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HACÍA UN CALOR ABRASADOR. Lydia no soportaba ver los cuerpos sin vida que seguían atados al árbol, con la cabeza caída como marionetas abandonadas. Dio media vuelta, pero había algo en aquel horror que le impedía alejarse, como si únicamente mirándolo pudiera convencerse de que lo ocurrido era real. Oyó gimotear a Maznan y resistió el instinto de desmayarse al sentir el olor de la sangre. Acercó al niño, lo abrazó y ahuyentó las moscas que se posaban en su piel. Maznan hundió el rostro en el vestido de Lydia y ella volvió los ojos al cielo para rezar en silencio.

Los rebeldes se acercaron. Lydia retrocedió cuando uno de ellos levantó la barbilla del niño con la palma de la mano. Lydia intentó apartar al niño consigo, pero Maznan no se movió del sitio, se secó los ojos y miró al hombre sin pestañear. Era un hombre menudo y demacrado, con los ojos hundidos y la cara sucia y muy arrugada. Lydia oyó zumbar a los insectos primero por detrás de su captor y luego a los lados. El zumbido se acercaba poco a poco. Abrió los ojos, volvió a mirar al desconocido y se encogió al ver el odio reflejado en sus ojos.

El rebelde murmuró algo a un compañero y levantó el arma. Lydia pronunció una sola palabra, con un acento muy marcado: «inglesa». Aguantó la respiración y acto seguido hizo un esfuerzo para erguirse, a pesar de que las piernas amenazaban con doblarse en cualquier momento. El otro hombre, de aspecto corpulento, con arrugas en las mejillas, dio un paso hacia ella. Estaba claro que era el jefe: negó con la cabeza y empujó a Lydia contra el tronco de un árbol grande. Ella se quedó sin aire y por un momento pensó en ofrecer resistencia, pero vio que Maznan negaba levemente con la cabeza y parecía conforme con la situación. Siguió su ejemplo y le estrujó la mano. Mientras el hombre corpulento los ataba a los dos al árbol, Lydia intentó descifrar su expresión. Era impenetrable. El hombre delgado se ocupó de atar a la mujer india a su lado, y el corpulento se retiró.

Lydia tenía los músculos agarrotados y la garganta tan seca que no podía tragar. ¿Pensaban matar también al niño? ¿Iban a matarlos enseguida? ¿Suplicaría ella por la vida del niño, y por su propia vida? ¿Suplicaría por el bien de sus hijas? Pero la mujer india le puso un dedo en los labios. Lydia cerró los ojos y una avalancha de imágenes asaltó su recuerdo. Una imagen de Fleur, rubia, con la nariz respingona, bizqueando al otro lado de la mesa. Otra de Em corriendo, con una araña dorada dentro de un tarro.

El hombre delgado bajó el rifle y se acercó tanto a Lydia que ésta notó su aliento acre. Tuvo que esforzarse para no gritar cuando la punta fría del rifle le rozó la pierna. Se quedó helada. Con la mano que tenía libre, el hombre deslizó un dedo entre sus pechos. Lydia vio que Maznan miraba al suelo y por unos momentos hizo lo mismo que el niño, pero levantó la vista al ver que el otro hombre volvía. El corpulento apartó a su compañero, sonrió a Lydia, le apretó la cabeza contra el árbol y la sujetó de la garganta, justo debajo de la barbilla. Ella notó cómo se tensaba aquella mano y cómo se hundían aquellos dedos en su carne. Con la otra mano, el hombre hizo el gesto de cortarle el pescuezo. A Lydia se le encogió el corazón, y se mordió el labio con tanta fuerza que se hizo sangre. Las mejillas se le llenaron de lágrimas cuando por fin empezó a suplicar que no la matasen.

Pero el hombre dio media vuelta al instante, y Lydia se quedó sin aire al ver que disparaba dos tiros contra las ruedas delanteras del autobús. Después se echó a reír, con las manos en las caderas. Lydia vio el susto que se llevaron los pocos pasajeros que aún seguían en el vehículo mientras éste se inclinaba y todos salían disparados a un lado, como si estuvieran en una atracción de feria.

Un destello de color resplandeció en el aire cuando una pareja de loros de cresta azul se adentró entre los árboles. Los monos de nariz larga que observaban el espectáculo desde las ramas más altas se callaron bruscamente. Lo poco que quedaba de la mañana clara desaparecía a toda prisa por detrás de las nubes negras y pareció que el mundo se detenía en aquel ambiente hediondo. Lydia tragó saliva y cerró los ojos. Qué ingenua había sido. Qué imprudente. Ahora que estaba en peligro lo único importante eran sus hijas. Nada más.

El olor a sangre y a orina le hizo volver en sí. Y el cacareo de los buceros, como de otro mundo. Y los ladridos de los chinos dando órdenes.

—No se preocupe, señora —dijo Maznan en correcto inglés—. No van a matarnos.

Lydia se quedó pasmada.

—Y no han prendido fuego al autobús —añadió el niño. Era la frase más larga que había pronunciado hasta el momento, como si el susto le hubiera soltado la lengua.

Y tenía razón. Los hombres cruzaron la carretera, cortaron a machetazos las lianas de lalang que crecían entre los árboles y se replegaron por los márgenes de la selva, mirando por encima del hombro y riéndose de los dos cadáveres que llevaban a rastras, con la cabeza rebotando contra el suelo. Los que aún seguían en el autobús bajaron entonces. Pálidos, con gesto horrorizado, sortearon los regueros de sangre hablando entre susurros y encogiéndose de hombros en su perplejidad.

La mujer india consiguió desatarse y a continuación liberó a Lydia y al niño.

—Todo teatro —dijo, al ver la expresión de desconcierto de Lydia—. A las mujeres y los niños no los matan. Necesitan nuestra ayuda.

—Pero ¡a esos hombres los han matado!

—Traidores.

Maznan se alejó de ellas, y Lydia, temblando de alivio, lo vio hablar con un grupo de malayos que iban en el autobús. Sin previo aviso, vomitó entre los matorrales.

Se estaba limpiando la cara con la falda del vestido cuando el niño llegó corriendo.

—Un hombre conoce el camino que lleva a una aldea —dijo, atropelladamente. Y la miró con una sonrisa que reflejaba de qué manera aquella situación tan dura los estaba uniendo—. Vamos.

Lydia miró rápidamente a la mujer india, y ésta le sonrió.

—Vaya con él —le dijo—. Los demás irán también.

—¿Y usted?

—Será lo que Dios quiera —contestó la mujer, encogiéndose de hombros—. Mañana pasará otro autobús.

Una abrumadora sensación de fatiga había sustituido al miedo, y Lydia estaba sumida en un mar de dudas. Por pura costumbre, buscó a sus hijas con la mirada, pero naturalmente no estaban allí. ¿Debía quedarse a esperar otro autobús y afrontar los nuevos peligros que pudieran presentarse? ¿O debía irse con el niño? Era demasiado peligroso pasar la noche en la carretera, más aún estando en zona de toque de queda. Maznan seguía esperándola, con una mano tendida.

—Tú me cuidas. Yo te cuido —dijo, sonriendo tímidamente.

—Trato hecho —contestó Lydia. Y lo cogió de la mano.

Al menos Maznan había empezado a hablar, y, una vez pasado el momento de terror, Lydia tenía la sensación de que los dos estaban juntos en aquel trance.

Cuando el desordenado grupo se desvió de la carretera, los monos reanudaron sus alaridos. Lydia echó un vistazo por encima del hombro, todavía dudosa. Le picaba la cabeza y tenía la frente empapada en sudor. Le llegó el olor empalagoso de las orquídeas trepadoras y se le revolvieron las tripas. Se secó el sudor de la frente y trató de aparentar serenidad, por el bien del niño, aunque no había manera de saber si aquel hombre los estaba llevando a una trampa.