37

LA DESPERTÓ EL OLOR ÁCIDO de su propio sudor, seguido del timbre agudo del teléfono. Se secó la frente húmeda, tropezó con su ropa y se sentó en el borde de la cama a frotarse el tobillo. Era tarde. Un sol brillante ya había evaporado la niebla de la mañana y Lydia se preguntó por qué se había quedado a pasar la noche. Lo sabía, naturalmente, pero intentaba convencerse de que era porque estaba decepcionada con Cicely, que nunca había insinuado cuál era su trabajo, ni siquiera que tuviera un trabajo. Y es que, si de verdad era el caso, ¿qué más cosas no le había contado?

Llamaron a la puerta con los nudillos. Lydia salió del dormitorio dando tumbos, se frotó los ojos aún adormilados y se puso el batín de Adil para abrir.

Allí estaba Cicely, serena, bien conjuntada, con un vestido de seda de color gris paloma y una sandalias de piel de cintas rojas. Llevaba un bolso de viaje grande, lucía una sonrisa arrepentida y olía al mismo perfume caro de siempre. Era imposible imaginarse a alguien menos parecido a una espía, descontando, eso sí, su incomparable habilidad para no alterarse nunca.

—¿Qué narices haces aquí? —dijo Lydia.

—Perdona que te interrumpa, cariño. No tenía elección —contestó Cicely, poniendo un pie dentro.

Lydia levantó una mano para cerrarle el paso.

—Lo sé, Cicely. Lo de tu trabajo.

Cicely agrandó los ojos, ladeó la cabeza y se encogió de hombros.

—En ese caso también sabes que el felpudo no es buen sitio para hablar. Toma, te he traído algo de ropa.

—¿Cómo sabías que estaba aquí?

—No seas tonta, cariño. ¿Cómo no iba a saberlo?

Lydia dejó entrar a Cicely y la siguió. Cicely se puso delante de la ventana y miró a Lydia de arriba abajo con sus ojos grandes.

—Veo que has seguido mi consejo.

Lydia se miró el batín de seda negra. Esa noche se había despertado angustiada, después de soñar con Lili, y cuando cruzaba la sala de estar para ir al baño, oyó la respiración sosegada de Adil. La luna llena teñía de plata su frente y sus pómulos, a la vez que oscurecía las partes cóncavas de su rostro. Adil se agitó en sueños y Lydia volvió corriendo a la cama.

—No es lo que piensas.

—Te creo. La mayoría no te creería —dijo Cicely—. Aunque tengo que reconocer que es absolutamente encantador. —Enarcó las cejas y sonrió a Lydia—. De todos modos, te daré un consejo, cariño. No te acerques a ese regalo de Dios. Adil es peligroso. Claro que a ti te gustan los chicos malos, ¿no? Son mucho mejores en la cama. Por cierto, ¿dónde está?

—¿Te ha dicho él que yo estaba aquí?

Cicely se encogió de hombros.

Lydia miró a otro lado.

—No tengo la menor idea de dónde está.

—Bueno, ven y escucha lo que he oído.

Lydia no se movió. Tenía las manos en las caderas.

—Espera un momento. No me has explicado por qué nunca me hablaste de tu trabajo. Y tampoco me contaste que trabajabas con Adil. De hecho, cuando mencioné su nombre, ni siquiera me dijiste que lo conocías.

—Hay más de un Adil, cariño, aunque ni siquiera Ralph sabe de la misa la media. Ya te dije que los hombres nunca se enteran de lo que ocurre de verdad.

—Empiezo a creerte —asintió Lydia.

Miró por detrás de Cicely, el típico cielo azul de la mañana en Malasia. ¿Dónde estaba Adil? Le había prometido que iría a ver a un colega de George, pero no había dicho cuándo volvería. Se acercó al frigorífico y sacó una cerveza.

Cicely encendió un cigarrillo. Llevaba el pelo rubio pulcramente recogido detrás de una oreja.

—Ha sucedido algo increíble —dijo—. Promete que no te enfadarás.

Hubo un cambio sutil en el ambiente.

—Tiene que ver con Lili.

Lydia se puso tensa.

—La ha detenido la policía portuaria —explicó Cicely, con un gesto divertido en la mirada—. Como sabes, vigilan los movimientos de posibles sospechosos de subversión en los barcos de pesca. Aunque lo más probable es que los comunistas se cuelen por el estrecho de Johor, no por aquí. De todos modos, Lili está implicada en el asesinato de Jack. He pensado que te gustaría saberlo… ¿Quieres que siga?

Lydia tomó aire y asintió brevemente con la cabeza.

Cicely le contó la historia completa y cuando terminó se dirigió a la puerta.

—Bueno, te dejo que sigas a tu manera. Vuelve a casa cuando te hayas cansado del amante.

Lydia se sentó en el sofá. Según Cicely, un comentario fortuito de un encargado del puerto había alertado a la policía, y detuvieron a Lili merodeando por los muelles. Declaró que estaba arruinada y que Jack la había violado. Insistió en que solo quería vengarse. Lydia se tragó la cerveza para no sentir el sabor amargo. Con la imagen del frasco de perfume de Lili en la memoria, Lydia sabía que todo eran mentiras. No daba crédito a tanta falsedad. Apretó los puños y la ira se hizo tan intensa que tuvo que dominarse para no romper algo. Lili había actuado con absoluta deliberación. Los celos y nada más eran la causa de la muerte de Jack. En eso George tenía razón. Dejó caer la cabeza y se cubrió los ojos, desesperada por borrar el recuerdo de la sangre de Jack.

En comisaría, cuando la interrogaron, Lili reconoció su relación con los insurgentes y sostuvo que se fue con ellos para huir de Jack. Hundida y desanimada, se había escondido en el único rincón donde él no pudiera encontrarla. En la selva. Cuando los comunistas la recogieron, Lili convenció a la madre de Maznan de que su hijo corría peligro. Por eso revolvieron la casa de Jack y se llevaron comida, pero no dinero. Aunque lo que en verdad querían era encontrar la forma de entrar en la casa, y al día siguiente volvieron a por Maz.

Lydia recordó la espalda y el talle esbelto de Lili, el pelo negro hasta debajo de la cintura. Se imaginó a Jack durmiendo con ella noche tras noche. Se imaginó a Lili gritar, y a los dos abrazados después: a Jack fumando, con las manos entrelazadas por detrás de la cabeza y los ojos en el techo, como hacía siempre. Aún sentía el aguijón de los celos. Por un momento pensó en Alec y en su vida común. En cómo salía ella del baño y tiraba la toalla al suelo adrede para acercarse a él completamente desnuda y hacerle el nudo de la corbata. Él ni siquiera la veía. Ese había sido el precio que tuvo que pagar por ser alguien en la vida, por no prestar atención a sus primeros presentimientos de desastre.

Quería culpar a Lili, pero no podía desprenderse de la idea de que, si ella no se hubiera presentado en la plantación, nada de esto habría sucedido. Lili estaría feliz en su papel de amante de Jack y él estaría vivo. En cambio, unos meses después de que se llevaran a Maz, a través de una línea de teléfono llena de interferencias y con una burda imitación de la voz de Bert, uno de los insurgentes le hizo a Jack aquella llamada fatídica.

Lydia se levantó y empezó a pasear por el apartamento de Adil. Cogía cosas, echaba un vistazo a los libros y trataba de descifrar posibles revelaciones. Hojeó un libro con ilustraciones de Monet que cogió de un estante abarrotado de discos y volúmenes, principalmente obras de filosofía y libros de arte. Pensaba demasiado en Adil cuando no estaba con él. En la mesita de café, unas figuritas delicadamente modeladas daban vida a los animales de la selva y, en las paredes, varios cuadros de estilo abstracto, con densas capas de pintura, se intercalaban con fotografías de personas en blanco y negro.

Como Adil no había dicho cuándo volvería y tampoco había llamado por teléfono, Lydia decidió comer algo ligero, y se preparó unas tostadas con sardinas en lata. El pan estaba rancio y la lata de sardinas fue lo único que encontró en el fondo de un armario. En el frigorífico había principalmente refrescos y algunas botellas de cerveza.

Pensó en volver a casa de Cicely, pero quería ver a Adil, y se sentó junto a la ventana a ver pasar a la gente, fijándose en sus movimientos y en su forma de vestir. Se adormiló un rato y en esa duermevela vinieron a atormentarla visiones de Lili con el pelo al viento.

Cuando apareció Adil, pasada la medianoche, Lydia estaba sentada en la oscuridad, demacrada y paralizada por la culpa.

—¿Lydia?

Al principio casi ni se dio cuenta de que él se sentaba a su lado. La cogió de la mano y le acaricio la mejilla. De la calle llegaban el rumor sordo del tráfico y la música de un piano. Lydia se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar al sentir en su cuello el aliento de Adil.

Adil la abrazó y acompasó su respiración a la de ella, pero un ruido repentino en la calle estropeó el momento.

Él tosió y ella se apartó, sintiéndose un poco boba.

—¿De quién son los cuadros? —preguntó, evitando mirarle a los ojos.

Adil tardó en contestar.

—De alguien a quien conocía —dijo por fin. Dio la impresión de que estudiaba las facciones de Lydia en la penumbra—. Siento haber tardado tanto. Tengo noticias que contarte.

Dominando sus sentimientos, Lydia se atrevió a mirarlo.

—¿Son buenas esas noticias?

—Eso espero…