21
EN MALASIA, A PRIMERA HORA de la mañana, el intenso olor de los animales llegaba desde la selva. Aquí olía a gachas quemadas. En Malasia nos subíamos al árbol de la lluvia y nos escondíamos de los demonios que se tragaban la luz del mundo. Aquí, cuando me castigaban a escribir cientos de veces la misma frase, me imaginaba en Malasia, camino de casa, esquivando a los espíritus que se ocultaban entre las grietas y te mordían los dedos de los pies si los pisabas. Dejé de preguntarle a mi padre cuándo vendría mi madre, y él siempre cambiaba de tema cuando le preguntaba de quién era la carta que había llegado de Malasia, o contestaba que no era asunto mío. Dejé de preguntar porque no servía para nada más que para que él se enfadara, pero decidí estar bien atenta por si llegaba otra carta.
Ya tenía trece años y medio, y en el año que llevaba en el internado me habían castigado a escribir la misma frase una y otra vez en doce ocasiones. Normalmente era la señora Wiseman quien me castigaba. Pero lo mío no era nada en comparación con Susan, que tenía el récord. Seguíamos siendo la mejor amiga la una de la otra, aunque nos peleábamos como locas.
Tengo que prestar más atención en clase y no mirar por la ventana. Tengo que prestar más atención… Una vez más me dejaban sin recreo a la hora de comer. Esta vez me habían expulsado de clase de ciencias domésticas por tirarle harina en el pelo a Susan. A ella le daba igual, y yo aborrecía la cocina de todos modos. Sin pensar en lo que hacía, dibujé una carita al pie de la página. ¡Ay! La señora Wiseman me obligaría a repetirlo todo. Las demás profesoras en general eran simpáticas, pero ella me tenía manía. Mi lápiz tenía una goma de borrar en el extremo, así que empecé a borrar la carita sonriente. Cuando entraron las chicas, me llevé un susto, se me fue la mano e hice un agujero en el papel.
Eran tres, todas mayores que yo, pero solo conocía a una de ellas. «Ella otra vez, no», pensé. Se llamaba Rebecca y era del grupito de las que me escondían la cartera los primeros días. Tenía las piernas como troncos de árbol y era una de las pocas chicas de la zona, como yo. Corría el rumor de que le había puesto un ojo morado a una profesora del colegio al que iba antes. El caso es que la tenía tomada conmigo.
Mientras ella me quitaba el papel, una de sus amigas me agarró del pelo, inclinó la silla y tiró hacia atrás. La otra me sujetó para que no pudiera moverme, y le di una patada.
—¡Suéltame, burra! —le grité, mientras le daba en la espinilla.
Lanzó una carcajada llena de desprecio y empujó la silla un poco más, la soltó un momento y volvió a cogerla justo cuando empecé a gritar.
—¡Ja! —dijo—. Te fastidias.
Seguí dando patadas hasta que vi a Rebecca haciendo garabatos en mi papel. Conseguí librarme de la otra chica y traté de quitarle el papel, pero me esquivó sin problemas.
—No hagas eso —le supliqué—. Mi padre me matará.
—Mala suerte. Y como digas algo, volveremos a por ti —dijo otra.
—Sin Susan no eres tan valiente, ¿eh? De todos modos, ella es tu amiga solo porque no le cae bien a nadie.
Todo acabó cuando sonó el timbre que anunciaba el final del recreo. Volcaron los pupitres, se marcharon dando gritos y lanzando los puños al aire y cerraron con un portazo. Cuando estaban en el último pasillo, aún se oían sus voces y sus pisadas atronadoras. Me sentía mareada. Volví a imaginarme en el mar, y todo retumbaba y se movía de un lado a otro.
Me tranquilicé y comprobé en qué estado había quedado mi trabajo. ¡No! La página estaba cubierta de dibujos de partes íntimas, muy bien hechos. De no ser por lo asustada que estaba, me habría reído. Pero empecé a oír un zumbido en la cabeza. No sabía qué hacer. La única solución era romperlo y empezar de cero. Busqué con la mirada. No encontré ningún papel. ¿Qué era peor, una hoja rota en millones de pedazos o aquellos dibujos obscenos? Empecé a romper el papel a toda prisa. Trocitos de traseros, pechos y un par de penes cayeron al suelo como confeti.
La puerta se abrió de golpe.
La señora Wiseman, la enana, entró con cara de vinagre. Se me paró el corazón, y eso que su enfado no fue nada en comparación con la ira de mi padre.
Agrandó los ojos negros y puso las manos en las caderas.
—Pero ¿qué te has creído? —dijo—. Dame eso.
Rompí a sudar mientras le daba los restos del papel.
Me quitó los trozos de las manos, y juro que vi que le salían pelos de la barbilla.
Repasé rápidamente mis alternativas.
—Yo… Yo… He pensado que la letra no era buena. Iba a repetirlo.
—Eso es una mentira como una casa. Has hecho dibujos en el papel.
Parpadeó, retrocedió y los trocitos cayeron al suelo. Balanceó el cuerpo pequeño, moviendo la cabeza arriba y abajo, y vi que le temblaban las mandíbulas. Daba la impresión de que cada parte de su cuerpo se movía por separado, independiente de las demás. Por unos segundos creí que le había dado un ataque y que en cualquier momento iba a empezar a echar espuma por la boca, y entonces yo podría recoger los papelitos y marcharme. Pero retorció las manos y, con un acento tan fuerte que pareció como si ahogara, me gritó:
—Ve a tu dormitorio. ¡Fuera de aquí! Ya me ocuparé de ti más tarde.
Salí como una flecha. Avisaron a mi padre. Podía explicarlo, contar la verdad, pero entonces las chicas volverían a fastidiarme. El caso es que después de lo ocurrido mi padre no me dejaría salir del internado.
En vez de ir al dormitorio, eché a correr por un pasillo hasta la otra punta del edificio y entré por una puerta en la que había un letrero de «Privado». Era el almacén, y cogí un paquete de galletas. Me escondí en un hueco cerca de la puerta de atrás. Aguanté la respiración cuando oí que entraba una de las empleadas. ¿Iba a salir a fumar un cigarrillo? No, por favor. Pasaría justo por delante de mí y me vería. Por favor, que entrase en el almacén.
Una compañera la llamó desde la cocina. Se detuvo, dio media vuelta y dudó un momento.
—Iba a por un trozo de mantequilla.
—Más bien ibas a echar un pitillito a escondidas. Ven. Vuelve a tu trabajo.
En cuanto la puerta de la cocina se cerró, solté el aire y salí de allí.
Tenía que cruzar el jardín sin que me vieran desde ninguna de las ventanas de las aulas que daban a ese lado. No era fácil, porque los jardines quedaban completamente a la vista de docenas de ojos aburridos que escrutaban el horizonte en busca de algún posible cotilleo. Y aún menos fácil teniendo en cuenta que el tema de conversación más probable sería el nuevo jardinero. Era guapísimo, con el pelo muy rizado y oscuro y aire de gitano. A las chicas mayores se les caía la baba, aunque corría el rumor de que lo habían visto en el cine con la profesora de francés y por lo visto iban cogidos del brazo. Todas las demás, las pequeñas, salíamos a ver si los pillábamos; así teníamos algo con lo que burlarnos de las mayores. Inspeccioné el césped: por suerte el jardinero no estaba por allí. Lo mejor era esperar a que sonara el timbre, al final de la clase, y salir corriendo.
Mi idea era ir al bosque, donde Susan y yo habíamos descubierto algunos escondites cuando queríamos librarnos de la carrera campo a través. Había troncos huecos y habíamos hecho grandes montones de ramas. Si lograba llegar hasta uno de ellos, podría esconderme mientras decidía qué hacer.
La única posibilidad era salir a mano izquierda, donde los rosales bordeaban un camino que llevaba al bosque por detrás del internado. No cubrían gran cosa, pero era mi única oportunidad.
Una voz de hombre me obligó a detenerme. Di media vuelta y escondí las galletas en un pliegue del uniforme. Por una vez me alegré de que fuera como un saco. Era el panadero, que volvía a su furgoneta.
Oí el timbre. Tenía que salir corriendo, pero me ofreció un bollito cubierto de azúcar glas, de lo más tentador.
—Sí, por favor —dije—. Lo guardaré para después. Gracias. —Y salí corriendo como una posesa, sin mirar atrás.
En el bosque encontré un escondite detrás de un roble grande y allí devoré el bollito y decidí guardar las galletas para más tarde. No tenía ningún plan.
Oscureció, y un grupo de gente con linternas se adentró en el bosque, llamándome por mi nombre. Cuando se marcharon, los árboles empezaron a balancearse. Pensé en los hombres que salían a cazar cocodrilos y buceaban para pescar langostas. Me imaginé la selva y a los malhechores que se escondían debajo de las hojas, como yo. Pensé en Malaca y en el olor a pescado frito, y en nuestro jardinero, que era muy mayor y enterraba cuencos de arroz para los espíritus de la tierra. Sobre todo quería estar con mi madre, pero me eché por encima más hojas y más ramas y me dediqué a escuchar el viento.
Protegida por robles y olmos y envuelta en aquel olor a humedad y a moho, los ruidos de las criaturas desconocidas me recordaban a los hantu hantuan. Nunca en la vida había tenido tanto miedo de la oscuridad. Me enrosqué como un ovillo, soñando con un tazón de chocolate caliente y una tostada con huevos revueltos.
Esconderme en un barco, como un polizón, y volver a Malasia. Eso haría. Encontrar a mi madre. Pero no era más que una niña. ¿Qué podía hacer? Aunque Veronica fuese simpática, no iba a ayudarme a subir a un barco para volver a un país en guerra. Me tragué un sollozo. «No es justo —pensé—. Yo no he hecho nada malo».
A la mañana siguiente, papá, la directora y dos policías entraron en el bosque pisando fuerte. Estaba calada hasta los huesos y la verdad es que me alegré de verlos.
—Sal, Emma, sabemos que estás ahí. —Era la voz de mi padre, firme y contenida, aunque yo sabía que por dentro estaría retorciéndose de rabia.
—Sal, guapa. No tengas miedo. Es mejor que salgas ahora —dijo uno de los policías, en un tono más amable.
—Emma Cartwright, sal inmediatamente. —Esa era la directora.
Tenía mis dudas, pero cuando calculé que los policías estarían más cerca, me quité de encima las hojas y las ramas y salí de mi escondite. Tenía las piernas como un flan.
—Estoy aquí —grité.
Y entonces se me doblaron las piernas y ya no sé qué pasó a continuación.
Otra vez en la enfermería, me desperté y vi a mi padre sentado en un rincón, delgado y con aire severo. Oí que el médico le hablaba en voz baja y le decía algo sobre la tensión.
—Muy baja. Es peligroso. ¿Hay antecedentes de problemas de corazón en la familia?
—Mi padre murió de un infarto —contestó papá.
—Y ¿los otros abuelos?
A través de las pestañas, vi que mi padre apretaba los labios y negaba con la cabeza.
—Mi mujer se crio en el convento de St. Joseph. No conoció a sus padres.
Yo quería hablar con ellos, pero tenía los labios pegados. Me dejé llevar por mis pensamientos mientras ellos seguían cuchicheando. Preguntas, respuestas y anotaciones. Una enfermera iba y venía cargada con cosas, ordenando esto y lo otro.
—¿Puede facilitarnos la dirección actual de su mujer? —preguntó el médico.
—Me temo que la madre de Emma abandonó a su familia. Está desaparecida, se cree que ha muerto.
El techo se me vino encima y tuve la sensación de que me caía de espaldas. Solo acertaba a ver un círculo de luz que entraba por la ventana. La luz latía, como si se encendiera y se apagara; era amarilla, con el borde naranja, y poco a poco se iba empequeñeciendo, hasta que se convirtió en un punto diminuto. La habitación se volvió negra. Me arrastraban por un pozo oscuro y yo tendía los brazos y pedía socorro. Me resistía, desesperada por volver a ver la luz de la ventana. Se encendió un momento y oí mi voz que gritaba: «Mami, mami. Ayúdame».
Pero mi voz y yo estábamos muy lejos. En Malasia, en la isla, yo entraba y salía del mar, y mi madre estaba sentada con unas botellas de cerveza helada en las axilas, porque le había picado una medusa. La arena era blanca y fina, una arena muy muy suave, y el agua estaba tibia como la de una bañera y clara como el día. Todo parecía real.
Me impresionó mucho tomar conciencia de pronto y ver que no estaba allí. Moví la cabeza, tratando de comprender. ¿Dónde había estado? ¿Qué había pasado? Vi dos bolsas llenas de líquido conectadas a unos tubos finos clavados en mis brazos. Y entonces, cuando una de las bolsas se vació y la sustituyeron, me acordé de todo. Mami. Mami. Mami. Las lágrimas resbalaron por mis mejillas y sentí que se me desgarraba el corazón.