47
SE DESPERTÓ AL DÍA SIGUIENTE llena de esperanza, aunque cansada por no haber dormido bien. Cuando Adil expresó sus dudas de que las niñas siguieran en Malasia, Lydia no supo qué pensar. Estaba convencido de que si estuvieran allí habrían tenido alguna noticia; ella no estaba tan segura. Se distrajo viendo cómo cargaban los mercantes desde los hangares: caucho, madera, seda. Y los barcos de pasaje que se deslizaban mar adentro como grandes ballenas blancas. ¿Se habrían llevado a sus hijas en uno de aquellos barcos? Entre el bullicio del muelle, camino de la naviera, se imaginó cómo habría sido la vida de las niñas a bordo. La ilusión, la emoción y el sobrecogimiento de noche, cuando las luces parpadeaban en el agua, y el olor a pescado que te seguía a todas partes mientras las olas sacudían las profundidades del barco.
Pero en la naviera no había constancia de que Alec hubiese embarcado con dos niñas. Se le enfrió el sudor en la piel. En ningún barco con rumbo a Australia, Borneo, Inglaterra o cualquier otro destino. Regresó paseando despacio por el muelle y resistiendo las ganas de llorar. Ni siquiera las largas embarcaciones de Sumatra que se mecían sobre la cresta blanca de las olas eran capaces de arrancarle una sonrisa.
Pasó por la redacción de The Straits Times, donde un periodista iba a entrevistarla para las páginas de sociedad. Los teléfonos sonaban sin parar entre el traqueteo de las máquinas de escribir y la radio encendida a todo volumen. Un grupo de periodistas, que fumaban en fila, con los dedos teñidos de nicotina, le miraron las piernas sin disimulo y lanzaron un silbido. Notó que la seguían con la mirada, pero continuó adelante con la cabeza alta. Aunque era una suposición muy poco probable, si Adil se equivocaba y las niñas seguían en Malasia, quizá fuera posible refrescar la memoria de alguien. Una mujer que cree que sus hijas han muerto y de pronto descubre que están vivas, pero no sabe dónde. «A nuestras lectoras les va a encantar», dijo el periodista, encendiendo otro cigarrillo.
Al salir de la redacción fue a enviar un telegrama. Tuvo que esperar media hora en la cola, sintiendo el familiar picor en el cuello y el pecho. Alec siempre había dicho que, pasara lo que pasara, nada podría tentarlo a volver a Inglaterra, y aunque no tenía relación con su familia, quizá fuera posible que supiesen algo de él. El padre de Alec se había negado rotundamente a instalar teléfono en casa, pero Lydia, por si acaso, consultó las guías internacionales. No encontró ningún teléfono, así que no tenía más remedio que enviar un telegrama o una carta, y un telegrama era lo más rápido. Pensó dirigirlo a los padres de Alec; sin embargo, tuvo un pálpito y lo dirigió a Emma. Se emocionó al imaginarse a su hija leyéndolo.
Fue idea de Adil subir a la cantera para ver cómo el mar se ponía de color zafiro. Acababa de hablar por teléfono con la policía de Inglaterra y de Australia. Era una tarde muy húmeda y Lydia tuvo que secarse varias veces el sudor de la frente mientras iban hacia el coche.
—¿Qué han dicho exactamente? —preguntó Lydia.
—Han dicho que, para empezar, sin pruebas de que Alec estuviera en el país, no se le puede dar por desaparecido.
—¿Y no pueden abrir una investigación criminal?
—Solo pueden investigar los delitos cometidos en su país. La policía británica al menos ha sugerido escribir a Hacienda o a la Seguridad Social.
—Lo haré en cuanto volvamos, para que la carta salga mañana, a primera hora.
—Podemos volver a casa si quieres.
Lydia dudó un momento.
—Da lo mismo ahora que dentro de un par de horas. Vamos de todos modos.
—No tardaremos mucho. He pensado que te sentaría bien.
—Ya lo sé. —Y añadió—: También podría ir a Inglaterra directamente. A casa de los padres de Alec. Al fin y al cabo, tú crees que no están en Malasia.
—No lo creo, pero tú misma has dicho que él nunca volvería a Inglaterra. ¿Para qué vas a recorrer medio mundo inútilmente? Te costaría una fortuna y pueden estar en cualquier parte. Es mejor esperar un poco, a ver si encontramos alguna pista más concreta.
—Y ¿un investigador privado?
Adil hizo una mueca.
—Según mi experiencia, no son de fiar. Se llevan el dinero y te dejan tirado. Aunque quizá sea buena idea ponerse en contacto con Somerset House. Si Alec ha vuelto a casarse en Inglaterra, habrá un certificado de matrimonio.
—¿Y si hablásemos con la Interpol?
—Es difícil. Puedo escribir, si quieres, a la Secretaría General de la Interpol, pero ellos se ocupan del crimen organizado.
Lydia suspiró y, mientras empezaba a escribir cartas mentalmente, se dejó llevar por el ritmo del coche, que circulaba deprisa por una buena carretera.
Salió bruscamente de sus pensamientos cuando Adil se desvió de la carretera principal y tomó la primera curva de una cerrada carretera de montaña. Aparcaron cerca de la cima. El viento llegaba directamente del mar, y en el ambiente perfumado de la tarde, tomaron lo que quedaba de un camino invadido por los helechos. Adil ayudó a Lydia a rodear unos peñascos, y, al unirse sus manos, ella tuvo una sensación que no sabía explicar, una sensación de predestinación. Los chinos lo llamaban yuanfen, y era una especie de fuerza vinculante. Lydia aún no podía decir si estaban destinados a estar juntos, aunque, como mínimo, Adil la había ayudado a reconocer su propia fortaleza. Una luz malva rozaba las cumbres y sumía los huecos en la oscuridad. Adil miró a Lydia y sonrió. Se había despojado de su coraza y empezaba a mostrarse tal como era, y ese algo que ella había intuido por primera vez el día en que subieron juntos al tren era cada vez más evidente.
—Mira —dijo él, alejándose un paso—. Allí. Es la casa de los Parrott.
—Parece que está muy cerca.
—A tiro de piedra, aunque por carretera está mucho más lejos.
Siguieron adelante entre cascadas y pozas de roca. Ya en la cumbre, Lydia miró a los pies del monte. Diminutos puntos de luz comenzaban a iluminar el valle como un collar de bombillas de colores. En la punta occidental, donde terminaba la tierra y el cielo se encontraba con el mar, una franja de color lila pálido se diluyó en una explosión anaranjada y dorada. Lydia dio media vuelta y lanzó un silbido suave al ver cómo la inmensa superficie de la cantera se teñía de rojo. Después volvió a contemplar el cielo, que se fundía rápidamente con el mar, y nada más que el balanceo de los diminutos barcos de color púrpura señalaba dónde estaba el puerto.
Adil miró el cielo, cada vez más oscuro.
—Deberíamos volver —dijo—. El tiempo está cambiando.
—Gracias por traerme. Es una maravilla.
Una expresión que Lydia no sabía nombrar se extendió por el rostro de Adil. Ella le cogió de la mano y tuvo la sensación de que lo había sabido desde el principio, pero quería que él lo expresara con palabras. Sin decir nada, Adil se puso delante de ella, le bajó suavemente los tirantes del vestido y apoyó las manos en los hombros de Lydia. Ella ladeó la cabeza y se puso de puntillas para rozar la mejilla de Adil.
Los dos estaban callados.
—Quizá no sea el momento —dijo él, subiéndole las cintas de los hombros y volviendo la vista al cielo.
—¿No sería maravilloso que, solo por una vez, la vida estuviera libre de complicaciones?
Adil se rio.
—Tal vez, aunque yo diría que nos aburriríamos muchísimo.
—Después de todo lo que he pasado, yo me conformo con un poco de aburrimiento, muchas gracias.
Adil sonrió y cogió a Lydia de la mano. Volvieron corriendo al coche, tropezando con las piedras y riéndose de sus intentos para esquivar la lluvia y la oscuridad.
Cuando llegaron a casa de Harriet, las gruesas gotas de lluvia salpicaban y levantaban la tierra. Se refugiaron en el porche para no empaparse, pero un ficus enorme, que trepaba hasta lo más alto de la fachada, se había extendido por debajo del techo de cristal y les goteaba en el pelo y en la cara.
El criado que salió a abrir la puerta, un muchacho de caderas estrechas, los miró con recelo y mala cara. Adil lo convenció para que les dejara entrar al vestíbulo, pero el chico seguía en guardia. Al cabo de un rato oyeron voces y vieron llegar a Harriet, vestida con un kimono amarillo ácido. Tenía manchas de pintalabios de color naranja brillante en los dientes de arriba. Miró a los recién llegados parpadeando, con evidente disgusto, y se puso colorada. Los rubíes que llevaba al cuello resplandecían entre los pliegues de carne.
Lydia no sabía decir si Harriet estaba borracha o simplemente recelosa.
—Pensé que vendrías antes por aquí —dijo Harriet.
Adil asintió.
—Bueno, vamos a sentarnos, por Dios.
Al estudiar el rostro de Harriet, Lydia pensó que había envejecido desde la última vez que se vieron. Tenía las raíces del pelo blancas, los párpados caídos en las comisuras de los ojos y su capa de grasa era aún más densa. Podía ser por la muerte de George o simplemente por el esfuerzo que entrañaba seguir llevando aquella desfasada existencia colonial.
—Me miras de una forma extraña, querida. ¿No te gusta lo que ves? —dijo Harriet, con un deje desconocido para Lydia.
Lydia murmuró una respuesta incomprensible.
—Ya que estamos aquí —empezó a decir Adil, mirando directamente a Harriet.
—Ya que estáis aquí —interrumpió ella—, no nos andemos con rodeos. Supongo que queréis saber la verdad sobre George.
Adil estaba sentado en el filo de la silla, con expresión imperturbable y mirada firme.
El silencio era muy incómodo.
Harriet soltó una risa forzada.
—Es una lástima que George volviese a caer en la tentación. Tú, Adil, estuviste muy cerca de descubrir la verdad, pero cuando llegaron tus agentes ya habíamos destruido todas las pruebas.
—¿De la estafa? —preguntó Lydia.
—Tráfico de armas, cariño. Alec lo sabía, como es natural, y en cierto modo también estaba implicado. George se negó a reconocerlo abiertamente, pero fue por eso por lo que ayudó a Alec a desaparecer. Con pasaportes falsos y pistas falsas para despistarte, querida. Siento mucho decírtelo.
—¿Pasaportes falsos? ¿Pistas falsas? Continúa. Eso significa que se ha llevado a las niñas a otro país.
Un pánico abrasador se apoderó de Lydia. Se volvió a Adil. Él asintió. Lydia quería hablar, pero tuvo que contentarse con respirar hondo hasta que superó el pánico.
Mientras Lydia luchaba consigo misma, Harriet carraspeó y miró a otro lado.
Lydia por fin recuperó la voz.
—No lo entiendo —dijo—. ¿Por qué tenía Alec tanta necesidad de marcharse? No creo que fuera solo por lo que hubo entre Jack y yo.
—Yo creo que eso también tuvo que ver. No subestimes nunca el orgullo de un hombre, querida mía.
Lydia miró a Harriet.
—No me vengas con tonterías. Se ha llevado a mis hijas.
—De todos modos… Pero tienes razón, por supuesto. George se volvió codicioso. Se embolsó fondos públicos. Creo que es ahí donde Alec entraba en el juego. En la parte de la administración contable.
A Lydia se le encogió el corazón.
—¿Estás diciendo que estaban conchabados?
Harriet se encogió de hombros.
—Eso me temo, aunque no sé hasta qué punto.
—Bueno, he llamado a Alec muchas cosas, pero nunca se me ocurrió que no fuera honrado.
—Bueno, no creo que debas preocuparte…
—¿Preocuparme? ¿Por Alec? ¡Es lo último que se me pasaría por la cabeza en este momento!
—De todos modos, no hay nada que lo demuestre, aparte de un documento bastante incriminatorio —dijo Harriet, mirando a Adil con gesto interrogante.
Adil negó con la cabeza.
—Entonces es como yo me imaginaba. Lo tiene Alec, y él difícilmente va a entregarse, ¿verdad?
—¿Qué nombre? —interrumpió Adil, y dirigió a Lydia una sutil mirada de advertencia, para que se tranquilizara—. ¿Qué nombre empleó para hacer el viaje?
—No me acuerdo —dijo Harriet—. Lo siento.
Lydia no la creyó, y debió de notársele.
—Digo la verdad —dijo Harriet—. No lo oí nada más que una vez. Era un nombre parecido al suyo. Créeme que yo no sabía nada hasta poco antes de la muerte de George.
—¿Qué pasó? —preguntó Adil.
—Cuando lo quemamos todo, vimos que faltaba ese documento. George no sabía si te lo habías llevado tú, Adil, o si lo tenía Alec. Tanto en un caso como en el otro, George no podía tolerar que su nombre se viera manchado si llegaba a descubrirse la verdad. Un hombre de su posición. Fue entonces cuando me lo confesó todo.
Harriet bajó los ojos unos momentos y a continuación miró a Lydia y Adil, con una sonrisa fingida que no se reflejaba en sus ojos.
Lydia tomó aire y apretó los labios para dominar su ira. Pensó que Harriet tal vez supiera más de lo que reconocía.
—Si yo no hubiera descubierto que mis hijas estaban vivas, ¿me habrías contado esto algún día, o pensabas seguir dejándome creer que estaban muertas?
—Querida, te lo he contado a mi manera. Fui yo quien descubrió la existencia de Clara y le pedí a Cicely que os presentase.
—Pero ¿cómo has podido hacerme algo así? ¿Cómo has podido ser tan cruel? Cuando me enteré de que habían muerto, fue a ti a quien acudí.
—Te prometo que yo entonces no sabía nada.
—Puede que no lo supieras entonces, pero lo sabes desde hace meses.
—Lo siento de verdad. Tenía que encontrar el modo de hacértelo saber sin incriminar a mi marido. Yo lo quería, a pesar de todos sus defectos, incluso cuando me enteré de lo que te había hecho.
Hubo un silencio. Lydia era consciente de la fuerza con que le latía el corazón y se alejó unos pasos antes de dirigirse de nuevo a Harriet.
—¡Esto es increíble! ¿Me estás diciendo que George retrasó mi llegada a Ipoh para dar tiempo a Alec en su huida? ¿Que me mintió en todo?
Harriet asintió.
—¿Y me hicisteis creer que mis hijas habían muerto?
—Lo siento. No fue del todo así.
—¿Qué quieres decir?
—Según me contó George, tardaron más de lo previsto en organizar el viaje.
Lydia se cubrió la boca con la mano.
—¡Dios mío! No lo aguanto. Me estás diciendo que no llegué a tiempo por los pelos.
Harriet carraspeó, pero no dijo nada.
—Pero ¿por qué era necesario todo esto? ¿Por qué no podía Alec llevarme con él?
—Ya sabes por qué —suspiró Harriet—. Él creía que estabas con Jack.
Lydia sintió que le estallaba la cabeza.
—¿Qué narices habría ocurrido si no hubieran incendiado la residencia? ¿Qué habría ocurrido si hubiera llegado a Ipoh y no hubiese encontrado a Alec?
—Supongo que habría planeado otra pista falsa —contestó Harriet.
—Y ¿al final?
Una sombra de culpa veló las facciones de Harriet.
—Lo siento.
No se oía nada más que la lluvia, golpeando en el patio, y un trueno poco después. Lydia notó que se le tensaba la mandíbula.
—¿Tienes la más mínima idea de lo que ha significado todo esto para mí? ¿Sabes que cuando creí que mis hijas habían muerto fue como si una parte de mí también dejara de existir?
Harriet tomó aire y bajó la vista.
—No, supongo que no lo sabes. Tú no has tenido hijos —añadió Lydia. Su voz empezaba a quebrarse. Era inconcebible que hubiesen podido engañarla tanto. Mientras se tranquilizaba, la voz de Adil rompió el silencio.
—¿Piensas quedarte aquí? —le preguntó a Harriet—. Lo digo porque las cosas han cambiado mucho desde la independencia.
—Creo que sí —dijo Harriet, en un tono algo más animado—. ¿Adónde voy a ir? Eso es lo triste de la vejez. Hay que conformarse con lo que se tiene. Ya no hay más segundas oportunidades. Pero no me quejo. Siempre he sabido de los sórdidos pasatiempos de George. Curiosamente, podía sobrellevarlo. Lo del tráfico de armas, eso ya no.
—Me lo imagino —dijo Lydia.
Hubo otra breve pausa, hasta que Harriet sonrió tímidamente.
—Me gusta Malasia. No me imagino volviendo a Surrey. Bueno, aquí la vida y la muerte son inseparables, ¿no? Por supuesto que es lo mismo en todas partes, pero aquí se palpa. Tu amigo Jack lo sabía.
Lydia se estremeció.
—Jugaba a la ruleta rusa. Ya sabes en qué consiste. Aunque eso fue antes de conocerte a ti, claro. Creo que fue la pérdida de sentido de la vida después de la guerra lo que le causó aquella depresión. Consiguió superarla cuando te conoció, aunque en casos como el suyo era solo cuestión de tiempo que… —Harriet no terminó la frase.
—No quiero saber nada más —dijo Lydia—. Jack está muerto y no veo ninguna necesidad de revivir el pasado. Creo que es mejor que nos vayamos. ¿Tú qué dices, Adil?
Harriet hizo caso omiso de estas palabras de Lydia.
—Solamente salimos de Malasia una vez, durante la guerra. En 1941. Poco antes de que los japoneses lanzaran el primer ataque aéreo contra Singapur.
Lydia y Adil intercambiaron una mirada mientras Harriet se dejaba llevar por sus recuerdos. Todavía enfadada, Lydia le hizo una pregunta a Adil, moviendo los labios. ¿Qué hacemos ahora? Con una leve inclinación de cabeza, él hizo señal de que se marcharan. La lluvia seguía aporreando la tierra como una metralleta. Lydia se sentía atrapada. Quería salir de allí y tenía la sensación de que, si se quedaba un minuto más, iba a perder el control por completo.
—Le debo la vida a George —continuó Harriet—. En 1942, cuando Malasia cayó, muchos amigos murieron. La vida. Está llena de vaivenes. Ya lo verás.
—Ya basta, por favor —dijo Lydia, consciente de que había subido el tono de voz—. No quiero mirar al pasado.
—Tienes razón, querida. Espero que podamos olvidar también los desafortunados negocios de George —contestó Harriet, volviéndose a Adil.
Adil la miró a los ojos, pero no dijo nada. Lydia necesitaba tiempo para pensar. Mientras Adil y Harriet seguían hablando un poco más, ella se concentró en un jarrón de espléndidas rosas de color rosa que había en una mesita, delante de la ventana. Despedían una fragancia dulce y embriagadora.
—Quedaos a pasar la noche —estaba diciendo Harriet—. ¿Os parece bien en camas gemelas? Hay más habitaciones, naturalmente, pero no están preparadas. La tormenta es demasiado fuerte para ir en coche.
—Es posible —dijo Adil, mirando a Lydia en busca de confirmación.
Lydia miró la lluvia y se encogió de hombros.
Harriet les indicó la puerta y, cuando ya se retiraban, Lydia volvió la cabeza por encima del hombro.
—¿Tendrías papel y pluma para enviar una carta por correo aéreo?
—Por supuesto. Diré que te lo lleven a la habitación.
En la pequeña habitación de invitados, al fondo de la casa, Lydia dejó la ventana ligeramente entornada y apagó la luz del techo. Una lámpara de mesa iluminaba tenuemente la estancia desde un rincón. Lydia se había parado junto a una de las camas. Adil se acercó a ella y retrocedió un paso para observar su expresión.
—¿Estás bien? —preguntó.
—La verdad es que estoy muy enfadada.
Le había impresionado la confesión de Harriet. Le había dejado una sensación de irrealidad a la que ahora se sumaba la circunstancia de estar a solas con Adil, en un dormitorio, en casa de Harriet. Todo sucedía muy deprisa, y estaba nerviosa, en primer lugar, por la intensidad de su ira, y por la explosión que sentía por dentro.
—Vamos a tumbarnos juntos en una de las camas —dijo él—. Hasta que te sientas mejor.
Se tumbaron, vestidos, encima de la colcha, con los dedos entrelazados. Lydia se puso de costado, mirando a Adil, y apoyó una mano en el muslo de él. Adil le estrechó la mano. Los pensamientos de Lydia iban y venían, repasando todo lo que había dicho Harriet.
—¿Ya estás más tranquila? —preguntó Adil al cabo de un rato.
—Sí.
Sintiéndose cohibida de repente, Lydia acarició la cara de Adil, y algo pasó del uno al otro. Muy despacio, él se dio la vuelta, se desabrochó la camisa y, apoyándose en un codo, bajó la cremallera lateral del vestido de Lydia. Después esperó. Ella deslizó una mano por debajo de su camisa y sintió su piel fresca mientras le acariciaba la espalda desde la cintura.
—Vamos a meternos en la cama —dijo Lydia.
—¿Estás segura?
—Estoy segura. ¡Quítate esa camisa, por favor!
Adil levantó los ojos y sonrió. Lydia lo miró un momento, echó la cabeza atrás y se rio con ganas. Él le recogió el pelo por detrás de las orejas y se sentó para quitarse la camisa. Lydia se sacó el vestido por la cabeza y se metió rápidamente en la cama, enredándose las piernas con las sábanas. Adil lanzó las sábanas al suelo de un puntapié. Lydia respiró despacio y cerró los ojos.
Hubo una época en la que Lydia creyó que nunca volvería a sentir paz. Aunque su aspecto seguía siendo el mismo, la vida la había envejecido, le había robado la inocencia, sustituyéndola por un conocimiento que ella nunca había pedido. La había distanciado de todo, pero gracias a eso había encontrado a Adil. Abrió los ojos, parpadeó y lo miró, sonriendo.
Hicieron el amor como una hoguera que arde muy despacio, y la sensación de incredulidad se mezcló con una emoción hasta entonces desconocida. Adil era dulce y sintonizaba plenamente con ella, tanto que Lydia a veces se quedaba sin respiración.
Cuando terminaron, Adil recogió una sábana del suelo para taparse. Lydia se acurrucó contra él en la cama estrecha. Adil le besó los párpados y, dichoso él, se quedó dormido al instante y empezó a roncar ligeramente. Lydia disfrutó de aquella intimidad. A la luz de la luna, lo vio sonreír en sueños mientras sus ronquidos se mezclaban con el tamborileo de la lluvia en el tejado. No quería separarse de él, pero no conseguía dormir y estaba desbordada por los acontecimientos del día, así que desenlazó brazos y piernas y decidió levantarse para escribir sus cartas.
Después de escribir a Hacienda, a la Seguridad Social y a Somerset House, apagó la luz y se acomodó entre las sábanas frescas de la otra cama. Adil conseguiría las direcciones a la mañana siguiente. Lydia estiró una mano para tocar la otra cama y sentir el calor de Adil. En la sencilla tranquilidad de la noche, cuando las palabras y los actos del día se daban por terminados, Lydia consiguió relajarse físicamente, pero no mentalmente.
La noche se había desplegado de improviso, y su cabeza no paraba de dar vueltas. Era insoportable no saber dónde estaban Emma y Fleur. Se las imaginó, sintió sus manos en las suyas y se puso a pensar por qué no había pruebas de su viaje. Si Alec seguía en Malasia, alguien tenía que saberlo, y con los contactos de Adil podrían averiguarlo. Pero no había rastro de ellos en ninguna parte. Además ¿para qué servía un pasaporte falso sino para salir del país? Volvió a pensar en los padres de Alec, aunque estaba segura de que él jamás volvería con ellos. ¿Cuántas veces había dicho lo mucho que detestaba todo aquello? Pensó que quizá hubiera ido en coche hasta Tailandia. Sin embargo, Adil ya se había encargado de preguntar en todos los puestos fronterizos.
¿Cómo habían podido prepararle una pista falsa y causarle un dolor tan profundo? ¿Y cómo había podido George engañarla de aquella manera? Movió la cabeza. Su aventura con Jack seguramente le había dolido a Alec más de lo que ella se figuraba. Cuando ya despuntaba el amanecer y unas bandas rojizas se extendían por el cielo, se oyeron sollozos a través de una ventana abierta. Harriet, pensó. Y por fin le pesaron los párpados y se quedó dormida.