24

SEMANAS MÁS TARDE, VOLVIENDO de la poza, Jack animó a Maz a que se adelantara corriendo mientras él aflojaba el paso. El cielo estaba dorado y había un olor dulce en el ambiente. Por una vez era posible olvidarse del manto de moscas que cubría los pestilentes pantanos y de las espinas grandes como ganchos de carnicero que esperaban a clavarse en la carne. Lydia sentía una paz desconocida. Le encantaba la sensación de calor, después del baño de agua fría, y ardía de sensualidad. Le encantaba el roce del cuerpo de Jack mientras buscaban el camino de vuelta.

Jack se detuvo y le cogió la cara entre las manos antes de besarle primero la frente y luego los labios.

—El niño —dijo ella.

—No nos ve. Puede que ya esté en casa.

Ella se dejó besar y poco después siguieron andando despacio, cogidos de la mano.

Cuando llegaron a la puerta, Maz salió a su encuentro con los ojos encendidos.

—Channa me ha abierto —dijo. Y empezó a parlotear y a dar saltos.

Jack se rio.

—¿Qué te pasa, Maz? ¿Tienes hormigas en los calzoncillos?

Lydia lo cogió en brazos y Maz señaló la puerta de atrás.

—Esperad aquí —dijo Jack—. Probablemente no sea nada, pero por si acaso.

Lydia abrazó a Maz. El niño estaba callado. Empezó a sollozar y escondió la cara en el vestido de Lydia. Ella dio un respingo cuando un pájaro graznó en un árbol cercano.

Jack volvió diciendo:

—Más vale que vengas a ver esto.

Lydia entró en casa y se llevó una mano al pecho. El suelo estaba cubierto de porcelana rota, los libros y la ropa revueltos y amontonados, y una enagua cubría la pantalla de una lámpara. Se llenó de rabia al pensar que unas manos extrañas habían tocado sus cosas. Recogió una tetera rota, la lanzó a la papelera y se sintió reconfortada al ver cómo se estrellaba.

—¿Qué buscaban? —preguntó.

Jack negó con la cabeza, irguió los hombros y sacó su revólver.

—Dímelo, Jack. No estoy hecha de cristal.

Él se frotó las mejillas.

—Ni idea. No han encontrado el dinero escondido en el suelo, y aparte de eso y unos cuantos listados de la finca, aquí no hay gran cosa. Nada que justifique este desorden.

Jack avisó a la policía, reparó el agujero en la alambrada y cambió la cerradura de la puerta de atrás, que los intrusos habían forzado para entrar en la casa. Cenaron los tres en silencio y después abreviaron la lectura de cuentos, a pesar de las protestas de Maz, y Lydia acostó al niño antes de lo normal.

En el porche, el repelente de insectos que quemaban de noche desprendía un leve olor antiséptico y amargo que se mezclaba con el del látex y el follaje en descomposición. Lydia observaba las polillas gigantes que revoloteaban alrededor de la única lámpara, alejada de sus butacas. Por lo demás, todo estaba en penumbra y los silbidos de las aves nocturnas en los árboles le causaban inquietud.

—Dentro de un par de días habremos instalado una nueva cerca de alambre de espino —dijo Jack—. La que tenemos está muy vieja. Me temo que hasta entonces la seguridad no será demasiado buena, incluso contando con más guardias.

Lydia hundió los hombros. Normalmente le gustaba tomar una bebida fresca por las noches, sobre todo cuando iban a la poza y la mezcla del sol y el agua fría le causaba picor en la piel. Pero aquella noche todo era muy extraño. Le picaba todo el cuerpo y se le cubrió el escote de las familiares manchas rojas. Jack se frotó los brazos con aire distraído y preocupado.

Mientras tomaba la segunda cerveza Tiger, se decidió a hablar:

—El caso es, Lyd, que hay algo más. He recibido esto.

Buscó en el bolsillo de atrás, sacó una carta y se la dio a Lydia. Ella la miró un par de veces. Era de Jim Dobson, el director de Jack. La leyó en voz alta.

He sabido que una europea y un niño nativo se alojan en tu casa, y me veo en el deber de recordarte tu contrato. Comprendo que se trata de circunstancias especiales, pero te aconsejo que busques una solución, al menos para el niño. En este sentido, te recomiendo a una pareja escocesa que vive cerca de Penang. Dirigen un colegio para niños desplazados y quizá sea posible convencerlos para que lo acepten.

Lydia se sintió desfallecer y Jack hinchó las mejillas y suspiró.

—Jim es un buen tipo. No haría esa recomendación si no tuviera una buena opinión de esa pareja. En todo caso, tengo que darme por aludido. Podría perder mi trabajo, y, como todavía no he ahorrado lo suficiente, la penalización sería muy alta. Si lo miramos por el lado bueno, el mar en Penang es fantástico y podríamos ir de vez en cuando.

Lydia levantó la vista al cielo negro como la tinta y se vio en una playa, con una mujer que llevaba un vestido azul: la mujer que siempre había creído que podría ser su madre. No estaba dispuesta a permitir que Maz no tuviese más contacto con ella que alguna visita de vez en cuando.

Miró a Jack a los ojos.

—O sea, estás diciendo que yo puedo quedarme, pero él tiene que irse.

Jack carraspeó y se le tensaron los músculos del cuello.

—Ya conoces el trato. Ni mujeres, ni niños. Al menos en la primera fase.

—Maz no se puede ir. Me necesita.

—Tengo que ver a Jim mañana. Hace tres semanas que recibí esta carta.

—Tendrías que habérmelo dicho.

—Veo que te has encariñado con el niño, y las cosas iban cada vez mejor. No quería… —Se encogió de hombros.

Lydia estaba acostumbrada a que Jack durmiera con un arma al lado de la cama, pero aquella noche le pareció un mal presagio. Las cosas estaban tranquilas en general, pero últimamente tenía la sensación de que quizá estuviesen todos en peligro. La policía prometió a Jack reforzar la vigilancia, y Lydia confiaba en que ya estuvieran protegiendo el perímetro de la plantación.

No oyó que Jack se levantaba, a pesar de lo mal que durmió, pero se despertó a media noche, sobresaltada, y vio que él no estaba en la cama. Se puso la bata y fue al salón.

Encontró a Jack apoltronado en el sofá, con las gafas de leer en la punta de la nariz, el arma en las rodillas y el libro que había estado leyendo a sus pies. La miró por encima de las gafas y sonrió con un solo lado de la boca.

—Dime la verdad, Jack. ¿Qué narices está pasando? Apestas a whisky.

—No podemos seguir así.

Ella frunció el ceño. Jack tenía una mirada febril.

Echó un vistazo alrededor de la habitación y estampó el puño, con fuerza, contra la palma de la mano.

—¡Nos largamos y listo! ¡A la mierda el maldito contrato!

—¿Nos largamos? ¿Adónde? —dijo Lydia.

Él hizo una mueca triste.

—Estoy harto, Lyd. De los mosquitos, del calor, de los pantanos. Sobre todo de los puñeteros árboles del caucho. Larguémonos y se acabó. Podemos llevarnos al niño. Decir que es nuestro.

—¡Sí, claro!

—¿Por qué no? Tú misma dijiste que no encaja en ninguna parte, que no es chino, ni malayo, ni blanco.

Lydia notó que estaba más demacrado y pálido de lo normal. De pronto parecía destrozado.

Jack cogió la pistola y se apuntó en la sien.

—Pum —dijo—. ¡Pum, pum, pum! —Y tiró el arma encima de la mesa.

Lydia se acercó y le acunó la cabeza.

—¡Ay, Jack!

Él seguía mirando la pistola.

—Tú mismo acabas de decirlo —dijo Lydia con dulzura—. ¿No están las cosas algo mejor? Entre nosotros, me refiero.

Hubo un largo silencio. Cuando Jack se deprimía, su tristeza era normalmente más reservada.

Al final se encogió de hombros.

—Es por culpa del alcohol. Ya sabes que haría cualquier cosa por ti, Lyddy.

Cogió la pistola, cogió también a Lydia en brazos y la llevó a la cama. Mientras que Jack se quedó dormido al instante, ella siguió despierta, abrazada a él, atenta a su respiración.

Jack se marchó a una reunión, a primera hora de la mañana, y Lydia empezó a recoger la casa. Daba un respingo cada vez que oía crujir la madera. En el salón, hojeó el libro que estaba leyendo Jack: Guía de supervivencia. En el suelo del vestíbulo encontró un libro de cocina inglés, con la puntas de las páginas dobladas en la receta del estofado de buey y el budín al horno. A Jack le sentaría bien una comida inglesa, le levantaría el ánimo.

Preparó unas tortitas con canela y azúcar y luego fue a despertar a Maz. «Comeremos en el porche observando a las lagartijas», pensó, y miró por la ventana del vestíbulo antes de abrir la puerta de Maz. La casa seguía envuelta en una densa niebla.

Entró en el cuarto del niño.

La ventana estaba abierta de par en par y la cama vacía. Se le aceleró el corazón. Aquello no era propio de Maz. Siempre cerraba las persianas; sabía que ellos cerraban para que no hiciese demasiado calor dentro. Lydia cerró las persianas y empezó a llamar al niño por todas partes. No había ni rastro de él.

En el porche giró bruscamente sobre sus talones al oír un crujido en las ramas, pero no vio nada. Sentía la presencia de la selva a su alrededor.

Echó a correr por el pasillo cubierto. Encontró a Channa en su sala de estar, sentada en el suelo, con las piernas cruzadas y los ojos cerrados.

—¿Está Maznan contigo? —preguntó—. No lo encuentro.

Channa la miró con una expresión de calma y concentración en sus ojos profundos de color castaño. Negó con la cabeza y se levantó.

—La ayudaré a buscarlo.

—¿Crees que podría ser algo grave? Lo digo por el ataque de anoche.

Channa puso una mano en el brazo de Lydia.

—Seguro que anda cerca. Voy a mirar detrás de la casa.

Lydia asintió y siguió llamando a Maz. Siempre le decían que no se alejara, pero ¿y si le hubiera dado por ahí? ¿Si se hubiera perdido y no supiera volver?

Channa apareció por donde se había marchado.

Lydia fue a su encuentro con impaciencia.

—¿Has visto algo?

Channa tendió la mano, con la palma abierta.

Lydia aspiró hondo mientras cogía los abalorios de Maz.

—Estaban en el camino —dijo Channa—. Cerca de la alambrada rota.

—¿Es posible que se haya escapado? —preguntó Lydia, mirando al otro lado de la valla que rodeaba la casa.

—El niño está feliz aquí. No se ha escapado.

«Tiene razón —pensó Lydia—. Aquí se siente en casa. No se marcharía solo».

Channa apretó el hombro de Lydia. Cruzaron una mirada, como si las dos supieran lo que pensaba la otra. Pero Lydia no se atrevía a decirlo. Channa movió la cabeza a un lado y a otro y Lydia tragó saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta. Le vino a la cabeza una imagen de Maz, sonriente, mientras escribía las letras y se reía con los dibujos de los animales.

—Los insurgentes —dijo por fin.

Channa se encogió de hombros, pero la expresión de sus ojos indicó a Lydia que era eso lo que pensaba.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó.

—Volver a casa —dijo Channa—. Esperar.

—Llamaré a la policía.

Entraron en casa. Era inútil salir en busca de Maz sin un guía. La plantación abarcaba una extensión de varios kilómetros y, para un ojo inexperto, era idéntica en todas partes. Interminable, interminablemente idéntica.

Explicó por teléfono la situación con la mayor tranquilidad posible y consiguió aguantar el llanto, pero al dar el nombre completo de Maz, se le llenaron los ojos de lágrimas y rompió a llorar. Se llevó una mano a la sien. Un recuerdo de su antigua casa vacía asaltó su memoria y sintió que se mareaba. Malaca: sus hijas muertas. Se ahogaba. Otra vez no. Seguro que no era eso. No podía pasar por segunda vez.

—¿Es su hijo, señora? —preguntó el agente.

—No. Estoy cuidando de él —dijo Lydia con voz quebrada.

—Un momento, señora. —Hubo un silencio, hasta que el policía preguntó—: ¿Es inglés, como usted? Maznan Chang no es un nombre inglés.

—No. Es mitad malayo mitad chino.

El policía chasqueó la lengua.

—Haremos lo que podamos.

Lydia colgó el teléfono y salió de nuevo al jardín, con la esperanza de ver a Maz. Una mariposa se posó en su rodilla, y otra vez volvió a sentir un nudo en la garganta.

Cuando Jack volvió a comer, Lydia estaba sentada en el porche, acunándose adelante y atrás.

—Eh, Lyddy. ¿Qué narices pasa?

Lydia se quedó quieta.

—Maz ha desaparecido.

Jack resopló con fuerza.

—Lo que nos faltaba.

—¿Es posible que se haya ido a la aldea con tu chófer?

Jack se dejó caer en una butaca y se recostó.

—Channa es su mujer. Ella debería saber si el niño se ha ido con Tenuk.

—¿Y si no lo supiera?

—Supongo que lo sabremos cuando vuelva Tenuk.

Lydia se levantó, mirando a Jack fijamente.

—¿No te preocupa?

—Claro que me preocupa —dijo él, con un suspiro.

—¡Pues tienes una manera muy curiosa de demostrarlo!

Después de lanzarle esta acusación, entró en la casa dando un portazo y se sentó en el borde de la bañera, culpándose de todo. No debería haber llevado a Maz allí. Vio fugazmente las caras preocupadas de sus hijas, nítidas como un cristal, como si estuvieran a su lado: Emma parecía alterada y Fleur se mordía las uñas. La imagen se alejó y las mejillas de Lydia se llenaron de lágrimas.

Jack entró y le tendió la mano.

—Lo siento.

Ella le cogió de la mano y se estremeció.

—¡No puedo más, Jack! ¿Qué han hecho con él?

—Lo encontraremos. Te lo prometo.

Jack la abrazó con fuerza un momento, le dijo que se tranquilizara y se fue a buscar al niño, con dos de sus ayudantes.

Lydia se secó las lágrimas y se miró en el espejo.

Pasó la tarde. El crepúsculo. El viento arrancaba las hojas de los árboles y levantaba remolinos de tierra. Lydia paseaba por el porche arriba y abajo. Los huecos entre los árboles ya empezaban a oscurecerse. Se frotó las sienes y pensó en los pantanos plagados de insectos rabiosos por morder. ¿Y si de verdad los rebeldes se habían llevado a Maz? ¿Y si lo obligaban a atravesar los pantanos, con agua y fango hasta el pecho? Pensó en sus inhóspitos campamentos secretos, en los bandidos que se comunicaban imitando el canto de los pájaros y en el alambre con que estrangulaban a la gente.

Lydia se sobresaltó. Se imaginó los rostros delgados y oscuros de aquellos hombres que no comían nada más que un cuenco de arroz. ¿Cómo iba a sobrevivir Maz?

Relajó los músculos tensos y se dijo que estaba dejándose llevar por la imaginación. Quizá Maz estuviera con su madre. Escudriñó entre los árboles, pero todo se había vuelto negro. Nada parecía familiar cuando caía la oscuridad. La selva acechaba, enorme y negra, rebosante de vida hostil. Y Lydia sabía que, a menos que la luna llena iluminara los túneles de árboles, o a menos que salieran las estrellas, la oscuridad era propicia para degollar gente y robar niños.