31
DESACOSTUMBRADA A UNOS TACONES tan altos, Lydia subió las escaleras de la casa colonial de Harriet Parrott haciendo mucho ruido. Aquel día, ni siquiera el hecho de que le apretaran los zapatos podía borrar la sonrisa de sus labios. Se estiró la falda nueva. De raso rojo. Cicely la había elegido. Era una falda lápiz que se ceñía perfectamente a sus piernas y sus caderas, combinada con una blusa blanca recién planchada y un peinado nuevo. Lydia no se sentía tan elegante desde hacía meses. Miró por encima del hombro la calle ruidosa y tomó aire.
La acompañaron a un biblioteca pequeña, con las paredes recién pintadas de un tono verde azulado que transmitía cierta sensación de frescor, aunque sin conseguirlo del todo pues el ventilador de tres aspas no bastaba para aliviar la humedad del ambiente. «Una lástima», pensó. El día había empezado siendo fresco, pero Lydia miró por la ventana y vio que la luz del sol ya había robado al jardín sus colores y sus formas.
Mientras esperaba a Harriet, dos gatitos siameses se acercaron con sigilo por el suelo de roble brillante y se restregaron contra las piernas de Lydia. Harriet sabría a quién dirigirse, con quién hablar. Lydia se agachó para acariciar a los gatitos, pero levantó la vista, sorprendida al oír que George se acercaba con mucho alboroto por el corredor y aparecía en la puerta chasqueando los nudillos.
—Me temo que Harriet no está. Tendrás que conformarte conmigo. ¿Quieres beber algo?
Lydia negó con la cabeza y se sentó en el borde de una silla de teca estrecha, con su bolso al lado, en el suelo.
—Creía que me estaba esperando —dijo.
—¿Puedo hacer algo por ti? —preguntó George, mientras se preparaba una bebida.
Lydia hizo una pausa.
—No voy a andarme con rodeos —dijo—. He venido porque necesito ayuda para averiguar por qué mataron a Jack.
George se inclinó hacia ella. Empezaba a tener entradas en el pelo canoso. El vaso de whisky con soda osciló en su mano rolliza.
—Pero eso ya lo sabes, querida. Han sido los comunistas, los insurgentes. No hay más motivos —dijo, mirando a Lydia con conmiseración.
—Alguien lo organizó todo.
—No creo que sea posible descubrirlo, querida. Lo comprendo. Querer saberlo es una reacción normal. Pero esa gente hoy está aquí y mañana allá. Y ahora que Malasia se acerca a su independencia, nadie puede saber cuánto caos encontraremos en el camino. Yo me alegraré mucho cuando nos retiremos, te lo aseguro. —Se alejó hasta el mueble-bar—. ¿Seguro que no quieres tomar nada? Da la impresión de que te hace falta.
Lydia se abanicó con la mano y esperó unos momentos, consciente de cómo le latía el corazón. Le daba vergüenza decirlo en voz alta.
—Hay algo más, George. Una china con la que Jack estuvo liado. Creo que ella podría darnos alguna pista.
—China, dices. Eso suena un poco al monstruo de los celos.
—Eso mismo pensé yo.
—No. Yo me refería a ti, querida.
George sonrió y abrió la ventana de par en par en par, aunque la brisa no alivió el ambiente cargado. En algún rincón de la casa sonó un teléfono y nadie contestó. Lydia notó el sudor en la nuca y se agachó para buscar un pañuelo en el bolso. Al incorporarse vio que él la miraba fijamente.
No era un hombre atractivo. Tenía las orejas grandes, la nariz chata y los ojos pequeños, escondidos entre las cejas densas y las mejillas coloradas y carnosas. Se aclaró la garganta y dijo:
—Yo siempre te he tenido por un zascandil. No creía que fueras celosa.
Hubo un silencio incómodo, solo alterado por el zumbido de un mosquito. Lydia se pasó el dorso de la mano por la frente y optó por hacer caso omiso de este comentario, pues no sabía si George intentaba fastidiarla o sencillamente era un bruto sin sensibilidad.
—Se llama Lili y creo que pudo haber traicionado a Jack.
—Puedo hacer que corra la voz, mientras me sea posible.
—Yo esperaba algo más.
George la miró de arriba abajo y manifestó su aprobación con un resoplido.
—Estás en buena forma. Algo delgada, pero todavía eres joven para volver a empezar. ¿Por qué no lo dejas correr, querida?
Lydia movió la cabeza con incredulidad.
—¿Cómo puedes decir eso? He perdido a mi marido, a mis hijas y ahora a Jack.
—No pretendía insultarte. Pretendía halagarte.
Una sonrisa cruzó el rostro de George, que enarcó las cejas de una manera muy elocuente. Lydia apretó los dientes. Era un hombre insufrible, pero necesitaba su ayuda y siguió adelante.
—Ya sé lo que has dicho otras veces, que no ha sido posible hacer una lista definitiva de las personas que murieron en el incendio. Cuando Jack te lo preguntó, dijiste que era imposible. Pero he pensado que quizá…
George cuadró los hombros y entrecerró los ojos.
—¿Después de tanto tiempo? Ni siquiera entonces pudo saberse con exactitud quién estaba allí esa noche. Las niñas y Alec seguro que sí, con todos los miembros de su departamento. Lo demás son todo conjeturas.
—¿Estás seguro?
—¿No estarás insinuando que te he mentido?
Lydia contuvo su enfado.
—En absoluto, pero ¿no podrías hablar con el departamento?
Él se encogió de hombros.
—Si insistes… Pero me temo que es un caso inútil. Aquí se mata gente a todas horas, por una cosa o por otra.
—Me dijiste que estabas tramitando los certificados de defunción.
—Ah, querida, ¿no te lo he dicho? Perdóname. La mujer que se encargaba del papeleo está de baja maternal. Lo ha dejado todo hecho un desastre. Me temo que vamos a tener que empezar desde cero. Intentaré agilizarlo.
Mientras George llamaba desde su despacho, Lydia repasó la situación. Un hombre de su posición. ¿Sabía más de lo que le había dicho?
George volvió a la sala y encendió un cigarrillo que sacó de una pitillera de plata y marfil. Ella lo miró con expectación.
—Lo siento. No hay ninguna lista, pero alguien se ocupará de solicitar los certificados de defunción. Sigue mi consejo. Deja atrás el pasado —dijo, despacio y en un tono neutro.
—Bueno —suspiró Lydia—, al menos dame tu palabra de que no puedes hacer nada más para ayudarme a encontrar al asesino de Jack.
George fue a sentarse al lado de Lydia, con las piernas muy separadas, frotándose una rodilla. Ella se apartó ligeramente. George apestaba a whisky y a sudor, se había sentado demasiado cerca y le había puesto una mano sudorosa en el muslo.
—Eres una mujer muy atractiva, Lydia.
Lydia se quedó sin respiración. Un breve chaparrón seguido de un sol débil no bastó para alterar la humedad del ambiente en la estancia.
—Es inútil dar vueltas por ahí con este calor. Como ya te he dicho, querida, daré el aviso y pronto sabremos si hay alguna pista —dijo George.
Ella cerró los ojos con fuerza.
—Hay algo más.
—¿Ah?
—Un niño al que estaba cuidando. Ha desaparecido.
Vio el sudor en el cogote de George, rojo y grueso, cuando se alejó hacia un archivador.
—Podría estar aquí. Personas desaparecidas. ¿Se llama?
—Maznan Chang.
George frunció el ceño.
—¿Europeo? —dijo.
—De raza mixta. Chino, malayo y algo más.
George cerró el archivador de golpe.
—En ese caso no puedo ayudarte. Aquí solo llevamos el registro de los blancos.
Lydia se levantó. Sentía el calor como una manta. Le costaba respirar y estaba colorada y pegajosa.
—Me alegro de verte, querida. Mi consejo es que te olvides de todo esto. Todo está cambiando en Malasia. Sigue adelante con tu vida. No tiene sentido escarbar más.
George se aflojó el cuello de la camisa. Tenía la frente cubierta de gotas de sudor. Se secó con un pañuelo arrugado y empezó a pasear despacio.
—Este calor es insoportable —dijo. Entonces, con las manos en la espalda, se volvió a Lydia, tensando la mandíbula.
Las proezas sexuales de George, a las que en general nadie daba crédito, aún podían servir de algo. Lydia enderezó la espalda. Después de lo que le había contado Cicely, ¿podía utilizar aquella información para doblar el brazo de George?
—Tengo entendido que te gusta Singapur —dijo él—, que hablabas con cariño de ese país. Eso me contó Alec. Vuelve allí. Busca trabajo en alguna de las empresas que están en plena expansión. Yo podría recomendarte. Con tu físico, no sería difícil. En el sector del tabaco, quizá.
Hubo un silencio. El instinto le decía a Lydia que George le ocultaba algo, pero no tenía la más remota idea de qué podía ser. Decidiéndose de pronto, dio un paso hacia él.
—George, sé algunas cosas de ti. Cosas que preferirías que no salieran a la luz.
George entornó los ojos.
—Eso es muy poco caritativo. Yo personalmente no fustigaría a un caballo muerto. Y tampoco me liaría con alguien como yo, querida. Revivir el pasado puede ser muy poco saludable. Tal como tienes los nervios, lo mejor que puedes hacer es tomarte unas pequeñas vacaciones. Kuala Terengganu. ¿Qué te parece? Palmeras, arena blanca y un poco de brisa. Puedo organizarlo.
Lydia negó con la cabeza, maravillada del desprecio absoluto con que él encajaba su amenaza.
—¿No? Entonces no hay nada más que hablar. Un placer, como siempre. —Le tendió la mano y llamó a un criado.
La puerta se cerró con un chasquido detrás de Lydia, que parpadeó deslumbrada por la repentina claridad y apretó el paso, taconeando con furia. Antes de torcer la esquina se detuvo para tomar aire, echó un vistazo a la calle polvorienta y se quedó pensativa. Quizá George tuviera razón. Quizá debería, simplemente, continuar con su vida. Nada iba a devolverle a Jack, y si George no la ayudaba a encontrar a Maz o a Lili, ¿quién iba a hacerlo? Oyó que la puerta de la casa se cerraba de nuevo y miró por encima del hombro a la vez que giraba. Un hombre alto y anguloso estaba en la acera, iluminado a contraluz por el intenso sol de mediodía. No le veía la cara, pero las piernas largas, la postura erguida y la cabeza afeitada evocaron al instante la imagen de Adil.
Dio media vuelta, insegura, y notó que se ponía colorada. ¿Debería acercarse a decir hola? ¿O tal vez saludar con la mano, para ver si él se acercaba? Quería volver a verlo, pero no se encontraba bien después de aquella escena con George. Lo pensó rápidamente. Un amigo era justo lo que necesitaba en ese momento. Decidió acercarse, pero el hombre había desaparecido. Quizá no fuera él, aunque era la segunda vez que lo confundía con otra persona. Una vez, cuando salía con Jack del campo de refugiados, y ahora otra vez.