo. Hola, Billy. No puedo darte la mano —se limpia las manos sucias con un trapo.

—El grupo de Billy toca en el Mecca Ballroom de Birmingham el sábado.

—¿Ah?

—Vamos de teloneros, pero es una gran oportunidad —dice Billy.

—Seguro que sí.

—Bueno, mamá, el caso es que Billy me ha invitado a que vaya con él.

—No iremos en la moto, señora Cartwright. Vendrá conmigo en la furgoneta.

—Me parece que no —dice mamá, mirando a la cocina, donde Fleur está preparando un bizcocho—. Es demasiado joven.

—¡Mamá!

—¿Emma?

Nos miramos sin movernos. No es la primera vez que mi madre se olvida. Hago una mueca.

—Mamá. Tengo quince.

Me mira con gesto inexpresivo, como si intentara acordarse de algo, y después asiente con la cabeza y se le humedecen los ojos.

—Es verdad.

—Entonces, ¿puedo ir?

—Bueno, quince años siguen siendo pocos.

—Mi padre conduce la furgoneta —añade Billy.

—De acuerdo. Me rindo. Pero que no vuelva tarde.

Billy y yo nos sonreímos y mamá se va a ayudar a Fleur. Estoy tan contenta que me pongo a dar saltos como una niña de diez años.

—Creía que tenías quince —dice Billy, imitando mi voz y mirándome a los ojos.

Le doy un empujón.

Nada puede estropear estos días de esperanza. Es una maravilla ser joven, poder ir con Billy al Mecca Ballroom y haber recuperado a mi madre. El hilo invisible, ese que iba de su corazón al mío, no se rompió nunca. Yo siempre supe que no se rompería. Y eso es lo más valioso de todo: más que haber encontrado a mi abuela y más que vivir en Kingsland Hall.

Solo cuando me tumbo con las piernas y los brazos extendidos, regreso a la época de mis once años. Cierro los ojos y estoy tendida boca abajo, contando los agujeros de los tablones del suelo de nuestro dormitorio, en Malaca. Malasia forma parte del pasado y está muy lejos, pero siempre me acordaré de las nubes como bolas de sorbete de limón, y de las flores trepadoras que se enroscaban alrededor de los árboles al fondo del jardín.

No sé adónde me llevará la vida, pero sé que incluso si algún día dejo de oír esos sonidos, Malasia seguirá siempre muy dentro de mí, latiendo en mi corazón. Allí pasé mi niñez, antes de descubrir lo dura que podía llegar a ser la vida. Y allí estará para siempre conmigo el olor del limoncillo y la voz de mi madre cantando por la mañana, como un ave del paraíso abriendo sus pétalos, con su pelo del color de la caoba.