12

SALIERON DE LA ALDEA SALUDÁNDOSE con una leve inclinación de cabeza y apenas cruzaron una palabra mientras se abrían paso por un sendero invadido por la maleza. Al cabo de una hora, aproximadamente, llegaron a una especie de estación en la que había una cabina con un telégrafo y una pequeña plataforma en la orilla de la selva. Lydia se dejó caer en un banco de metal. Sudorosa, cansada y con los tobillos acribillados por los insectos, habría dado cualquier cosa por un buen baño. Maznan se abrazó a su cintura y se quedó dormido con la cabeza en el pecho. Unas octavillas revolotearon alrededor, con advertencias de muerte a quienes facilitaran alimentos a los rebeldes, y dos carteles anunciaban cerveza Tiger y las canciones de Dinah Shore.

—Tendrá usted muchas ganas de ver a sus hijas —dijo Adil.

Lydia frunció el ceño. ¿Le había hablado ella de Emma y Fleur? Tal vez sí.

—No hay nada tan importante como la familia —añadió él, sacando una naranja de un bolsillo escondido entre los pliegues de su sarong—. Tome, puede compartirla con el niño.

—Gracias —dijo Lydia—. Me encantan las naranjas y tengo sed.

Peló la naranja y se le hizo la boca agua al sentir su olor cítrico, pero, viendo la avidez con que miraba Maznan, le dio la fruta entera.

Adil no dijo nada.

Oyó un traqueteo, miró hacia las vías del tren y rogó para que dentro hiciera algo de fresco. Pero el tren pasó de largo y Lydia hundió los hombros al ver cómo el vagón de cola se perdía entre una nube de polvo.

No estaba acostumbrada a pasar las últimas horas de la tarde fuera de casa y el calor se le hacía insoportable. Esperaba que pronto lloviese. A Adil no parecía afectarle la humedad tanto como a ella, y eso que había cargado todo el camino con la bolsa de viaje de Lydia. Movió la cabeza despacio, arriba y abajo, apretando los labios y frunciendo el ceño.

—Por lo menos parece que una parte de la línea funciona —observó. Después miró a un lado y a otro, le dijo a Lydia que tenía algo que hacer y se fue a la cabina del telégrafo.

Mientras tanto, Lydia se fijó en un pajarito cazador de arañas muy irritable que estaba enfadado porque ella se había sentado justo debajo de su nido. Pero tenía demasiado calor para moverse, y cuando Adil volvió, no intentó entablar conversación. Olisqueó el olorcillo pegajoso y salado que desprendían sus axilas y maldijo a Alec. Al sentir un toquecito en el brazo, miró al niño.

—Todavía tengo hambre, señora —dijo Maznan, frotándose la tripa y mirándola con unos ojos enormes.

Lydia le sonrió.

—¿Qué es lo que más te gusta?

—Nasi Dagang. Mi madre lo hacía.

Era la primera vez que el niño hablaba de su madre.

—¿Dónde está tu madre, Maz? ¿Lo sabes?

Maz se encogió de hombros y agachó la cabeza.

—¿Te compró tu madre esa camisa? ¿Por eso no querías que te la quitara?

El niño empezó a sollozar. Lydia se quedó un momento pensativa.

—Háblame del Nasi Dagang —le dijo.

—Es arroz con coco y pescado.

Lydia rebuscó en sus bolsillos. Un perro sarnoso se acercó a mirarlos con gesto esperanzado. No tenía más remedio que hablar con Adil, a pesar de que había algo en su actitud reservada que invitaba a Lydia a guardar silencio.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó en voz baja—. No nos queda nada.

Adil tenía unos ojos inteligentes y observadores. Lydia se dio cuenta de que se estaban mirando fijamente, y apartó la cabeza.

—Si pasa un tren podemos comprar comida. Algunos pasan únicamente para vender. ¿Le queda algo de dinero?

Lydia asintió y consiguió recuperar su voz entera.

—Creía que estaba prohibido viajar con comida, y que el dinero que ganan no se lo gastan en pagar los billetes.

—Es que no los pagan. Suben al tren de un salto y bajan de la misma manera —dijo Adil, sin dejar de mirar a Lydia.

—¿Y no les pasa nada?

—Todos son nativos —dijo él, con gesto serio.

Le estaba tomando el pelo. Lydia se fijó en los hierbajos que crecían al borde del andén de hormigón y se acordó de otro viaje. De una vez que ella y Alec pasaron a escondidas dos gatitos siameses en la aduana de Johor. Por alguna razón decidieron saltarse las normas.

Miró al hombre que estaba sentado a su lado. No sabía nada de él, pero poco después se fijó en que empezaban a salirle los pelitos en las piernas y las escondió debajo del banco.

Cuando un tren viejo y abollado se detuvo con un chirrido, un inconfundible aroma a jengibre y tamarindo se mezcló con el humo de la locomotora y el olor de la lluvia en el aire.

Subieron al tren, encontraron asientos y le compraron guayaba y galletas de arroz con curry a una mujer con muy poco pelo que llevaba unos pantalones holgados. Lydia vio con sus propios ojos cómo el intercambio informal de comida y otras mercancías no se había interrumpido a pesar de la prohibición. La vendedora llevaba una mochila llena de comida y una cesta con pollos vivos.

—Siempre encuentran el modo de esquivar a las fuerzas de seguridad —dijo Adil.

—¿Y así no llega también parte de la comida a los rebeldes, en la selva?

—No se lo diga usted a nadie —dijo él, levantando las cejas, con los ojos enmarcados por unas pestañas muy tupidas.

La luz se reflejaba en los ojos de Adil, y Lydia vio en ellos por primera vez una calidez sincera. Bajó la vista apenas un segundo, pero cuando volvió a mirarlo algo en los ojos de él había cambiado y ya no traslucían la misma calidez. Lydia tragó saliva, sin saber cómo reaccionar. Nunca se había relacionado informalmente con personas que no fueran blancas, aparte de los subordinados de Alec o de los criados que trabajaban para ella. Y la cena anual en el palacio del sultán no podía calificarse precisamente de informal.

—Coma algo —dijo Adil—. Puede ser lo último en mucho tiempo.

Poco a poco el tren fue tomando velocidad entre un mar ondulante de árboles oscuros. No había lavabos y, en la siguiente parada, una avalancha de gente corrió a esconderse entre los matorrales. Lydia aguantó una risita al ver a los hombres haciendo pis bajo la lluvia y a la vista de todos desde las ventanillas.

Maz iba dormido, entre Adil y ella, con la cabeza en el brazo de Lydia, que se dejaba acunar por el movimiento del tren. De vez en cuando miraba a su compañero de viaje: la mandíbula fuerte, vista de perfil, y los labios cerrados. En una de estas, Adil abrió los ojos y la sorprendió mirando. Lydia volvió la cabeza, muy apurada.

Poco después cayó en la cuenta de que otros la miraban a ella. Un militar alto, que se acercaba con su mujer por el pasillo, se paró delante de Lydia. Medía más de un metro ochenta, era de complexión fuerte y tenía la nariz colorada. Un bebedor, sin ninguna duda.

Saludó a Lydia con expresión de desconcierto, inclinando la cabeza.

—¿Está usted bien?

—Sí, gracias. Perfectamente. Voy al norte.

La mujer del militar hizo una mueca y cruzó los brazos.

—Pero, ¿con su jardinero, querida?

Lydia se abochornó, por Adil.

—Estoy bien. Gracias por su interés. Adiós.

—¡Hay que ver! —exclamó la mujer del militar, acalorada. Su marido la cogió del codo y la empujó para que continuara. Todavía se oían sus protestas cuando llegaron al siguiente vagón.

Lydia suspiró y vio que Adil se estaba riendo.

—¿Quiere usted que pode la adelfa, señora?

Lydia abrió la ventana para aspirar el dulce olor de la selva después de la lluvia, y un delicado aroma a fresa silvestre entró en el vagón. Se echó a reír y todo volvió a ser como antes.

Estaban subiendo una cuesta. Media hora más tarde, con la frente apoyada en la ventanilla, Lydia contemplaba un barranco y un río que pasaba a sus pies. El sol asomó por detrás de las nubes, revelando las ruinas de un palacio en la mitad de la ladera.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Puede ser el palacio del sultán de Selangor —dijo Adil—. Eso significa que estamos en el valle del Klang.

Lydia arrugó la frente. Si sus conocimientos de la geografía inglesa eran elementales, los de la malaya lo eran aún mucho más.

—No estamos lejos de Kuala Lumpur.

Y Lydia se imaginó el mapa que había en el despacho de Alec, detrás de su escritorio. Él a veces señalaba vagamente este o aquel punto, sin demasiado interés en que ella se enterara de algo. No se acordaba bien. Reconocía Johor Bahru, el estrecho de Malaca y la isla de Singapur. Todo eso estaba en el sur. Y al poco de llegar al país habían pasado unos días muy tranquilos en Kuala Terengganu, en la costa oriental. Por aquel entonces eran relativamente felices.

Tenía una idea muy poco exacta de dónde estaba Ipoh, porque su cabeza no estaba para detalles en aquel momento y lo único que recordaba del mapa era los sitios en los que había estado.

—Estamos más o menos a medio camino —explicó Adil, sacando un cabo de lápiz y una agenda manoseada—. Se lo enseñaré.

Lydia levantó con cuidado al niño dormido para cambiar el sitio.

Al sentarse al lado de Adil, notó en su piel un olor a aceite de cedro.

—Mire, Penang está al oeste, casi en frente de Kuantan, al este.

Lydia asintió con la cabeza mientras la silueta alargada de Malasia cobraba forma en el papel.

—E ¿Ipoh?

—Aquí —dijo él, haciendo una cruz—. Un poco más abajo de Penang, y a menos de medio camino de Kuala Lumpur.

«Tan lejos todavía», pensó Lydia.

—¿Hasta dónde nos lleva este tren? —preguntó.

—Eso depende del estado de las vías, pero en teoría llega hasta Tanjung Malim.

Lydia se quedó sin aire.

—Lo conozco. Un amigo dirige una plantación cerca de allí. Jack. Jack Harding.

Por unos momentos se permitió pensar en la sonrisa de Jack. Lo imaginó recorriendo la plantación a grandes zancadas, con aquellas piernas musculosas, balanceando los brazos y con los hombros relucientes de sudor. Y de pronto se acordó de algo que dijo Jack poco después de que se conocieran. Mirándola a los ojos y retorciendo sus manos enormes, dijo: «Qué puñetas, Lyddy. No quiero morir en la selva».

Ella lo besó en la boca, con todas sus fuerzas. No podía resistirse a su sonrisa y su energía, electrizante como una tormenta tropical.

—No te preocupes, cariño —le contestó—. Eso no pasará. Pero, ¿por qué decidiste venir aquí?

—Después de vivir en Birmania, no soportaba la idea de llevar una vida corriente —dijo él.

Jack, de cuarenta y pocos años, procedía de una buena familia y había estudiado en colegios privados, pero dio la espalda a todas esas cosas. Le traía sin cuidado la opinión de los demás. Que piensen lo que les dé la gana, decía, encogiéndose de hombros. Rubio, guapo, llamaba la atención entre la multitud como un gran dios de oro. Lydia no se atrevía a reconocer que desde el principio se había olido que era un hombre difícil.

Era esta imagen de Jack la que perduraba, el recuerdo relajante.

Todo el mundo se dejó adormilar por el ritmo y el calor del tren. Maz parecía dormido, hecho un ovillo al lado de Lydia, pero cuando ella lo miró, el niño extendió la manita y le tocó la pierna.

—Mi madre ahora está en la selva. No la veo —dijo.

Lydia lo abrazó. Pobrecito, pensó, mientras alguien le rozaba el brazo al pasar rápidamente.

Era una mujer malaya que llevaba un bebé atado al pecho, en un chal de algodón, y parecía tener mucha prisa por llegar a la puerta. Al otro lado del pasillo, el revisor pidió en voz alta que sacaran los billetes. Mientras Lydia volvía la cabeza, Adil se levantó de un salto.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

Sin contestar, Adil se abrió camino entre la confusión de pasajeros que se habían levantado para seguir a la mujer y al bebé. Lydia estiró el cuello para ver qué pasaba. Al llegar a la puerta, la mujer extendió un brazo y empezó a empujar la manivela. Para entonces todo el vagón se había dado cuenta y todo el mundo miraba a la mujer.

La puerta se abrió. Lydia tomó aire y se levantó del asiento, cubriéndose la boca con una mano. El tren no había reducido la velocidad; no se acercaban a una estación. Pero la mujer, abrazando al bebé, ya tenía un pie fuera. Se inclinó adelante, preparada para saltar. Adil la cogió del chal en el momento justo, la arrastró hacia dentro y la sujetó con fuerza de los brazos.

Lydia vio que Adil negaba con la cabeza, con gesto preocupado. La mujer agachó la cabeza mientras él le decía algo y volvió a levantarla momentos después con la cara llena de lágrimas. Adil sacó la cartera del bolsillo, señaló al revisor y le dio a la mujer un puñado de monedas y un billete de cinco dólares.

Cuando llegó a sus asientos, el revisor se encogió de hombros y Adil pagó los tres billetes.

—Eso ha estado muy bien —dijo Lydia.

—¿Los billetes? —preguntó él.

—Eso también, gracias. Aunque me refería a esa mujer. ¿Cómo ha sabido que iba a saltar? Podría haberse matado.

—Lo he visto en otras ocasiones. No he hecho nada especial —dijo, restando importancia a los elogios de Lydia, como si se avergonzara.

Pero ella estaba impresionada no solo por su bondad sino por la rapidez con que había reaccionado.

Fuera, el viento levantaba nubes de polvo. Cuando el tren se detuvo en una estación diminuta, Lydia vio un pequeño autobús que esperaba. Los pájaros se desperdigaron con los golpes de las puertas y la gente cargó con su equipaje como una masa en movimiento. Un puñado de los más afortunados se dirigió al autobús. Un cura, que esperaba entre la multitud, sonrió a Lydia. Llevaba en la cintura una cartuchera y de ella asomaba una pistola. En otro tiempo, Lydia se habría estremecido al ver el arma, pero ahora todo el mundo iba armado, y ya apenas se inmutaba. Le preocupaba más el aire cargado de polvo y cómo iban a respirar si no lograban subir al autobús.

Adil encontró asientos de la mitad hacia el fondo.

Lydia suspiró y se secó el sudor que se le formaba continuamente en el nacimiento del pelo. Maz se dio cuenta de que estaba desanimada.

—Eres guapa, señora —le dijo.

Y a Lydia se le llenaron los ojos de lágrimas. Puede que lo hubiera sido. Ahora únicamente se sentía cansada y sucia.

Se oyó un zumbido. Lydia estiró el cuello y, en la carretera, escoltados por la policía, vio una docena de camiones que circulaban despacio.

Adil se asomó.

—Están llevando a los chinos de los alrededores de la selva a un campamento nuevo.

Lydia prestó atención al gemido del altavoz, que el viento traía en esa dirección.

—A los chinos ya no les queda nada en Malasia —añadió Adil—. O los campamentos o el horror de vivir en la espesura.

Lydia sabía, por Alec, que la policía y los militares participaban en aquel programa de realojo.

—¿No empieza a estar la mayoría de la gente a favor del gobierno? —preguntó.

—Bueno, ¿usted no haría lo mismo? Eso no significa que apoyen a los británicos. Simplemente están hartos de violencia.

A Lydia le dolía la cabeza y tenía los hombros agarrotados por la tensión del día. Cerró los ojos y se quedó dormida, esta vez con Maz en las rodillas y dejando un hueco entre ella y Adil. Angustiada por sueños de su infancia en el convento y la continua añoranza de la madre a la que nunca conocería, estaba profundamente sumida en el pasado cuando el autobús dio un frenazo. Abrió los ojos y la mujer del vestido azul desapareció al instante. El autobús se había detenido.

Se espabiló y respiró hondo. Y ahora ¿qué? Se acarició los labios agrietados con el dorso de la mano y los humedeció a continuación con la lengua, pero solo consiguió que le escocieran todavía más.

Adil iba andando por el pasillo. La gente empezó a levantarse, a estirarse y a cuchichear. Maznan no se había movido. La luz declinaba por momentos y unas franjas plateadas asomaban en el horizonte azul oscuro, pero Lydia no veía la carretera. Esperó, tomando ejemplo de los malayos. Habría pasado vergüenza si Alec estuviera con ella, con su exasperación y su envaramiento, tan británicos. Su paciencia se vio recompensada cuando Adil logró volver.

—La policía local nos ha parado. El autobús tiene que dar la vuelta. Han puesto minas en la carretera. No quieren correr riesgos.

Lydia se desanimó. ¿Por qué puñetas era todo tan difícil?

—Pero ¿y mis hijas? Yo no puedo volver.

—He conseguido que la lleven en coche a la plantación de su amigo. Uno de los agentes tiene que ir allí mañana. Ha accedido a llevarla y a salir ahora mismo.

Le dio un vuelco el corazón al pensar que iba a ver a Jack. Se imaginó los montes azules y los valles verdes y oscuros de la plantación, tal como él los había descrito. El chik-chak de las lagartijas en la ventana de su dormitorio y los cantos guturales de las ranas toro. Movió la cabeza de un lado a otro. Jack no era la razón por la que estaba allí.

—¿De qué conoce a Jack?

—Usted me habló de él, ¿no se acuerda? He consultado con la policía que está aquí en el control y resulta que Bert es uno de los agentes destinados en la finca. El niño y usted podrán descansar, comer, dormir y asearse. —Y hubo una pizca de humor en la manera en que miró a Lydia, de arriba abajo—. No querrá que sus hijas la vean con esta pinta, ¿verdad?

En la luz tenue, Lydia se miró los pies llenos de ampollas y las piernas cubiertas de heridas y sonrió con tristeza. Le picaba todo el cuerpo. Dudaba. Era un riesgo demasiado grande. Invadida por una oleada de cansancio, se pasó una mano por la frente y movió los dedos hinchados. Intentó quitarse la alianza.

—No puedo ir con Jack.

Adil la miró con gesto amable.

—Es su mejor opción. El autobús no volverá a pasar hasta dentro de una semana.

—Y ¿usted? ¿No viene?

—No. Yo volveré con el autobús. Nos vamos enseguida.

Lydia suspiró. Le sorprendió descubrir que se sentía decepcionada.

—¿No puedo volver con usted?

Él negó con la cabeza.

—Una semana es mucho tiempo. ¿Qué haría mientras tanto?

Se dio por vencida. Adil tenía razón. De esta manera llegaría antes con Emma y Fleur, pero ¿qué diría Alec si se enteraba?

Apretando la mano de Maz, dejó que Adil le llevara la maleta y los acompañara hasta el coche de la policía, un vehículo blindado donde un corpulento agente británico vestido con ropa de camuflaje fumaba al lado de un sargento de policía sij tocado con un turbante.

Adil señaló al agente.

—Éste es Bert.

Lydia tuvo que cubrirse los ojos con la mano cuando el policía la enfocó con la linterna, para ver cómo era el desconocido que iba a llevarlos. Con la otra mano sacudió el aire, plagado de hormigas voladoras. A primera vista, le pareció que Bert era un hombre cordial, con el pelo ondulado y peinado hacia atrás, y con pecas, como ella.

—Ningún problema. Lo que sea por ayudar a una señora —dijo, con marcado acento de Yorkshire—. De todos modos tenía que ir mañana.

Lydia sonrió sin fuerzas, sorprendida de lo triste que estaba y de la nostalgia de Inglaterra, que la invadió de pronto.

Instaló primero a Maz y luego subió al coche. Iba a cerrar la puerta cuando la duda volvió a asaltarla. Bert ya estaba al volante, con la llave en el motor de arranque, preparado para ponerse en marcha.

—Perdone —dijo Lydia—. Un segundo. —Y bajó del coche en busca de Adil.

—¿Quién es usted? Lo digo en serio. Ha sido usted tan… Tan amable. —Y le acarició la mano. Aunque Adil tenía el rostro envuelto en las sombras, Lydia vio que sonreía y que sus ojos se iluminaban. Tenía una mirada muy profunda y, en ese momento, Lydia pensó que su dignidad y su aire reservado le recordaban a los de los poderosos sacerdotes indígenas de las antiguas leyendas que les leía a sus hijas. Hombres tranquilos, como Adil, pero con corazón de guerreros.

—No tiene importancia. Vivimos tiempos peligrosos.

Se miraron un segundo, y Lydia disfrutó de aquel contacto fugaz.

—Bueno, sea quien sea, quería darle las gracias. Por su amabilidad.

—No hay de qué. Soy un amigo. Recuérdeme así.

Bert conducía por desiertas carreteras asfaltadas. Oscurecía, y, a medida que se adentraban entre los árboles, de vez en cuando vislumbraban el resplandor de una hoguera. Se detuvieron delante de una valla alta, de alambre de espino. Bert apuntó con la linterna hacia arriba y Lydia vio a dos policías que los miraban desde una torre de vigilancia medio escondida entre los árboles, armados con ametralladoras Bren. Bert enseñó sus credenciales a un tercer individuo que guardaba la entrada y que los escoltó hasta la casa. A lo lejos, grandes haces de luz de otras torres de vigilancia iluminaban la plantación.

La carretera de la finca era más larga de lo que Lydia esperaba, pero cuando por fin llegaron a un edificio de dos plantas, intensamente iluminado y rodeado también de alambre de espino, el corazón empezó a latirle cada vez con más fuerza. El guardia abrió otra verja, les dio paso, rodeó una azalea iluminada por una farola y esperó entre las sombras.

La vivienda principal era impresionante, de planta cuadrada, con un porche alrededor, un jardín de tamaño considerable y un anexo a un lado. Lydia no conocía la finca. Siempre había visto a Jack en hoteles, de día, y en un par de ocasiones se había atrevido a llevarlo a su casa.

¿Había sido buena idea ir allí? ¿Qué pensaría Jack al verla aparecer como caída del cielo? Debería haber vuelto con Adil, aunque hubiese tenido que esperar una semana.

En el silencio del vestíbulo, buscó con la mirada, insegura, y respiró muy despacio para tranquilizarse. La casa daba la impresión de estar vacía, con poca vida, y en el vestíbulo no había más adornos que una alfombra china y un par de muebles de madera oscura. Un olor masculino a tabaco y a cera impregnaba el ambiente.

Una muchacha china de ojos serios, delgada, con el pelo sedoso y negro azulado hasta la cintura cruzó el suelo de baldosas. Tenía un tono de piel aceitunado y pálido, unos rasgos delicados y una fluidez de movimientos que traslucía confianza en su sensualidad. Acalorada y sudorosa, Lydia hizo un esfuerzo para sonreír.

—Sí —dijo la joven, en inglés. Mirando de pasada a los recién llegados.

Bert parecía algo cohibido, pero no perdió la cortesía.

—¿Está Jack, por favor?

—Puede que aún esté levantado. ¿A quién debo anunciar?

—Bert Fletcher. Soy uno de los agentes especiales asignados a esta finca. Me esperaba mañana.

Lydia sabía que había habido problemas en la plantación, pero no que Jack necesitara agentes especiales.

—Es solo temporal, después me trasladarán al nuevo campamento —le explicó a Lydia—. Trabajamos en pareja.

La joven se retiró y Lydia se fijó en un lagarto, un gecko de color marrón rosado que estaba cruzando la pared. Se despegó el vestido húmedo de un tirón y ahuyentó a las moscas de la cara con aire distraído. Otro gecko salió corriendo para alcanzar al primero y agarrarse a él. El fugitivo apartaba la cola y trataba de liberarse. Era un buen augurio, y tan absorta estaba observando a los lagartos, para no desmoronarse, que no vio la cara que ponía Jack al llegar al vestíbulo. Cuando dio media vuelta, al oír ruido de pasos, el instante ya había pasado y Lydia se había perdido esta primera reacción, fuera la que fuese. Jack estaba descalzo, con un fino albornoz azul que le marcaba los hombros musculosos, las mangas subidas y el pelo húmedo. Lydia se fijó en sus ojos azules, muy claros, e intentó sopesar qué sentía Jack.

La joven china estaba detrás de él, en silencio, con su silueta menuda y perfecta recortada por la luz de una lámpara de pie que había a sus espaldas.

—Lyddy —dijo Jack, acercándose a ella—. ¿Qué demonios haces aquí?

Consciente de su estado, cubierta de costras y con el pelo sucio, Lydia aguantó las ganas de llorar y confió en ser capaz de adoptar un gesto valiente. Él la miró de arriba abajo, sin disimular su sorpresa. Acomplejada, a pesar del agotamiento, Lydia se alisó el pelo sudoroso.

—Este es Maznan —dijo, sacando al niño de detrás de su falda, a la que se había pegado como una lapa—. Maz, para abreviar. Estoy cuidando de él, por así decir.

Jack parecía completamente desconcertado. Se apartó el pelo rubio de los ojos y, volviéndose a la joven, le habló en chino rápidamente.

Ella inclinó la cabeza y se retiró.

—Lili os preparará un baño y algo de comer. Pareces destrozada. Se acercó a ella y la cogió de los hombros. De repente su expresión se iluminó.

—¿Has cambiado de opinión? —dijo—. ¿Por eso has venido?

Lydia sintió que se echaba a temblar, negó con la cabeza y apretó los puños, para sobreponerse.

Él le levantó la barbilla.

—Entonces ¿qué narices ha pasado?

Lydia se mordió un labio, para aguantar las lágrimas, pero no lo consiguió. Quería que él la cogiera en brazos y la llevara a su cama, pero le había hecho una promesa a Alec. Había elegido.

Jack le secó las lágrimas de las mejillas.

—Muy bien. Ya veo que no es el momento. Tengo que levantarme antes de que amanezca. Volveré a las doce. Ya me lo contarás entonces. Hay dos camas en la habitación de invitados.

Con un gesto de la cabeza se dirigió a Bert.

—El guardia le enseñará adónde ir. Hasta mañana, Lyddy. —Y se despidió de ella con un beso en la frente y una sonrisa fugaz.