5

PAPÁ NOS DIJO QUE NO nos moviéramos y que esperásemos en la cubierta, al lado de unas escaleras metálicas, mientras él bajaba a hablar con el encargado de nuestros camarotes. Yo me quedé muy quieta, atenta a los ruidos.

—Calla —le dije a mi hermana, mientras nos apoyábamos en las barandillas húmedas y mirábamos al fondo de la escalera—. ¿Lo oyes?

—No —dijo Fleur, haciendo una mueca.

Arrugué la frente. No era difícil oír el eco de las pisadas abajo, en las pasarelas impregnadas de salitre.

—Este barco está embrujado —susurré, y puse cara de susto. Mi hermana movió los ojos a todos lados y dio media vuelta.

—Lo siento. Vamos, Miliflor, tenemos que correr.

El nombre favorito de mamá era Emma. En sus pendientes de lagartija llevaba grabadas las letras E y M. EM era mi nombre abreviado, pero también el segundo nombre de Fleur, Emilia, a quien yo a veces llamaba Flori Mili o Miliflor.

Echamos a correr por la cubierta, llamándonos a gritos, y cuando nos quedamos sin resuello nos doblamos por la mitad, sujetándonos los costados. Después nos incorporamos y nos quedamos mirando el mar, que se estaba tragando el día a medida que el sol rojo se iba hundiendo en el agua. Unas manchas de color rosa y amarillo cabeceaban en el agua negra como el regaliz, y las voces de las gaviotas llegaban hasta la cubierta desde el muelle.

—Mira a los vendedores que pasan en sus sampanes —dije.

—¿Qué son sampanes?

—Esas barcas, tonta. ¿No lo ves?

Nos pusimos a gritar, mientras los sampanes se apartaban del camino de los barcos más grandes y se acercaban al costado del nuestro, con las luces de sus faroles reflejadas temblorosamente en el agua. Los hombres se ponían de pie, voceaban y hacían llegar sus mercancías en cestos grandes. Los marineros nos echaron de allí, pero antes de irnos tuvimos tiempo de ver las babuchas orientales, cubiertas de lentejuelas y de abalorios brillantes. Para Fleur y para mí, que íbamos correteando por todas partes, el barco era como un cuento de hadas… Hasta que tropezamos con nuestro padre.

—No quiero estropearos la diversión —dijo—, pero aquí no se puede correr así.

—Pero, ¡papá!

—Nada de peros, Emma.

—No nos acercaremos al agua —suplicó Fleur.

—Buen intento, cariño, pero no cuela. No podéis salir a cubierta si no es con un adulto, y menos aún de noche. Nunca solas. Además, creo que os dije que esperaseis al lado de las escaleras.

—No es justo —refunfuñé.

—Lo digo en serio, Emma. Puede pasar cualquier cosa.

No dije nada, aunque esperaba oír voces fantasmagóricas por detrás de las hamacas de cubierta, y me imaginé que una sombra se acercaba sigilosamente y me empujaba. Eso o que el mar me arrastraba de la cubierta y me llevaba hasta el lugar donde Orfeo bailaba con los duendecillos de las aguas. En el colegio había aprendido quién era Orfeo.

—¿Emma?

—Vale.

Entramos con él, pero yo crucé los dedos por detrás de la espalda. No pude evitarlo. Me encantaba el mar cuando el cielo se volvía primero púrpura y luego negro como la tinta.

En secreto me dije que aquello era una aventura y esperé hasta que Fleur se quedó dormida. Entonces me escapé del camarote, subí a cubierta sin hacer ruido por la estrecha escalera metálica y esperé hasta que no hubo nadie a la vista. Fui corriendo a uno de los botes salvavidas. Estaba bastante alto, pero alguien había dejado una caja de madera debajo, así que me subí a ella, me agarré al bote y me colé de cabeza. Me tumbé de espaldas a contemplar el cielo. El aire seguía siendo templado y el cielo estaba lleno de estrellas. El bote se movía si yo me movía y decidí quedarme muy quieta, como el mar.

Me acordé de cuando me tumbaba en la hierba, en nuestro jardín, y veía pasar las nubes como bolas de sorbete de limón. Tenía que recordar el mayor número de cosas posible, porque no sabía cuándo volveríamos. Entonces, una vocecita me habló dentro de la cabeza: «Si es que vuelves». Me senté y seguí contemplando el mar. Me abracé y respiré el aire salado. Tenía ganas de saltar al agua y volver nadando adonde estaba mi madre. Pero el mar tranquilo me sosegaba, y me quedé en el bote salvavidas hasta que empecé a tener frío.

Compartíamos mesa con el señor Oliver y su hermana. Ella se llamaba Veronica y él Sidney. Veronica era alta y delgada, casi tan alta como papá. Llevaba unas faldas de vuelo muy elegantes. Era rubia, con el pelo rizado, y tenía la voz suave. Se tocaba mucho el pelo, para no despeinarse. Los dos tenían la piel muy blanca, como si hubieran vivido escondidos del sol de Malasia, aunque las mejillas de Veronica eran más sonrosadas, del mismo color que las cuentas de cristal de su collar. Parecía que le caíamos bien, sobre todo mi padre. Le sonreía, con unos ojos azules muy bonitos, y le reía todas las gracias.

El señor Oliver y Veronica se retrasaron a la hora de comer, y estábamos solos en la mesa. Mientras esperábamos, papá nos contó que Veronica tenía un apartamento en Londres, pero que vivía en otro sitio, en Cheltenham, no muy lejos de donde íbamos nosotros. Nos dijo que Veronica había tenido una vida muy triste y nos pidió que fuéramos cariñosas con ella. No tenía hijos, y su marido, que era director de un colegio, había muerto por culpa de una enfermedad que se llamaba el cólera.

—¿Qué es el cólera? —pregunté—. ¿Hace que se te salten los ojos?

—No, Emma, no —contestó, él con un hondo suspiro—. Solo te hace sentir muy cansado y la piel se te vuelve gris, y cada vez te sientes peor.

—Y luego te mueres.

—Probablemente —asintió.

Sonaba como música de fondo una canción de Doris Day que era de las favoritas de mi madre: Secret Love. Me ponía triste cuando pensaba en ella, tan guapa: con la cara ovalada, los ojos de color avellana, salpicados de motas verdes y azules como la cola de un pavo real, y una ceja un poquitín más alta que la otra. A mí me gustaba ver cómo intentaba poner las dos cejas a la misma altura. Pero nunca lo conseguía.

Había comida malaya, con aquel olor dulce a hojas de lima kaffir que a mí me encantaba. El budín no era nada del otro mundo, pero comí demasiado melocotón melba, de postre, y me dolía la tripa. Pedí permiso a papá para ir a acostarme al camarote.

Veronica le sonrió. Papá siempre estaba bronceado, porque pasaba mucho tiempo al aire libre, pero también algo arrugado y seco, y llevaba unas gafas redondas, con montura de carey. Me fijé en que últimamente se arreglaba más de lo normal.

—Yo cuidaré de Fleur, si quiere —dijo Veronica, con voz burbujeante—. Así Emma podrá dormir tranquilamente y cuando se despierte se encontrará mejor.

Me acosté encima de la colcha de chenilla azul. Me zumbaban los oídos. Estaba en la litera de abajo, en la de Fleur, porque no tenía ganas de subir la escalerilla con aquel dolor de tripa. El camarote, diminuto, olía a salitre y a aire rancio. Se oía el rumor del barco y los golpes de las olas en los costados. Cerré los ojos y pronto me quedé dormida con el ruido del motor.

Al cabo de un rato llamaron a la puerta y entró el señor Oliver. Me imaginé que venía de parte de mi padre, para ver cómo me encontraba, pero me sorprendió de todos modos que viniese él en lugar de su hermana.

Se sentó en el borde de la litera, sin aliento, resoplando.

—Échate un poco hacia allá, amor —dijo, con una sonrisa.

Tenía la cara tan cerca de la mía que le veía la nariz, cubierta de venas rotas.

—Cierra los ojos, cariño —dijo. Y empezó a acariciarme la frente, con mucha dulzura. Yo me olvidé de que era él, y al principio me gustó. Me recordó a mamá. Poco a poco fui cayendo en una especie de sueño enfermizo. Echaba muchísimo de menos a mi madre, y papá no decía cuándo volvería con nosotros. Pero después noté una sensación extraña en la tripa y las piernas. Pasaba algo raro, y respiré cuando el señor Oliver me dejó sola.

Cuando llegamos al golfo de Vizcaya, el cielo estaba cubierto de nubes plateadas, y el barco se movía mucho a la hora de comer. El señor Oliver no paraba de apretujarme y, una vez, por debajo de la mesa, me tocó el muslo desnudo con una mano sudorosa. No me gustó. Me aparté de él y apoyé la espalda en el asiento. Me guiñó un ojo y me ardieron las mejillas. Estaban todos muy ocupados, hablando del tiempo, y nadie se fijaba en mí.

Después de comer me quedé en la cubierta, viendo cómo el mundo se volvía negro. Por suerte para mí, el señor Oliver no era un buen marinero y fue el primero en desaparecer en su camarote. Después se mareó Fleur, y papá y Veronica la llevaron a su litera. Papá me dijo que fuera con ellos, pero yo quería estar sola, y me quedé en la cubierta. Hice muy bien. Las olas eran cada vez más grandes; la cubierta temblaba y se estremecía, y hasta algunos marineros se marearon.

Guardando el equilibrio con las piernas, yo gritaba cuando las olas enormes pasaban volando por encima de la cubierta y me zarandeaban de un lado a otro. Las gaviotas se desgañitaban, el viento rugía y conseguí olvidarme de la mano caliente del señor Oliver, incluso me olvidé de que nos habíamos marchado sin mamá. Me quedé en la cubierta, respirando a bocanadas el aire con olor a salitre, pasando la mano por la costra de sal que cubría las barandillas y chupándome la punta de los dedos. Sabían a pescado y a sal, igual que olían.

El resto del viaje pasó muy deprisa y el último día me desperté antes de que amaneciera. Me subí a una silla para mirar por el ojo de buey del camarote y vislumbré una forma alargada y oscura a lo lejos. Mi primera imagen de Inglaterra. Esa mañana, cuando el barco atracó, subí a la cubierta resbaladiza. Estuve un rato contemplando el cielo pálido y después cerré los ojos, recé una oración por mi preciosa madre, le mandé un beso a través del mar y le pedí que viniera muy pronto.

El puerto de Liverpool estaba abarrotado de gente y olía a grasa. Unos hombres con gorras de paño ataban los cabos alrededor de unos topes de metal enormes que había en el muelle, y por todas partes resonaban campanas, ruedas y voces de los vendedores de periódicos, mientras las grúas descargaban cajones de madera y los soltaban al suelo con un porrazo. La mayoría de la gente gritaba. Había que apartarse de un salto, porque la niebla era tan densa que no se veía nada. Papá explicó que era una mezcla de niebla y de humo.

Yo me sentía muy pequeña y aspiré con fuerza mientras esperaba, como si aquel futuro tan luminoso que papá nos había prometido fuese a venir a mi encuentro. Pero no vino. Olía mal, hacía frío y el cielo estaba gris. Hasta ese día yo no sabía lo que era el gris. Quería cogerme de la mano de mi madre, ver su sonrisa y oír que me decía: «Todo va a salir bien. Ya lo verás».

Papá también decía eso cuando me veía desanimada, pero no era lo mismo.

Tuvimos que despedirnos con un beso de Veronica y del señor Oliver, que estaba de color verde. Yo apreté la cara con todas mis fuerzas y en cuanto puede me fui corriendo hasta el borde del muelle. Estábamos en febrero, hacía un frío helador y la carrera me hizo entrar en calor.

—No te acerques demasiado al borde —gritó papá.

No llegué muy lejos. Me dolían los pies. Fleur y yo estábamos acostumbradas a jugar en chanclas o descalzas, y papá se reía y decía que éramos unas niñas salvajes. Ahora llevábamos unos zapatos marrones, con una tira y un botón. Y unas medias largas que picaban. Las dos nos quejábamos mucho, pero al menos pudimos ponernos las chaquetas de lana roja que nos había hecho mamá para cuando volviéramos a Inglaterra. Hasta entonces solo habíamos hecho un viaje, que yo recordara, y guardaba una idea muy vaga de aquel país.

Pensar en mamá me daba muchísima pena.

Papá seguía sin dar explicaciones de su retraso, y allí mismo, en el muelle, volví a preguntar por ella.

Se quitó las gafas, se las limpió en la manga, hinchó las mejillas y se limitó a decir:

—De momento no está aquí. Me temo que no puedo decirte nada más.

—Pero ¿cuándo vendrá?

—No lo sé, Emma.

—¿Le dejaste la carta que le escribí?

—Claro.

Pensé que tenía que haber algún motivo para que mamá se hubiera retrasado, y que papá no decía nada para no hacer promesas que pudieran decepcionarnos después, en caso de que se equivocara. Sin embargo, mi imaginación seguía buscando explicaciones. Veía a mi madre en todas partes. Incluso en la sala donde tuvimos que esperar a que viniera un mozo de equipaje. Había mucha corriente y me escocían los ojos, por culpa del humo y del hollín. Y aunque mamá en realidad no estaba allí, yo me imaginaba una línea muy fina que daba la vuelta al mundo. Era un hilo invisible que iba de oeste a este y regresaba al punto de partida: un extremo del hilo estaba atado al corazón de mi madre, y el otro al mío. Y yo sabía que, pasara lo que pasara, aquel hilo jamás se rompería.