11
LYDIA OÍA QUE EL NIÑO, unos pasos por delante, seguía parloteando en malayo. Mientras se abría camino a través de la maleza esponjosa, bajo el inmenso dosel de los árboles, un pájaro fluorescente graznó justo encima de su cabeza. Lydia dio un salto y se acordó de los espíritus de Em, astutos como cangrejos que se metían en la sangre a escondidas y la enfriaban. Recuperada del susto, tuvo que pelearse con la nube de insectos que zumbaban a su alrededor. Recordó su romántica idea inicial de cómo sería la vida en Malasia y se paró en seco.
No tenía nada de idílico. Había ruidos y malos olores. Y daba miedo.
Miró atrás y vio las siluetas de los árboles negros recortadas contra un cielo amarillo y, tras oír un crujido, a pesar del griterío de las cigarras y los grillos, vio al pasajero euroasiático que le había llamado la atención en el autobús. Venía detrás de ella, con el andar despreocupado de los malayos. Lydia se tensó y buscó al niño con la mirada.
—Cuidado con las malu-malu —dijo el desconocido, señalando una alfombra de preciosas flores de color rosa—. Tienen espinas en los tallos.
Lydia asintió, tomando nota de la voz grave, los ojos rasgados y los rasgos bien definidos de un hombre inteligente. No tenía las facciones sencillas de los malayos sino unos rasgos más complicados, de aspecto más occidental.
Notó un olor a humo de leña y poco después vio a Maznan, en la entrada de la aldea, saltando a la pata coja, parecidísimo a Mowgli, el niño de El libro de la selva: con las rodillas y los codos muy marcados y el pelo largo y revuelto. Maznan sonrió cuando Lydia llegó a su lado y le alborotó el pelo.
Siguieron adelante entre los huertos que rodeaban el kampong y llegaron a las viviendas con tejado de paja, construidas sobre altos pilares de madera. Lydia se apartaba de las aves de la selva que picoteaban entre la tierra.
—Son pollos —se rio Maznan.
—Nunca había visto pollos de un metro de alto.
El niño movió la cabeza a un lado y a otro, sin dejar de sonreír.
—¿Qué significa malu-malu? —preguntó ella.
—Es una flor tímida —dijo Maznan. Y levantó los brazos, imitando con las manos la forma de los pétalos al cerrarse.
Lydia decidió guardar las distancias con los búfalos que pastaban en los alrededores, aunque le reconfortaba la sencillez de la vida doméstica, y se dijo que había acertado al tomar la decisión de ir con el grupo. Al menos de momento estaban a salvo.
En los dos puentes estrechos que cruzaban el arroyo, los niños intentaban cazar a las resplandecientes luciérnagas, brincando y dando vueltas como una peonza, y aplaudiendo cuando fallaban por poco. Aquello no se correspondía en absoluto con la descripción de Alec de las aldeas nativas. Infestadas de ratas, decía. Plagadas de enfermedades.
«Son unos vagos de tomo y lomo», decía él cuando Lydia elogiaba la serenidad de los malayos.
Alec había invertido mucho en la Administración Británica, en su trabajo, en la vida al aire libre, en el club. Aspiraba a ser como George, Harriet, de esa clase de gente. Todos pensaban igual. «¿Quién iba a decirme que terminaría aquí?», se dijo. Olía a aceite de coco y se oían voces que cantaban en malayo al son de una música tintineante y delicada.
Maznan corrió a hablar con dos hombres que vestían sarongs de color naranja tostado y al momento hizo señas para indicarle a Lydia que lo siguiera. Al ver que ella dudaba, el niño volvió atrás y la cogió de la mano. «¿Es aquí donde tengo que dejarlo?», pensó ella, mientras Maznan la arrastraba a una cabaña.
Una mujer joven, con los típicos ojos dulces, la cara redonda y la piel de seda, ofreció a Lydia un cuenco de agua templada.
—Lela —dijo, presentándose. Maznan le explicó a Lydia que el cuenco era para que se lavara la cara y las manos, pero ella cogió al niño y empezó a quitarle la camisa.
—¡No! —protestó él.
—Solo quiero lavarla, Maznan. ¿No me dejas?
Maznan frunció el ceño, como si sopesara las palabras de Lydia.
—¿Solo lavarla? ¿No te la vas a llevar?
—No, cariño. No me la llevaré. Te lo prometo.
El niño no se resistió más y se dejó quitar la camisa. Lydia le lavó la herida del costado y después lo enjabonó y lo aclaró de arriba abajo. Con otro cuenco de agua se lavó los restos de vómito de la cara y la falda.
Una luna creciente y finísima destacaba en el cielo anaranjado. A medida que iba oscureciendo, se encendieron farolillos en toda la aldea. Lydia pensó que pronto les darían de comer y que comerían al aire libre, junto al fuego, si no había entendido mal. Maznan se lo confirmó, con una gran sonrisa.
—Bolas de arroz —dijo, relamiéndose—. Están muy ricas.
Lydia sonrió y le cogió de la barbilla. Los niños eran iguales en cualquier parte del mundo. Y le invadió la nostalgia de sus hijas, como una ola que se derramaba sobre sus hombros y la sacudía hasta las botas. Se acordó de cómo sonaban sus risas cuando se cantaban la una a la otra en la bañera. ¿Cuánto más tiempo pasaría sin ellas?
En la oscuridad, las luciérnagas levantaban el vuelo con un destello sincronizado, iluminando un árbol tras otro a lo largo de la orilla, pero Lydia se sentía perdida; no le faltaba un brazo o una pierna, como decía la gente: le faltaba el corazón.
Esa noche se acostó en su improvisada litera a la luz azulada de la luna que entraba por la ventana sin cristales. Maznan se acurrucó a su lado y Lydia lo abrazó, con ánimo protector, antes de que sus pensamientos volvieran nuevamente a sus hijas. Lloró al imaginarlas dormidas en su cama, protegidas por sus mosquiteras pero no por su madre.
Maznan le secó las lágrimas con los dedos, y Lydia le cantó entonces una canción para que se durmiera y después rezó una oración por sus hijas, de quienes la separaban muchos kilómetros de selva hostil.
La imagen vaga de una mujer con un vestido azul claro, con flores de un color más oscuro en el dobladillo, deambuló por sus pensamientos. Estaba en una playa y la falda le acariciaba las pantorrillas. Quería que la imagen se volviera más clara. Pero no. No lo conseguía. Se aferró de todos modos a aquel recuerdo enterrado por los muchos años que había pasado en el internado de St. Joseph. Cuando preguntaba quién era aquella mujer, las monjas cambiaban de tema, y ella tenía que conformarse con su imaginación. Poco a poco dejó que el recuerdo se borrara, y, a pesar del calor sofocante, le sorprendió lo bien que durmió esa noche. La paz de la aldea se llevó el terror del día muy lejos de allí.
Se despertó cuando el amanecer iluminaba las paredes de la cabaña y la brisa traía un aroma a piñas y mangos maduros. Salió a olfatear el aire y encontró a Maznan contando las veces que saltaba por encima de los restos de la hoguera de la noche anterior. Lydia se rio de los gritos de fingido terror del niño, pues sabía que las brasas estaban frías. Era muy temprano, pero ya se veía a los hombres trabajando en los huertos, doblados por la mitad, y a las mujeres barriendo alrededor de sus cabañas.
—Maznan —llamó.
El niño la miró, sonriendo, y echó a correr para llevarla a ver las cabras. Juntos llegaron a un claro en el que pacía un pequeño rebaño de cabras de color crema.
—Ocho —dijo Maznan—. Puedes tocarlas.
Lydia tendió una mano cauta hacia una de las más pequeñas.
—Las crías no muerden —se rio el niño.
Lela salió con un taburete para Maznan y otro para ella. Lydia se quedó pasmada de la habilidad del niño para ordeñar a las cabras, y una vez más se preguntó si aquel era un buen sitio para dejarlo. No era fácil saberlo. La muchacha no se había explicado con claridad.
—Señora —dijo Maznan, animándola—. ¿Quieres probar?
Lydia negó con la cabeza y vio la decepción en los ojos del niño.
—¿Te gustaría quedarte aquí? —preguntó.
—¿Cuánto tiempo, señora?
—Puedes llamarme por mi nombre, Maznam. Soy Lydia.
—Sí, señora. Y tú puedes llamarme Maz.
Lydia suspiró.
—Te pregunto si te gustaría vivir aquí, Maz, hasta que tu tía pueda venir a buscarte.
El niño la miró con ojos vigilantes.
—No es mi tía, señora. Iré contigo.
Lydia miró al niño y movió la cabeza. Se había dejado llevar por la compasión cuando lo encontró en su casa, y ahora tenía montones de cosas en las que pensar.
La muchacha, mitad malaya mitad china, le pidió que lo llevara a un kampong malayo o a una aldea de repoblación china, donde tenía parientes. Pero había muchas de esas aldeas y la muchacha no había especificado cuál. Lydia no podía ir con Maz hasta Ipoh y aquella era una aldea feliz, a pesar de la Emergencia. Pensó si no habría sido mejor entregarlo a la policía desde el principio, pero la imagen de sus hijas encerradas en una celda le hizo desterrar por completo semejante ocurrencia.
El niño seguía mirándola con una expresión de esperanza en sus ojos claros.
—Pero tienes que quedarte con los tuyos, hijo. Yo estoy buscando a mi familia.
Maz dejó de ordeñar para acercarse a Lydia y cogerla de la mano.
—Por favor —dijo, con los ojos llenos de lágrimas—. Aquí no tengo familia.
Lydia se fijó en las golondrinas que revoloteaban alrededor. Oyó los trinos de los pájaros, los balidos de las cabras, el piar de los pollos y un ruido sordo de fondo. Al otro lado de la hoguera se encontraba el hombre alto, entre los árboles, mirándola sin pestañear con sus ojos oscuros. Lydia lo miró y él saludó con la cabeza. El día anterior, después de que él la alcanzase en el camino, habían recorrido juntos, en un silencio tenso, los pocos metros que los separaban de la aldea, pero desde entonces Lydia solo lo había vuelto a ver a la hora de cenar. El desconocido seguía mirándola a los ojos.
Lydia fue la primera en apartar la mirada. Él se acercó entonces directamente, con un movimiento fluido, como si tuviera las articulaciones bien engrasadas. Como un atleta. Como un corredor. Le tendió una mano firme.
—Me llamo Adil —dijo.
Lydia asintió, retiró la mano sintiendo un ligero cosquilleo y posó la vista en el suelo. Sin embargo, antes se había fijado en los pómulos altos, la nariz fuerte y los ojos de color negro azabache enmarcados por unas cejas bien dibujadas.
—¿Por qué tendieron una emboscada al autobús? —preguntó Lydia, por decir algo.
—Extorsión y ejecución. Después quemarán el autobús si la compañía no los «subvenciona».
—¿Está al corriente de estas cosas?
El hombre se encogió de hombros.
Aunque no parecía demasiado joven (debía de rondar los cuarenta), no tenía arrugas en la frente y, tal como había observado en el autobús Lydia, llevaba el pelo rapado. Dos líneas iban desde los bordes de su nariz a la boca de labios carnosos. Era delgado, pero ancho de hombros, y a pesar de lo oscura que era su piel, no era fácil descifrar su nacionalidad.
—¿Adónde va usted? —preguntó.
—A Ipoh. Voy a reunirme con mi marido.
Y el hombre se rascó la barbilla.
—Ah, en ese caso iremos juntos. Es un viaje complicado. Yo también voy en esa dirección.
Lydia dudó y sopesó sus palabras. Confiaba en que George Parrott estuviera en lo cierto y Alec y las niñas siguiesen allí. No sabía con exactitud dónde estaba en ese momento y no conocía al hombre con el que estaba hablando. Era discreto, aunque no especialmente respetuoso, como quizá cabía esperar. Podía ser cualquiera.
—Bueno, lo más probable es que haga el viaje sola —terminó por decir.
—Insisto —dijo él, con una expresión más cordial y una leve sonrisa—. Estará usted mucho más segura conmigo, Lydia. ¿Se llama Lydia?
—¿Cómo lo sabe?
Se encogió de hombros, enseñó las palmas de las manos y señaló a Maz.
—Puede que lo oyera cuando le dijo usted su nombre al niño. ¿Va a dejarlo aquí?
¿Y eso a él qué le incumbía? Lo dijo de una manera que parecía una afirmación más que una pregunta. De todos modos, a Lydia le llamó la atención su serenidad y su confianza, y sus dudas se diluyeron al instante.
—No, viene conmigo —contestó, mirando a otro lado.
Maz se abrazó a las piernas de Lydia cuando una nube de mariposas de color amarillo iridiscente pasó volando a su lado. Intentó contarlas, pero iban muy deprisa y eran demasiadas. El hombre inclinó la cabeza con gesto indiferente, no sin que Lydia pasara por alto cómo tensó los labios.
Se fue con Maz y le ayudó a ponerse la camisa seca. El niño sonrió de contento, enseñando una hilera de dientes blancos y muy iguales, mientras se palpaba la camisa de arriba abajo. Lydia rehízo su bolsa de viaje y desechó dos pares de zapatos y uno de los trajes de noche. El polvo terroso le producía picor en los ojos, y tenía el pelo empapado en sudor. Se apartó de la cara los bichos voladores, se rascó las picaduras alrededor de los tobillos y rezó para que el viaje que tenía por delante no fuera demasiado peligroso. Se palpó el relicario y respiró hondo. Ya no falta mucho, hijas mías, ya no falta mucho.