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EL HOMENAJE IBA A CELEBRARSE en el parque. Nerviosa y con la respiración entrecortada, Lydia empezó a dar golpecitos en la repisa de la ventana. ¿Quién había dicho aquello de que sobrevivir en Malasia era como intentar sobrevivir en una ciénaga? Si uno intentaba salir, el fango lo devoraba; si se quedaba quieto, moría de calor y deshidratación. ¿Era Alec quien lo decía? ¿O Jack? Cerró los ojos. El infierno verde oscuro de Malasia seguía aterrándola, y, sin embargo, su belleza poco a poco se le había metido debajo de la piel: faquires que pisaban el fuego, encantadores de serpientes, aldeas remotas, la bruma que envolvía la selva.

Dejó que se le enfriara el café mientras miraba por la ventana el polvo y la basura que levantaba el viento. En algún momento había necesitado a Alec, y también a Jack. Ahora las cosas habían cambiado. Ella había cambiado. Miró su reloj. Era hora de marcharse y había decidido ir sola. Después tendría que encontrar otro trabajo y un apartamento propio, pero esta vez sería en Malasia, no en Singapur. Quería estar cerca de Adil, pero no podía quedarse para siempre en su casa.

En el parque, Lydia no quiso acercarse a las mujeres vestidas de colores discretos que se reunían en grupitos de tres o cuatro. Se abanicaban con sus sombreros de paja y cuchicheaban, con las cabezas muy juntas y una mano delante de la boca. Los hombres ya se habían congregado alrededor de Ralph, que iba de un lado a otro, muy ufano, antes de hacer una señal para pedir silencio.

Como administrador veterano en la nueva Malasia, comenzó con un discurso desapasionado sobre las vidas sacrificadas por la atrocidad de los terroristas durante los años de la Emergencia. Miró hacia donde estaba Lydia, pero ella no quiso cruzar una mirada con él. Aunque Lydia no quería estar allí, sabía que aquel acto era el último eslabón de una cadena que había empezado la noche en que los insurgentes prendieron fuego a la residencia, y se lo debía a Emma y a Fleur. Después de los discursos, saludó de lejos a personas a las que conocía, pero se apartó enseguida de sus miradas compasivas y no quiso oír esos tópicos comentarios que la llenaban de rabia y enfado. Esquivó a Cicely y solamente le dio la mano a Ralph. No necesitaba las condolencias de nadie.

Contenta de que la ceremonia hubiera terminado sin incidentes, ya se marchaba cuando vio venir a Cicely con gesto decidido y comprendió que no tenía escapatoria.

—Ya sé que no quieres hablar conmigo, pero hay alguien a quien tienes que conocer sin falta. No discutas, cariño.

A Lydia se le escapó un suspiro.

—Por Dios, Cicely, ¿es que nunca te das por vencida?

Sin hacerle caso, Cicely la cogió del brazo para acercarse a una mujer alta y rubia que estaba sola, fumando un cigarrillo. Cicely hizo las presentaciones escuetamente. La mujer se llamaba Clara y era estadounidense. Vivía con su hermana en Malasia desde los tiempos de la guerra y las dos habían trabajado para la Administración Británica. Llegaron al país en busca del marido de su hermana, desaparecido en combate, y las dos se quedaron. Tristemente, su hermana gemela era una de las secretarias que se encontraba en la residencia cuando se desencadenó el incendio. Después de presentarlas, Cicely se despidió moviendo un brazo y las dejó a solas.

—¿Vive usted aquí? —preguntó Clara, con acento de la costa oeste, estudiando a Lydia con interés.

—Ahora sí. He estado en Singapur.

—¿Un cigarrillo?

Lydia negó con la cabeza.

—No quiero ser descortés, pero…

La mujer levantó la mano.

—Iré directa al grano. ¿Tiene fotos de sus hijas?

Lydia tomó aire.

—Sí, pero no comprendo…

—Por favor, no tardaremos más de un minuto.

Lydia se quitó el relicario y le enseñó las fotos de las niñas.

Clara las examinó atentamente y acto seguido levantó la vista.

—¿Y dice usted que las niñas estaban en la residencia la noche del incendio?

—Todos los archivos se destruyeron, pero sí.

Clara hizo una pausa antes de observar una vez más el relicario.

—Yo estaba allí esa noche.

—Entonces tuvo que verlas —dijo Lydia, mordiéndose el labio.

Hubo una larga pausa.

¿Era esa la razón por la que Cicely las había presentado? Para que ella pudiese hablar con alguien que había presenciado el incendio, alguien que podía acercarla un poco a sus hijas, contarle cómo habían sido sus últimos días. Por fin recuperó la voz.

—¿Cómo estaban? ¿Parecían contentas?

Clara pareció dudar.

—El caso es que no las reconozco. Yo… —Se interrumpió bruscamente.

Lydia miró a lo lejos y frunció el ceño. Los ruidos del parque se intensificaron. Los insectos empezaron a zumbar, el tráfico se aceleró, y cuando el murmullo constante de las voces se cerró a su alrededor, Lydia deseó estar en otra parte.

—Lo siento —dijo. Y tendió la mano para recuperar el relicario—. No puedo con esto. Tengo que irme.

Clara miró las fotos por última vez, negó la cabeza y le devolvió el colgante.

—Antes del incendio pasó por allí una familia con dos niñas, pero se mudaron a una vivienda una semana antes. Y también había dos…

Lydia se quedó helada.

—¿Niñas?

—Eran niños.

Hubo un largo silencio. Lydia se llevó una mano al corazón.

—¿Está segura de que la familia de las niñas se había mudado?

—Completamente —sonrió Clara—. A pesar de que aquella noche fue una locura. Mi hermana llevaba ya tres meses allí, pero mucha gente se mudó al lanzarse la advertencia de que las oficinas de Ipoh estaban amenazadas. Por suerte, la residencia llevaba una temporada bastante vacía.

Todo aquello era incomprensible. Lydia sintió que el suelo empezaba a moverse.

—¿No había más niñas?

Clara negó con la cabeza.

—Dígame cómo era la familia de las niñas.

—Estaba el padre… Las dos niñas. —Se quedó callada mientras hacía memoria.

Lydia cruzó los brazos y sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Estaba más nerviosa que nunca.

Los ojos de Clara se iluminaron.

—Ya me acuerdo. La madre estaba embarazada. Por eso se marcharon, para estar en casa cuando llegara el momento de dar a luz. Pasaron dos o tres meses en la residencia, lo mismo que mi hermana. Y el marido estaba tan gordo como la mujer. Me acuerdo de que pensé que ella no era la única que comía por dos.

Lydia se acordó de Alec, flaco como un palo.

—Y no había más niñas.

—Era más de medianoche cuando me marché. Firmé el registro y me fijé en que los últimos huéspedes habían llegado a las seis. Una pareja de mediana edad, sin hijos. La fiesta se alargó mucho. Estaban todos borrachos y se acostaron en camas de campaña en la sala de recreo. El portero cerró con llave después de que yo saliera.

Hizo una pausa.

—Siga, por favor.

—Los terroristas rociaron la fachada con gasolina, todo alrededor, y bloquearon las salidas. Con tanta madera como había allí, todo ardió en cuestión de unos momentos. No volví a ver a mi hermana. —Se le escapó un suspiro, pero no bajó la mirada.

Lydia le tocó el brazo con gesto cariñoso.

—Eso significa que mis hijas solo podían estar allí si hubieran llegado después de medianoche.

—Nadie llegaba de noche. El toque de queda era muy estricto y habría sido demasiado peligroso. Yo pude marcharme porque me llevaron en un coche de policía. Calculan que el incendio empezó alrededor de la una o las dos de la madrugada.

—De todos modos, si ellas estaban en la residencia, llevaban por lo menos un par de semanas —dijo Lydia, al acordarse de que George le había dicho cuándo se habían ido a Ipoh—. Y usted tendría que haberlas visto.

—Veía a mi hermana a diario los tres meses que estuvo en la residencia, y, aparte de la familia que ya se había mudado, por allí no pasaron más niñas. Siempre hablábamos de la gente que se quedaba una temporada.

—En ese caso… —empezó Lydia. Sintió como si las piernas se volvieran de gelatina. Tendió las manos y Clara la sujetó con fuerza, pero aun así no consiguió terminar la frase. Tenía un nudo en la garganta y no podía decir palabra.

Clara tenía un gesto muy serio.

—Sé que es una impresión muy fuerte, pero estoy completamente segura de que sus hijas no estaban ni siquiera cerca de la residencia la noche del incendio.

Lydia cerró los ojos y tuvo la sensación de que le faltaba el aire. El corazón le zumbaba en los oídos, distorsionando todos los demás ruidos del parque. Clara abrazó a Lydia, acariciándole los hombros. Lydia trató de sobreponerse, se apartó y besó a Clara en la mejilla. Clara sonrió.

—Gracias. No se imagina cuánto se lo agradezco —acertó a decir. Y se alejó, con un torbellino de pensamientos que se dispersaban en un millón de direcciones distintas.

En la ciudad, los bebés lloraban, los vendedores voceaban sus mercancías y las mujeres paseaban chismorreando, cogidas del brazo. Pero Lydia no era consciente de los sonidos del mundo: el timbre de los rickshaws, los gritos de los niños que jugaban en las alcantarillas y la música que salía por las ventanas. No oía nada más que el latido de la sangre en los oídos mientras se abría camino entre la avalancha de gente que abarrotaba las calles, con los brazos abiertos, preparada para abrazar a sus hijas, preparada para sentir cómo latían sus corazones. ¡Sus corazones! Su carne viva y tierna. Dentro de su cabeza, las voces de sus niñas iban y venían. Vio a Emma sentada en su escritorio, en Malaca, escribiendo en su diario, con esa sonrisa tan intensa que tenía. Y lo práctica que era, incluso cuando Fleur se cayó en la zanja de desagüe. Su dulce Fleur.

Cada vez que acudía un recuerdo, a Lydia le escocían los ojos y tenía que secarse las lágrimas. ¡Pensar que estaban vivas, todos aquellos años! Estaba tan acostumbrada a creerlas muertas que le parecía inconcebible que pudieran no estarlo. Siempre las había llevado en su corazón, pero cada vez más dentro, porque el dolor era demasiado grande. Y se había acostumbrado a pensar que cada día se alejaba un poco más de ellas; por eso no entendía aquel giro tan inesperado: en adelante, al contrario, cada día estaría un paso más cerca. Se clavó una uña en la carne. No estaba soñando. Estaba completamente despierta y otra vez calándose bajo una lluvia plateada y fina.

Empezó a soplar el viento y Lydia se acordó de su hija Emma, de cuando tenía tres años y una ráfaga de viento le dio un revolcón, y Emma preguntó a gritos: «¿De dónde viene el viento, mami?». Lydia le contó que era el aliento de un gigante. Emma ladeó la cabeza, entrecerró los ojos y dijo: «No seas tonta, mami. Los gigantes no existen».

Poco a poco la idea se fue asentando y a Lydia le entraron ganas de pararse en mitad de la calle y gritar. Dar rienda suelta a aquella explosión de alegría que hacía latir con fuerza su corazón y le llenaba los ojos de lágrimas sin poder evitarlo. Estaba desquiciada y, al mismo tiempo, en éxtasis, transportada a un lugar en el que nada era igual, en el que la vida había cambiado como nunca habría sido capaz de imaginar. Un lugar en el que sus hijas podían morir y volver a nacer. Solo muy al principio habría sido capaz de creer algo semejante. Cuando se despertaba a medianoche, después de un sueño, y por espacio de un instante desgarrador creía que estaban vivas. Cuando tenía el olor del fuego metido en la cabeza y con él la chispa de la locura. Pero ahora que eso había ocurrido, que había ocurrido de verdad, Lydia quería ver a Adil. Lo necesitaba para convencerse de que todo era real.

Cuando oscureció en la ciudad y se encendieron las farolas, solo entonces volvió a casa de Adil. Le temblaban las manos mientras preparaba un café. Si estaban vivas, tal como aseguraba Clara, ¿dónde estaban y a qué había estado jugando Alec todo el tiempo? No tenía sentido. ¿Por qué iba a quitarle a sus hijas y esfumarse sin más? No podía ser por Jack. Ella le prometió que eso había terminado y era verdad. Alec lo había aceptado. Lydia llevaba mucho tiempo deseando que la tristeza terminara, y ahora, por fin, podía llegar ese momento. Pero por debajo de su alegría corría una corriente de dudas. ¿Y si Clara se equivocaba? O, aunque tuviera razón, ¿y si nunca encontrase a Emma y a Fleur?

Dejó el café, incapaz de pensar. ¿Estaría Alec en Malasia? ¿En algún lugar de aquel país invadido por una selva peligrosa?

El edificio de Adil, lleno de crujidos y chirridos, parecía tan intranquilo como ella. Abrió una ventana y se entretuvo observando a una anciana que andaba arrastrando los pies por la estrecha acera de enfrente. Pero la habitación empezó a cerrarse a su alrededor, y sintió que le picaba todo el cuerpo y le zumbaba la cabeza. Se sentó en el suelo, con las rodillas en el pecho, y se quedó mirando tres franjas de nubes rosas suspendidas en el cielo. Se acordó de los pájaros de colores, de los peces relucientes, de los insectos. ¿Seguían sus hijas en Malasia? Una línea dorada en forma de zigzag asomó entre las nubes, y Lydia lo interpretó como una señal. Estaban allí. Estaba segura. Se levantó y se miró en el espejo. Leyó en su expresión euforia y temor, se llevó una mano al corazón y respiró hondo varias veces seguidas.

Adil sabría qué hacer, pensó. Y decidió esperar, algo más tranquila.

Alrededor de una hora más tarde volvió la cabeza al oír que se abría la puerta. Adil se sentó a su lado, la cogió de la mano y la dejó sollozar. Cada vez que intentaba decir algo, un llanto incontenible le ahogaba la voz, pero cuando por fin terminó de contárselo todo y lo miró a los ojos, se vio reflejada en ellos.

—Son muy buenas noticias —dijo él.

—Son maravillosas.

Sorbió por la nariz un par de veces y no pudo dejar de sonreír. Y entonces, a pesar de que tenía sed y los ojos irritados de tanto llorar, el llanto dio paso a una risa incontenible.

Adil la acercó hacia él.

—Haré todo lo que sea necesario para ayudarte a encontrarlas.

—¿Qué haría yo sin ti?

—Te las ingeniarías, pero no hace falta. Lo conseguiremos. Te lo prometo.

Bajó la cabeza y, por primera vez, besó a Lydia en los labios.

Cuando se sentó a su lado y la abrazó, Lydia sintió que la soledad que la acompañaba desde hacía tanto tiempo se diluía de repente. Con el corazón palpitante, comprendió que la soledad daba paso a una sensación de pertenencia y, por vez primera, desde el aciago día en que creyó que sus hijas habían muerto, Lydia se sintió segura.