52

HABÍAN QUITADO EL PAPEL pintado de la abuela, con sus pollitos y sus cerditos de color amarillo y marrón claro, y habían pintado las paredes de un color yema de huevo muy alegre que daba a la cocina un aire moderno. Fleur y yo estábamos allí, esperando que nos sirvieran la comida. Acababa de empezar un nuevo año, 1958, y faltaba poco para que terminasen las vacaciones de Navidad. Yo estaba contenta. Tenía la esperanza de encontrar a mi madre ese año. Semanas antes, el día en que Veronica y yo averiguamos la dirección en el Ayuntamiento, había escrito una carta a la señorita E. Cooper-Montbéliard, de Kingsland Hall.

En mi carta, me presentaba y le pedía que me respondiera a la dirección de casa, pero no antes de las vacaciones de Navidad. Sin embargo de pronto caí en la cuenta de algo horrible. ¿Y si ella no sabía exactamente cuándo terminaban las vacaciones y la carta llegaba después de que yo volviera al colegio? No habíamos vuelto a hablar del artículo del periódico, y papá había recobrado su habitual dominio de sí. Yo había escrito a The Straits Times, naturalmente. No necesitaba el nombre del periodista y, tal como sugirió Billy, dirigí mi carta al director del diario. Billy tenía razón. Era boba por no haberme dado cuenta. De momento no me había contestado.

Por fin nos habían instalado el teléfono en casa. Papá había escrito a Veronica para darle el número, pero nadie llamó hasta pasados tres días. Cuando sonó por primera vez, estábamos en la cocina, oyendo en la radio The Goon Show. Dimos un respingo y papá salió al pasillo. Bajé el volumen de la radio y oí que hablaba con arrepentimiento sincero, como si fuera otra persona. Volvió diciendo que Veronica estaba en camino. Fleur aplaudió de alegría y yo sonreí.

Antes de recibir el artículo y de que descubriéramos que mamá no había muerto, no tuvimos ninguna noticia de Emma Rothwell. Veronica había hecho todo lo posible, pero yo estaba muy desilusionada. Me alegraba volver a verla y pensé que al menos podríamos hablar de cómo encontrar a mi madre. Esperaba con todas mis fuerzas tener más suerte en esta ocasión.

El correo no paraba desde antes de Navidades y llegaba a cualquier hora, dos veces al día. Yo salía corriendo a recogerlo, adelantándome a mi padre. Seguía de vacaciones, aunque ya faltaba poco para volver a clase. Aquel día el correo llegó mientras estábamos comiendo, y papá ya había empezado a retirar la silla.

—Ya voy yo —dije, levantándome a toda prisa para ir corriendo al vestíbulo.

—¿Esperas algo, Emma? —preguntó mi padre desde la cocina.

—No, nada —contesté, escondiendo el sobre en las bragas—. Pensaba que a lo mejor llegaba alguna felicitación de Navidad a última hora.

Comimos despacio. Era extraño que después de tantas cosas la vida hubiese recuperado la normalidad. Que nada hubiera cambiando. Pero así fue. Mi padre seguía cocinando tan mal como siempre. Hoy tocaba repollo con patatas y ternera en conserva. Se me hacía una bola en la garganta y me costaba tragarlo.

Cuando terminamos de comer, subí corriendo al cuarto de baño, eché el cerrojo por dentro, apoyé la espalda en la puerta y solté el aire despacio. A continuación abrí el sobre.

Querida Emma:

No me sorprendió recibir tu carta, ya que después de mucho pensarlo decidí autorizar a mi abogado a que revelara mi nombre. Me gustaría conocerte. He pensado que quizá puedas venir a tomar el té mañana, sábado, aquí en Kingsland, si te parece bien. Antes de que vuelvas al colegio. Si no puedes, no es necesario que me avises. No voy a salir de todos modos y siempre tomo el té a las cuatro. Basta con que me escribas unas líneas para proponer otra fecha si esta no te conviene.

Atentamente,

Emmeline Cooper-Montbéliard

Estupendo. Iba a conocer a E C-Mb en Kingsland Hall, mañana a las cuatro. Era mi oportunidad para saber quién era y por qué pagaba mis gastos escolares. Escondí la carta a buen recaudo, debajo del colchón, y decidí que cuando llegase Veronica le pediría que me llevara.

Al día siguiente, Veronica se presentó a las tres en punto. La nieve había transformado nuestro jardín: el seto estaba helado, el césped, oculto, y en la entrada había una telaraña completamente congelada. Me encantaba ver cómo tejían sus telas las arañas, hilo a hilo, y me pregunté qué habría sido de ellas. ¿Se habían congelado también?

Papá se sorprendió al ver a Veronica otra vez por allí. No nos había oído cuchichear el día anterior, antes de que ella se marchara. Tampoco había visto que me daba un beso y me decía lo mucho que me había echado de menos. ¡Qué buena era Veronica! Se inventó la excusa de que quería medirme los pies para hacerme unos zapatos nuevos. No estoy segura de que él se lo tragara del todo, pero no estaba en condiciones de poner pegas.

Atravesamos las calles estrechas de Kidderminster, bordeadas de casuchas de ladrillo rojo, y pronto estábamos en el campo, cubierto por un manto de nieve. Íbamos a buen ritmo, a pesar de que había hielo en la carretera, y no tardamos demasiado en llegar a unas verjas altas, de hierro fundido, abiertas de par en par.

Kingsland Hall se encontraba al final de una avenida flanqueada por enormes limeros, con sus ramas desnudas. Era una casa alta y elegante; no era la tétrica mansión que yo esperaba, y tampoco era un palacete majestuoso. Era más bien una confortable casa solariega, de ladrillo entre rojo y rosado, sin pilares ni columnas, y, a juzgar por las ventanas, tenía tres plantas. Me fijé en una de las ventanas de la planta baja, donde había una mujer con la cara pegada al cristal. No volvió la cabeza al verme, así que levanté la barbilla con la esperanza de parecer una chica formal.

Una bocanada de vaho salió de mis labios cuando subíamos un breve tramo de escaleras. Veronica tocó la campana, a la antigua usanza. La puerta de roble macizo, decorada con bellotas talladas en las esquinas y querubines voladores, se abrió al instante. Sonreí y miré por encima del hombro del hombre de mediana edad que salió a recibirnos.

Al ver el vestíbulo, forrado con paneles de madera, mi entusiasmo se evaporó. Estaba abarrotado de retratos al óleo con marcos dorados, y los muebles tenían molduras de similor muy complicadas. Los retratos correspondían a adustos caballeros de grandes bigotes y recatadas damas de escote blanco. Por encima de los paneles, las paredes estaban pintadas de un color verde oscuro. «Si esto es una obra de caridad —pensé—, me va a dar mucha vergüenza». Vi cómo avanzaban las manecillas de un reloj de pie y oí el tintineo de otra campana.

El mismo hombre que nos había abierto la puerta volvió al vestíbulo y nos invitó a seguirlo. Entramos en una sala de estar alargada, con tres ventanas altas que daban al jardín y a la avenida. En una de aquellas ventanas era donde yo había visto a la mujer. En contraste con el vestíbulo, esta estancia era muy luminosa y nuestra anfitriona estaba sentada junto a la chimenea más grande que yo había visto en la vida, donde las llamas rugían con fuerza.

Era una señora alta y delgada, y vestía un traje de chaqueta azul pálido y una blusa blanca de volantes. Tenía el pelo completamente blanco, cortado con un estilo moderno. Con una intensa expresión en la mirada, nos pidió que nos sentáramos.

—Ahora que ya hemos cumplido con los formalismos, tomaremos un té —dijo.

El empleado asintió y se retiró, cerrando la puerta a sus espaldas.

Me removí en la silla al ver que la señora me miraba de reojo. Sonó el teléfono. Me dio la impresión de que ella contestaba de mala gana, pero gracias a eso tuve la oportunidad de echar un vistazo a la sala. Había un perfume dulce en el ambiente, además del olor de la leña que ardía en la chimenea. Las paredes estaban tapizadas de seda, en un tono muy claro, el suelo cubierto de alfombras orientales y los alféizares adornados con tallas de animales de madera reluciente.

Cuando terminó de hablar, nuestra anfitriona se volvió a mirarnos con gesto cordial.

—Veo que te gustan mis animalitos. Son africanos.

Sonreí, insegura.

—Me alegro de que hayas venido. Sé que quieres saber por qué estoy pagando tu educación.

No era fácil adivinar cómo comportarse en un ambiente tan fastuoso, pero conseguí asentir con la cabeza en vez de quedarme muda.

—Sí, por favor.

Suspiró, como si algo le pesara. Veronica y yo nos miramos.

Pasados unos momentos, continuó diciendo:

—Cuando mi asistente me contó que había oído decir que tu padre estaba en Inglaterra, sin tu madre, me quedé desconcertada.

—¿Cómo lo supo? —preguntó Veronica.

—Cotilleos de pueblo. En el campo las lenguas siempre andan sueltas.

Fruncí el ceño.

—¿Y eso qué tenía que ver con usted?

Hubo una pausa.

—Ceo que a Emma le gustaría comprender la razón de su interés por su familia —dijo Veronica.

La mujer contestó con un leve temblor en la voz.

—Me temo que solamente hay un modo de contar esto. Espero que no me odies cuando lo sepas.

—No —murmuré, sin comprender.

Se hizo un silencio. A lo lejos se oyeron las campanas de la iglesia, el rugido de un motor y el viento que empezaba a levantarse.

—Verás —prosiguió—, la verdad es que Lydia Cartwright es mi hija.

Tragué saliva y tendí una mano a Veronica.

—Entonces, es usted… —dijo Veronica.

—Sí. Soy Emmeline Cooper-Montbéliard. La abuela de Emma.

Me levanté con esfuerzo, confiando en que no se me doblaran las piernas.

—No puede ser. La madre de mi madre se llamaba Emma Rothwell.

Asintió.

—Así es. Rothwell era el nombre de soltera de mi tía abuela, que murió hace muchos años y no tuvo hijos. Adopté su apellido mientras duró mi confinamiento y abrevié mi nombre de pila, de Emmeline a Emma.

La observé atentamente, saqué mi retrato y se lo di. Intenté decir algo, pero tenía la boca tan seca que no podía articular palabra.

—Sí, esta soy yo —dijo, devolviéndome el retrato. Y a continuación se inclinó adelante y se cruzó de brazos.

Volví a sentarme. Tenía la sensación de que una mano me apretaba la garganta y cada vez me costaba más hablar.

—Mi abogado hizo algunas indagaciones, discretamente. Averiguó dónde vivíais y fue entonces cuando descubrimos que Lydia no estaba con vosotros y que tampoco seguía en vuestra antigua casa de Malasia.

—¿Nuestra antigua casa? —logré decir.

—Sí. Yo sabía dónde vivían los padres de Alec, porque mi abogado siempre me tenía al corriente del paradero de Lydia, incluso antes de que se fuera a Malasia. Me puse en contacto con tu padre, le expliqué quién era y nos vimos un día. Era importante para mí, como podrás comprender. No estaba tranquila, al ver que Lydia había desaparecido. Naturalmente, tu padre no me conocía y se quedó muy impresionado al saber quién era.

«No nos contó nada», pensé.

—Me contó que tu madre os había abandonado, a tu hermana y a ti, y que por eso habíais venido a Inglaterra sin ella. Después de lo que le ocurrió a ella de pequeña, me parecía imposible que hubiera sido capaz de abandonar a sus hijas.

—Yo tampoco me lo creí nunca —dije, tragando saliva rápidamente—. Nunca.

—El caso es que tu padre y yo llegamos a un acuerdo. Él tenía ciertos problemas económicos y, a cambio de que yo pagara los gastos del internado, él me ayudaría a encontrar a tu madre. Fue una suerte que justo cuando nos vimos él estuviera buscando colegios para ti. Insistió en que nuestro acuerdo tenía que ser secreto. Y, aunque yo tenía muchas ganas de conoceros, a ti y a tu hermana, él me lo prohibió. Dijo que os afectaría demasiado. Bueno, yo no os conocía, así que no tenía más remedio que respetar su opinión.

—¿Y qué información le dio él a cambio? —quiso saber Veronica.

—Nada útil. Únicamente que ella estaba desaparecida.

—Eso mismo nos dijo a nosotras. Y que la daban por muerta —añadí.

—Me pareció absurdo y decidí investigar por mi cuenta. Al principio no sirvió de nada, pero hace poco encontré la dirección de una amiga suya, a través de un artículo de un periódico de Malasia, y le envié un telegrama.

Emmeline bajó la mirada.

El artículo de periódico. La sala fría se volvió sofocante de buenas a primeras. Me sujeté a los bordes de la silla y me incliné hacia delante con el cuerpo en tensión. Ella se llevó una mano al cuello, como si buscara algo. Por debajo de los volantes de la blusa asomó una lagartija de plata con los ojos de esmeralda, colgada de una cadenita.

—Hasta ahora no ha habido respuesta.

Se me aceleró el corazón y tuve que concentrarme en respirar despacio.

—Por favor, háblame de tu madre, Emma —dijo, en voz baja. Le temblaron las manos y le costaba hablar con firmeza.

—¿Perdón?

—Tu madre.

Tuve la sensación de que iba andando de espaldas por un pasillo muy largo. Debí de ponerme pálida, porque oí que Veronica me decía que pusiera la cabeza entre las rodillas.

Me incorporé al cabo de un rato.

—A mi madre le regalaron unos pendientes que son dos lagartijas. Es lo único que tiene.

—Sí, eran míos —dijo Emmeline. Y tras una breve pausa, continuó—: Lo que quiero decir es que ya no soy la misma persona de antes. Las personas cambiamos. La vida nos transforma.

Con el rabillo del ojo vi que Veronica asentía.

—Me obligaron a entregar a mi hija y no me permitían verla. Fue muy doloroso. No te imaginas la vergüenza que supuso para mi familia.

Me fijé en sus rasgos delicados y en su piel fina, y en las arrugas más profundas de la frente. No podía resistir ver tanto dolor en sus ojos.

—Eso fue en 1924 y mis padres me prohibieron que volviese a ver a Lydia. Solo una vez conseguí que una de las monjas me dejase conocerla. Un día fueron de excursión a la playa, a Weston-super-Mare. Allí nos encontramos y pasamos un rato juntas, viendo a un artista que esculpía un león de arena. Sigo pensando que fue el día más feliz de mi vida. Incluso recuerdo lo que llevaba puesto. Un vestido con flores azules en el dobladillo. Muchos años después intenté verla de nuevo, pero me lo impidieron.

Miré por la ventana cómo el viento espolvoreaba la nieve por el césped. Sentía una pena inmensa por mi madre y por aquella mujer que la había abandonado, pero también rabia de que mi madre hubiera tenido una niñez tan solitaria. Tenía tantas ganas de verla y abrazarla que se me escaparon las lágrimas. Me sequé los ojos con el dorso de la mano.

—Cuando me despedí de ella, fue como si perdiera una parte de mi corazón —dijo Emmeline—. Nunca más me dejaron volver a verla. Yo había renunciado a todos mis derechos y, además, decían que verme podía alterarla mucho. Las cosas eran muy distintas en aquel entonces.

—Y ¿el padre? —preguntó Veronica con voz suave.

Quería ver cómo reaccionaba Emmeline. Le tembló la barbilla y me pareció que iba a romper a llorar. Nos dio la espalda para echar un leño al fuego y atizarlo hasta que empezaron a salir las llamas. Cuando volvió a mirarnos, ya había recobrado la compostura.

—Charles Lloyd Patterson, el pintor… Pero él no tuvo la culpa de nada. Él no llegó a enterarse y yo no podía quedarme con Lydia. En aquella época era imposible. Sin dinero, sin ayuda de nadie. Hice lo que mis padres me ordenaron.

—¿Cómo ocurrió? —preguntó Veronica.

Yo también quería saberlo, pero me sorprendió que Veronica se atreviera a hacer una pregunta tan directa.

Mi abuela, porque eso es lo que era, se levantó y empezó a pasear por delante de la chimenea, frotándose las manos.

—Mis padres encargaron a Charles mi retrato. Fue una sorpresa para los dos: nos enamoramos. Yo era muy joven. Él no.

—Y ¿después del parto?

—Yo quería volver a casa, pero mi padre me compró un apartamento en Londres. Creo que le rompí el corazón. Conseguí un empleo de catalogadora en el Museo Británico y no regresé hasta después de su muerte. Entonces me quedé a vivir aquí, con mi madre, que murió cinco años después.

—Y ¿el pintor?

—Nunca volví a ver a Charles. Él no sabía nada de Lydia.

—Vimos dos retratos suyos —dije—. De cuando era joven.

Dejó de pasear y me miró.

—¿Has estado en su casa?

Asentí. Quería enfadarme con ella, pero no podía. Hubo un silencio más prolongado. Ni Veronica ni yo acertábamos a hablar.

—Y ¿tú? ¿Me juzgas con dureza? —preguntó. Su rostro se tensó levemente y noté un atisbo de temor en su expresión, por lo demás serena.

Me enrosqué los rizos en los dedos. Había algo en ella que inspiraba compasión. Debía de ser muy duro verse obligada a entregar a una hija recién nacida. Intenté juzgarla, pero no podía.

—No —susurré.

Sus facciones se iluminaron y me tendió los brazos. Sin dudarlo un solo instante, me acerqué a ella y noté la fragancia de su perfume. Me dio un beso en la mejilla, el beso más suave que quepa imaginar.

Veronica nos miraba con los ojos llenos de lágrimas, y volví a sentarme a su lado.

—Y ¿Alec? —preguntó—. ¿Cómo supo que era el marido de Lydia?

—Venga, se lo enseñaré.

Nos llevó por un pasillo estrecho hasta el fondo de la casa. Cogió una llave que llevaba colgada del cuello y abrió la puerta de una habitación con la luz suavizada por el cielo que anunciaba más nieve.

Las paredes estaban llenas de fotografías. Dos bebés, dos niñas pequeñas, una mujer muy guapa con el pelo como el fuego, y recortes de periódicos. Todo clavado en un corcho gigantesco. Me acerqué a mirar. La boda de mi madre. El anuncio de mi nacimiento. La breve carta en la que mi padre comunicaba la desaparición de mi madre. Artículos que describían la belleza de Malasia y el terror que acechaba en sus selvas.

Me sentí palidecer. Apenas podía respirar. Una avalancha de imágenes inundó mis pensamientos. Escenas que yo recordaba muy vagamente, excursiones, sensaciones, y nuestras vacaciones en la playa, donde el sol teñía de naranja los tejados de los bungalows. Y, sobre todo, el olor de los limoncillos y el perfume de mi madre.

—Lo sabes todo sobre nosotras —dije, volviéndome a ella—. Sobre Fleur y mamá y yo.

—No todo —dijo, negando con la cabeza—. Aún no sé dónde está tu madre. Como digo, siempre he seguido sus pasos a través de mi abogado, que me ha tenido informada a lo largo de toda su vida. Supe que se casó y que no regresó a Inglaterra con vosotras. Entonces le pedí que investigara sin reparar en gastos.

Se llevó una mano al cuello y la dejó ahí.

—Sigue, por favor —le pedí.

—Poco después, cuando encontramos una pista, emprendí un viaje para averiguar más cosas. Confiaba en ir a Malasia, pero no pude pasar de Australia. Por motivos de salud.

—Tenemos que encontrarla —dije, en voz baja.

Me miró fijamente.

—La encontraremos. Y confío en que usted, Veronica, nos ayude.

Veronica asintió.

Emmeline nos acompañó a la puerta y yo la cogí de la mano. Estaba fría como el hielo. Otra vez vi los retratos del vestíbulo por encima de su hombro y me pregunté si serían mis antepasados.

—¿Por qué no le dijiste quién eras cuando creció, cuando volviste a vivir aquí? —pregunté.

—Siempre quise decírselo, pero cuanto más tiempo pasaba… —Su voz se apagó—. Digamos que los acontecimientos conspiraban para impedírmelo. Estalló la guerra y se fueron a Malasia de la noche a la mañana. Lo siento.

—¿Y por qué ahora sí has aceptado, cuando el abogado te preguntó si querías que se supiera que eras tú quien pagaba mis gastos escolares?

—Tenía muchas ganas de conoceros, a ti y a tu hermana. Y como no había tenido ningún éxito para encontrar a Lydia con ayuda de Alec, me pareció que ya iba siendo hora de revelaros mis intereses, al margen de lo que pudiera decir vuestro padre.

Guardó silencio.

Vi que estaba angustiada y le di un beso. Tenía la mejilla fría.

—Vuelve en febrero, a mitad del trimestre. A ver si para entonces he conseguido averiguar algo —dijo—. Y si tenemos que ir a Malasia a buscarla, pues iremos juntas y sanseacabó.

Sonreí, le dije adiós con la mano y me marché con Veronica. A pesar del paisaje invernal, del cielo de color lechoso y del frío helador, mi corazón estaba en llamas. Por fin sabía quién pagaba mis gastos, pero eso ya no tenía importancia. Lo importante era que había encontrado a Emma Rothwell. Había encontrado a mi abuela.

Pensé si Veronica se estaría preguntando por qué mi padre nos había ocultado la verdad y vi que sí.

—¿Qué vamos a hacer con papá? —dije.

—Quizá sea mejor que no digamos nada hasta que sepamos algo más de tu madre.

—Pero quiere vender la casa.

—No te preocupes por eso. Ya se me ocurrirá algo para retrasarlo. Iré a buscarte a mitad del trimestre y vendremos juntas a ver a tu abuela.

—¿Lo sigues queriendo a pesar de todo esto? —pregunté.

Asintió.

—El amor no es sencillo. Sé que cuesta entenderlo, pero creo que sí. Es un hombre complicado y me necesita.

Tenía razón: costaba entenderlo.