8

ME DESPERTÉ EN UNA SELVA congelada, con los cristales de las ventanas escarchados como gigantescas flores de loto blancas. El frío se colaba por las molduras y por debajo de la puerta. Tirité y mi aliento se convirtió en una nube de vaho. Daba lo mismo que la ventana estuviera abierta o cerrada, así que la abrí. Oí zurear a las palomas en el jardín del vecino y estiré el cuello para verlas en el tejado del palomar.

Al otro lado, un sembrado cubierto de caballones de tierra se extendía hasta la iglesia, con una hilera de árboles negros al fondo. La punta de la torre asomaba entre los demás edificios. Llamé a Fleur para que viniese a ver la estampa, pero ya se había ido a buscar a papá.

En la planta baja, el abuelo Cartwright nos dio unas palmaditas en la espalda y la abuela se secó las lágrimas. Era bajita y regordeta. Asentía con la cabeza y sonreía mucho. Tenía los ojos como uvas pasas, de un color azul oscuro, con muchas arrugas alrededor, y llevaba un artilugio muy complicado encima de la blusa y de la falda, que le cubría los hombros y los costados y se sujetaba con cuerdas. Ella lo llamaba mandilón, aunque lo cierto es que parecía un saco. Calzaba zapatillas y tenía el pelo canoso y fino, recogido con pinzas de una forma muy extraña. No era ni un poquitín elegante, como mamá.

El abuelo también era muy mayor y tenía el pelo blanquísimo. Al moverse, resollaba como si le doliera algo y por la nariz le asomaban unos pelillos negros. Además, tenía manchas de vejez en las manos.

Nos enseñaron la casa, empapelada con un diseño de flores, con alfombras de color vómito y tal cantidad de muebles que no había espacio para jugar. La cocina era el universo de la abuela y la única habitación alegre. Con una sonrisa radiante, nos señaló el papel pintado, de pollitos y cerditos de alegres colores. La abuela estaba orgullosa de su casa, aunque no era nada del otro mundo: un pareado, de planta cuadrada, en un camino rural de Rampton, en Worcestershire. Lo que sí tenía era un jardín enorme, que rodeaba la vivienda por tres lados y no estaba unido a la otra casa. Una valla de alambre separaba el jardín del campo por detrás.

En la única habitación con chimenea que había en la casa le pregunté a la abuela por las habitaciones del servicio. Dio una palmada, se secó los ojos con el mandil y le dio un codazo al abuelo.

—¡Ay, pichoncitos, aquí no hay más servicio que yo! ¿Verdad que sí, Eric? —Eric era el abuelo, que asintió desde su silla, mientras fumaba en pipa.

Fleur me dio un golpecito en el costado y me susurró al oído:

—No somos pichoncitos, ¿a que no, Em? ¿Por qué nos llama así?

Le dije que se callara y me fijé en una lata de caramelos que había en un estante. El abuelo me vio y nos dio un par de caramelos, pero volvía a darnos más cada poco rato, sin darse cuenta de que teníamos muchos.

—Eso, que disfruten —dijo la abuela.

—¿Por qué dices eso, madre? —preguntó papá.

Ella chasqueó la lengua.

—El azúcar les quita las ganas de comer —protestó él. Y se aflojó la corbata—. Y aquí hace mucho calor. ¿No sabéis que a Fleur le sienta mal el humo del carbón? Necesita aire fresco. Mira, ya empieza a toser.

Fleur obedeció con una tos.

—No hay necesidad de ventilar —contestó el abuelo.

—Tú no te metas, que no tienes derecho —le soltó papá.

—Vamos, vamos —dijo la abuela—. No empecéis otra vez. Cuanto menos se diga, menos habrá que lamentar.

El abuelo apartó la vista, pero papá apretó los labios y salió con cajas destempladas.

Cuando se marchó, nos sentamos en el quicio de la puerta, a jugar a un juego muy antiguo de pulgas saltarinas que tenía el abuelo y a comer cigarrillos de chocolate, sin quitar los ojos de la calle. Yo hacía como que fumaba de verdad, hasta que me hartaba y tenía que comerme el cigarrillo. Un niño subía por la calle en bici. La bici era demasiado grande para él y tenía que levantarse para pedalear. Se bamboleaba mucho, porque llevaba unos cestos grandes atados a los lados, y según pasaba por delante de las casas iba dejando un olor a pan delicioso. Cuando se paró delante de nuestra casa, Fleur fue a avisar a la abuela.

Lo miré fijamente, con auténticas ganas de encontrarlo simpático. Era flaco, llevaba una gorra y tenía los dientes demasiado grandes para el tamaño de su boca. Tenía los ojos castaños, muy sonrientes, y la nariz salpicada de pecas. Cuando sonreía, te olvidabas de los dientes, porque entonces le encajaban mejor.

Al día siguiente empezamos el colegio. No volví a preguntar a mi padre, pero tenía muchísimas ganas de que viniera mamá. No sabía si habría vuelto a nuestra casa, en Malaca, y habría leído mi carta. Era mamá quien siempre hacía que todo resultara agradable. En casa de mis abuelos, habría sido ella quien hubiera salido a despedirnos en el vestíbulo con una sonrisa. Y también la imaginaba esperando en la puerta del colegio, saludando con la mano, mientras tomábamos unos bollitos helados y nos obligaban a beber leche gélida de unas botellas en miniatura.

En el recreo se organizó un buen lío cuando alguien de mi clase me oyó decirle a Fleur que el bollito helado estaba rancio. El hijo del panadero se me acercó hecho una furia y sin su gorra puesta. Vi que tenía el pelo mal cortado, con trasquilones en la coronilla.

—Están riquísimos. De rancios nada —dijo.

—Sí que lo están. En Malasia los había mejores. Pastelitos nyonya y unos kuehs chinos muy ricos. —Me acordé de las tortitas de arroz dulces y se me hizo la boca agua.

—¡Ah, claro, Malasia! ¿No es de ahí de donde vienen las vacas?

Planté los pies en el suelo y me puse en jarras, a pesar de que por dentro estaba temblando.

—Está en Oriente, por si no lo sabías. Y allí tampoco tomábamos esa leche congelada asquerosa. Tomábamos jugo de caña de azúcar o leche de coco.

—Y ¿por qué no vuelves allí? Aquí no te queremos. Eres una presumida. Ni siquiera eres inglesa. Eres una «inmigrente».

Y un grupito de niños se pusieron a cantar: «Inmigrente, inmigrente. Vete por donde has venido».

Fleur rompió a llorar, pero yo agarré al chico de los trasquilones y le grité en la cara con todas mis fuerzas:

—Soy tan inglesa como tú, ¡pelón!

Acabamos en el suelo, a patadas y empujones. Los demás silbaban, se reían y se apartaban para vernos mejor. Yo le agarré de los pantalones y tiré con todas mis fuerzas. Él me agarró del pichi y oí cómo la tela se rasgaba por la espalda. Ay, no, pensé: la abuela me va a matar.

—Pelea, pelea —gritaban los demás—. Vamos, Billy. Dale una lección.

Rodamos un poco por la tierra, pero el ruido cesó cuando el director se paró a nuestro lado, bloqueando la luz. Mientras su voz estallaba en el silencio, me fijé en que tenía la cara sonrosada, como un cerdito.

—Emma Cartwright, aquí no puedes comportarte como una salvaje —dijo—. Esto es Inglaterra.

Se acercó tanto que le vi las venas rojas en las córneas.

Al hijo del panadero le retorcieron la oreja y le pusieron la cara como una remolacha y a mí me dieron cinco reglazos en la palma de la mano. No lloré, y tampoco estaba asustada. Estaba enfadada.

Las niñas eran peores: se tapaban la boca con las manos y soltaban esas risitas tontas, mientras saltaban a la cuerda o hacían juegos malabares con pelotas, y no me dejaban jugar con ellas. Me miraban con ojos mezquinos, me daban la espalda y empezaban a hablar en voz alta. Yo parpadeaba, me aguantaba las ganas de llorar y las miraba por encima del hombro, aunque supongo que era distinta de ellas, pues tenía la piel bronceada y el pelo aclarado por el sol. Ellas me odiaban por eso, cuchicheaban a mis espaldas, me empujaban al final de la fila a la hora de comer y cuando terminaban las clases se me ponían delante, con los brazos en jarras. Con Fleur eran más simpáticas, porque saltaba muy bien a la comba.

En casa, papá anunció que había recibido una carta de Veronica en la que decía que le gustaría mucho venir a tomar el té un sábado. Yo no sabía qué le parecería aquello a mi madre. Veronica me caía muy bien, pero ¿y si venía con su hermano? Se lo pregunté a mi padre y me contestó que no fuera entrometida. Papá y ella eran amigos, dijo la abuela. Veronica tenía un apartamento en Londres, pero había alquilado una casa de campo en un pueblo que se llamaba Drake Broughton, a unos veintidós kilómetros de Cheltenham. Le gustaba Cheltenham y quizá vendiera su casa de Londres para comprar una aquí. La abuela parecía muy impresionada cuando dijo que Veronica tenía «recursos propios».

Esa noche, cuando estaba en la cama, sin la protección de la mosquitera, pensé en mi madre. La imaginé sentada a mi lado, cantando Baby It’s Cold Outside. A mí me entraba hipo de la risa, porque en Malasia hacía mucho calor. En Inglaterra, aquella canción tenía más sentido. No había llorado en el patio, pero lloré en la cama, cuando Fleur se quedó dormida. La abuela me oyó y entró de puntillas. Me abrazó cuando le conté que las chicas del colegio me excluían.

—Así que te dan de lado, ¿eh? —Apretó los ojos y las mejillas rechonchas se le redondearon todavía más—. Ya sé, pichoncito —dijo, asintiendo con la cabeza y recogiéndome el pelo desgreñado. Haremos que seas como ellas, pero en mejor. Ya lo verás. Ahora, duerme.

—¿Viene también el señor Oliver a tomar el té? —pregunté antes de que se fuera.

—Puede que sí. Está pasando una temporada en casa de Veronica, mientras busca trabajo en el extranjero.

Crucé los dedos y pedí que encontrase trabajo enseguida para que no tuviera ocasión de venir a tomar el té.