19
ERA UN FRÍO DÍA DE SEPTIEMBRE. Los campos amanecieron cubiertos por una neblina blanca tan densa que ocultaba totalmente el edificio del colegio. Pensé que ojalá se quedara así para siempre. Desaparecido. Mi padre, al volante, subió por la avenida bordeada de robles que poco a poco dejaban ver sus hojas rojas y doradas.
Fleur y yo no conocíamos el otoño. Mi último día en casa, mi hermana disfrutó corriendo por el césped con una escoba, persiguiendo las hojas cuando el viento se las llevaba volando a lo largo de la alambrada donde crecían los espinos. Al fondo del jardín había un haya de color naranja. El nuestro era el único jardín de la hilera que tenía un árbol grande. El abuelo había colgado allí un columpio al principio del verano y Fleur pasaba horas y horas columpiándose.
La noche anterior la abuela me ayudó a hacer la maleta. Dos mudas, decía la lista, el uniforme del colegio y otro vestido de calle; mis zapatillas, pijama, mis cuadernos y un plumín. También me llevé la nota de mi madre, doblada, y su foto enmarcada, la que había conseguido traer de nuestra casa en Malaca. Eso no figuraba en la lista, así que tenía que ser un secreto. La abuela me dio un abrazo fuerte cuando terminamos. Le olía la piel a lirios del valle y vi que tenía los ojos llenos de lágrimas.
Penridge Hall era un caserón victoriano de tres plantas. La abuela me contó que se había utilizado como hospital durante la guerra y ahora era un internado, sobre todo para niñas con «problemas», dirigido en parte por monjas. En eso me había convertido yo de pronto. En un problema.
Procuré dominarme cuando mi padre aparcó su Morris Oxford. Procuré aguantar, porque sabía que no serviría de nada, pero al final me agarré de su chaqueta y le solté de sopetón:
—No me obligues. Me portaré bien, te lo juro. Por favor, papá.
Apartó mi mano, pero se ablandó un poco.
—Es por tu bien, Emma. No puedes atacar al señor Oliver y esperar que no te castiguen.
—Pero, ¡si no he hecho nada malo en todo el verano! Te prometo que nunca más volveré a hacer una cosa así.
Mi padre tensó la mandíbula y vi que la piel de alrededor de los párpados se volvía blanca.
—Eso ya no es posible. Es demasiado tarde para promesas. Te pregunté por qué lo habías hecho y no supiste responder. No se puede confiar en ti. Espero que aquí te hagan entrar en razón. Ahora, sal del coche y no pongas mala cara, Emma. Ten un poco de dignidad.
Levanté la cabeza, haciendo caso omiso de la hilera de ojos que me observaban desde una ventana del piso de arriba, aunque lo cierto es que tenía miedo y me sudaban las manos. Mientras cruzábamos el césped bien cuidado y subíamos los escalones de la entrada principal, que daba a un vestíbulo cuadrado, sentí como si me engulleran. Dejamos atrás la puerta de cristal esmerilado, donde nos esperaba una mujer, con un terrier en los brazos.
—Es la directora —dijo mi padre, tendiéndole la mano. Era evidente que ya la conocía.
—He avisado a la hermana Ruth —dijo ella.
—Muy amable.
Tenía una voz horrenda, como un relincho. Yo no levanté la cabeza, pero la miraba entre las pestañas. Tenía una pinta bastante cómica, con el pelo muy negro y manchas rojas en la cara. Sus ojos me observaban, parapetados detrás unas gafas de montura metálica.
Extendí una mano para acariciar al perro.
La directora me fulminó con la mirada.
—No toques al perro —dijo—. La hermana sabe todo lo que has hecho y le he dado órdenes expresas de que te vigile atentamente.
Agaché la cabeza.
—La directora me enviará un informe todos los meses para que sepamos cómo progresas —añadió papá.
—¿Eso quiere decir que podré volver a casa? —Sentí un cosquilleo en el estómago y aguanté la respiración.
—Ya veremos.
Mi padre le dio mi maleta a la directora. Se apoyó primero en un pie y luego en el otro. Parecía incómodo y no paraba de mirar hacia la puerta. Por fin se obligó a sonreír, se despidió de la directora inclinando la cabeza y se marchó. Parpadeé deprisa para no echarme a llorar. Ni un beso en la mejilla. Ni un abrazo. Nada que me hiciera sentir un poco mejor. La directora me dijo que esperase, dio media vuelta y entró en su despacho.
Hice acopio de valor para levantar la cabeza y echar un vistazo al vestíbulo. Tres señoras cotilleaban a sus anchas en un rincón. Llevaban faldas de cuadros anchas, rebecas azul marino y blusas blancas holgadas. Unos tobillos gordos asomaban por encima de los zapatos de cordones. Con ellas había una chica que llevaba colgado del cuello un cartel en el que decía que era una holgazana. Leí el cartel y la miré a los ojos. Me hizo un guiño y le contesté de la misma manera.
Sonó un timbre que perforaba el tímpano y las señoras se retiraron.
—¿Quiénes eran? —me atreví a preguntarle a la chica del cartel—. ¿Tías tuyas?
—La de lengua, la de francés y la de música.
—¿Profesoras? —Me quedé pasmada, acostumbrada a las elegantes profesoras del Holy Infant College.
Otra vez sonó el timbre, la chica se marchó y el vestíbulo se quedó desierto. Cerré los ojos. ¿Es que mi padre nunca había hecho nada malo de verdad? ¿Cómo no se daba cuenta?
La primera noche que pasé en aquel edificio frío y sucio me puse encima toda la ropa que había llevado. Dejaban las ventanas abiertas de noche y el frío se metía hasta los huesos. Tapada únicamente con una colcha de ganchillo y un edredón fino, no paraba de tiritar en la cama con barrotes de metal. Cuando no podía dormir, entraba en calor pensando en mi madre, como si me tomara un cuenco de gachas de avena con sirope. No podía creerme que llevara nueve meses lejos de Malasia y sin ver a mi madre. Pensaba en nuestra casa y nuestro jardín. En la buganvilla morada, en las orquídeas pálidas y en las sigilosas lagartijas. Allí nunca hacía frío, como aquí.
En el colegio hacía casi tanto frío de día como de noche. A pesar del ruido que hacían los radiadores, ninguna de las habitaciones llegaba a caldearse. Las niñas se apiñaban en grupitos, y en general me ignoraban, menos dos que eran malísimas y me escondían la cartera un día entero. El sábado, después de una de las semanas más largas de mi vida, recibí por correo una tableta de chocolate Cadbury que me enviaba mi abuela. Por detrás, pegada con celo, había una moneda de dos chelines. Muchas de mis compañeras venían de muy lejos, y podían ser tanto de la India como de Worcestershire. No todas tenían la suerte de que les enviaran chocolate, así que decidí compartirlo con la chica del cartel. Se puso muy contenta. Me miró muy sonriente, con las manos en jarras.
—Soy Susan Edwards —dijo.
Mi nueva amiga tenía el pelo castaño, muy rizado, una nariz bastante grande y los ojos castaños y hundidos.
Nos sentamos a comer chocolate en un escalón del jardín.
—¿Cómo te acostumbras a esto? —pregunté.
—Te acostumbras —dijo.
—Y ¿qué me dices de la comida?
Se encogió de hombros.
—Asquerosa. De eso no se libra nadie.
Tenía razón. El olor a repollo hervido se colaba por todas partes. Aquel día teníamos cordero guisado con patatas, pero la carne estaba llena de cartílago y la salsa cubierta por una capa de grasa. De postre había una tarta de masa blandengue, con coco rallado y mermelada.
—Solo tienes que encontrar la manera de reírte —dijo Susan—. Yo soy adoptada. ¿Y tú?
—A veces me gustaría serlo.
Susan se rio.
—Como si lo fueras, ¿no?
Hice una mueca.
Papá no venía a verme, aunque me escribía unas cartas muy formales, que firmaba como: Tu padre, sin dar la más mínima señal de que me echaran de menos. Jamás hablaba de la carta de Malasia y tampoco del señor Oliver, como si, sencillamente, hubiera dejado de existir, aunque yo me acordaba a menudo del hilillo de sangre que resbalaba por su cuello. En sus cartas, mi padre manifestaba su conformidad o su disconformidad, según lo que le hubieran contado la monja o la profesora, pero ninguna carta era distinta de las demás.
Recibí aquella carta un día fresco y claro. Tenía ganas de salir a jugar al jardín a la hora de comer, pero me dijeron que la leyese en la secretaría y una secretaria me llevó un vaso de leche con cacao y malta y unas galletas pringosas de su propia comida. Por eso supe que la carta tenía que ser importante. Al principio me preocupé y no me atrevía a abrirla, pero la secretaria no se apartaba de mi lado, así que no tuve más remedio que hacerlo. Dentro del sobre había una sola cuartilla de papel azul, y mientras mordisqueaba la galleta me enteré de que mi abuelo se había ido. Al principio no lo entendí, pero entonces caí en la cuenta y lo sentí mucho por mi padre. Nunca se habían llevado bien y ahora que el abuelo había muerto ya no tenían ocasión de solucionar las cosas.
Pensé en la cara del abuelo, cubierta de manchas, en su pelo tan blanco que llamaba la atención, y en los pelillos que le asomaban por la nariz. La secretaria tenía que irse a hacer algo, así que llamaron a la hermana Ruth, mi tutora. Tenía la piel clara y los ojos grises, con una expresión tierna. La suya era una cara muy insulsa, pero cuando sonreía se ponía muy guapa. No era como las demás profesoras. Era buena, y te hacía sentir que te tenía cariño de verdad y estaba de tu parte.
Me llevaron a la enfermería y, al día siguiente, cuando me desperté, la hermana Ruth estaba inclinada sobre mí. A sus espaldas la luz entraba a raudales por las ventanas altas.
—¿Qué me pasa? —pregunté, aterrada porque creía que me estaba muriendo.
—Es la gripe.
—Nunca me pasó esto en Malasia —gemí.
—No, es una enfermedad muy británica. El clima no ayuda —dijo con una sonrisa—. Siéntate un momento. Voy a ahuecarte las almohadas y a lavarte un poco.
El jabón fuerte que nos daban para que nos lavásemos como los gatos, por la mañana y por la noche, me hizo sentir peor aún, pero me aguanté, viendo que la hermana Ruth lo hacía con buena intención.
Ella también tenía una tos horrible. Le temblaba todo el cuerpo y se quedaba sin color.
—¿La ha cogido usted también?
Negó con la cabeza.
—¿Por qué no puedo dejar de temblar?
Me arropó con otra manta más y se sentó a mi lado.
—¿Cómo era Malasia? Muchas veces pienso cómo sería ser misionera en Oriente.
Se me hizo un nudo en la garganta y se me humedecieron los ojos.
—¿Te gustaría hablar de tu madre? —preguntó la hermana Ruth, mientras escurría una toalla que había mojado en agua templada y me la ponía en la frente con mucho cuidado. Después se quedó callada, con las manos unidas en el regazo.
No entendía por qué me preguntaba por mamá y no sabía qué tenía que decir. De todos modos me alegré, porque nunca tenía la oportunidad de hablar de mamá con nadie.
—Es muy guapa y se llama Lydia. —Me quedé pensativa—. Siempre está cantando y hace unos disfraces increíbles. Por lo menos antes los hacía. Fleur, mi hermana pequeña, se disfrazó de señorita Muffet y yo de muñeco de nieve.
—Debió de ser muy divertido.
—Sí. Yo gané un premio. Y mamá y papá ganaron otro. Iban de Peter Pan y Capitán Garfio. Aprendió a coser en el convento. Pero allí estaba muy triste.
—Y eso ¿por qué?
—Porque nunca conoció a su madre. Solo sabe su nombre: Emma. Yo me llamo como ella.
La hermana me miró y sonrió.
—¿Sabes qué le pasó a su madre?
—No. En realidad mamá nació en el convento. Las monjas la criaron y también estudió allí.
—¿Y sabes qué convento era?
—No estoy segura. Puede que fuera el de St. Joseph. ¿O el de St. Peter? —Debí de poner una cara muy tristona, porque la hermana Ruth me dio un beso en la mejilla.
—No sé si será el mismo, pero hay un convento de St. Joseph cerca de aquí. Pero no es un colegio: hacen retiros cristianos. Bueno. Ya está bien de charla. Tienes que descansar.
La miré a los ojos y supe que había encontrado una amiga en la hermana Ruth.
Era la encargada de pasar lista, y cuando se encontraba bien nos daba clase de historia y de religión. Cuando estaba enferma, parecía delgada y nerviosa, le salían manchas rojas en las mejillas y tenía un brillo extraño en los ojos. La señora Wiseman sustituía a la hermana Ruth cuando estaba enferma. Era una señora de Gales, enana, con los ojos negros, el pelo liso y gris y pelillos en la barba. Tenía la nariz roja y un acento tan cerrado que me costó semanas entenderla. Pero ahora que Susan Edwards y la hermana Ruth estaban de mi lado, ya no me sentía completamente sola y estaba contenta. No eran como mi madre, pero es que nadie lo era.