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ESTÁBAMOS A MEDIADOS DEL OTOÑO de 1957. Recordé nuestro primer febrero en Inglaterra, en 1955, cuando acabábamos de llegar y yo describía en mi cuaderno las heladas que cubrían de escarcha la ventana de nuestro dormitorio y la sensación desconocida de sentir el humo del carbón en el aire cuando volvíamos del colegio. Pero eso me traía demasiados recuerdos de mi madre.

Veronica asomó la cabeza por la puerta. Mi padre y ella aún no se habían casado, por el retraso de aquel viaje suyo a África.

Entró, me pasó un brazo por los hombros y miró mi cuaderno.

—¿Un relato nuevo?

—En realidad no.

—Oye, Emma, tengo muchísima prisa, pero he pasado un momento para darte una noticia muy emocionante.

Levanté los ojos, sintiendo un cosquilleo en todo el cuerpo.

—¿Han encontrado a mamá?

Veronica se sentó en la cama con gesto de leve decepción.

—No, cariño. Lo siento. Eso ya lo hemos hablado y sabes que no puede ser. Pero te prometo que te va a gustar.

Justo en ese momento, Fleur entró en mi habitación con mucho alboroto y cerró la puerta a sus espaldas.

Me volví hacia ella y la miré con mala cara, enfadada por la interrupción.

—Estamos hablando, Fleur.

—¿Sabes qué? —dijo Fleur, sin hacerme caso. No podía estarse quieta. Tenía los ojos brillantes y las mejillas encendidas—. No lo has visto, ¿verdad?

—¿Qué no he visto?

Se sentó en mi cama, al lado de Veronica, y empezó a dar brincos.

—El chico que lo ha traído. Era guapísimo. Llevaba un uniforme azul marino con ribetes rojos y un gorrito. Me ha silbado.

—Fleur, ¿qué tonterías estás diciendo? —preguntó Veronica, mientras cogía su bolso.

—El telegrama. Era para Emma. Lo ha cogido papá.

—¿Ahora mismo? —pregunté.

—Hace un rato. Parecía del extranjero. Papá ha subido con el telegrama.

A pesar de todo, Fleur seguía siendo plenamente leal a mi padre, por eso me extrañó que me contara aquello. Arrugó la frente y bajó la mirada.

—Pensé que venía a dártelo —añadió—. Pero como no has dicho nada, quería saber de quién era. ¿Seguro que no te lo ha dado?

Negué con la cabeza. Desde el día en que me abrazó, apenas nos acercábamos el uno al otro. A los dos nos daba demasiada vergüenza hablar de lo ocurrido.

—No digas que te lo he contado —suplicó Fleur, agrandando los ojos.

—Entonces ¿cómo voy a pedírselo?

Fleur hizo una mueca.

—Creo que deberías pedírselo —dijo Veronica—. Yo tengo que irme. Nos vemos mañana, Emma. ¿De acuerdo?

Asentí, aunque estaba enfadada con Fleur. Ahora tendría que esperar al día siguiente para enterarme de las noticias de Veronica.

—¿No te quedas a comer? —preguntó Fleur.

Veronica dijo que no.

Fleur y yo bajamos después de que ella se marchara.

Papá estaba en la cocina, calentando una crema de pollo Campbell. Era la sopa favorita de Fleur, aunque a mí me gustaba mucho más la crema casera de guisantes que hacía mi abuela. Tragué saliva para deshacer el nudo que se me hacía en la garganta cada vez que pensaba en mi abuela y crucé los brazos.

—¿Me das el telegrama, por favor? —dije, tratando de aparentar tranquilidad.

Me miró con gesto severo, pero no me dejé intimidar.

—El que viene a mi nombre.

—Solo quería protegerte —dijo, hundiendo los hombros.

—Pero, papá, es para mí. Fleur lo ha visto.

Fleur se había sentado y no apartaba los ojos de la mesa de formica. Como si la imagen de las cazuelas, las zanahorias y las fuentes de horno la absorbiera por completo.

Me acordé de otra cosa.

—¿Por qué no nos has dicho que quieres vender la casa? Billy me lo ha contado.

—Ya sabes que eso tenía que pasar tarde o temprano —contestó, dándome la espalda para remover la sopa.

Sentí un hormigueo por todo el cuerpo, pero conseguí dominarme.

—No, papá, no lo sé. No sé nada, porque tú no me lo cuentas.

Se hizo un silencio y no se oyó nada más que el borboteo de la sopa que ya hervía y el roce de la cuchara de madera en el fondo del cazo.

—Además, yo no quiero mudarme.

Dio media vuelta para enfrentarse a mí.

—Esa decisión no te corresponde.

Extendí la mano.

—¿Me das el telegrama, por favor?

—Fleur se ha equivocado. El telegrama no era para ti.

Fleur abrió la boca, sorprendida. Para ella, papá nunca hacía nada mal.

—¿Qué era, entonces?

—Te has pasado de la raya, Emma. El telegrama no es de tu incumbencia.

De repente pareció como si se quedara sin aire y bajó la vista.

—Servíos la sopa. Enseguida vuelvo.

Las nuevas persianas de láminas estaban bajadas y apenas una rendija de luz iluminaba la cocina en penumbra. Serví la sopa y comimos en silencio.

Al ver que papá no volvía, Fleur salió a la calle a dar volteretas laterales y yo subí de puntillas a su dormitorio. No estaba allí. Tampoco había rastro del telegrama. No entendía por qué no me lo enseñaba, aunque solo fuera para demostrar que no era para mí. Seguro que tenía algo que ver con mamá. Seguro. Me miré en el espejo del tocador y me vi pálida, con ojeras oscuras. Fuera, una bandada de estorninos pasó silbando mientras giraba en el cielo en dirección al pueblo.

Estaba inquieta. Oía el siseo de las serpientes de la selva, sigilosas y acechantes entre las hierbas altas. Me deshice de aquella sensación. Estaba en Inglaterra. No había serpientes. Ni selva.

Entré en mi dormitorio y vi que Veronica había dejado una nota en mi cuaderno.

Nos vemos mañana, en el Ayuntamiento, a las diez en punto. Trae tu carta de Johnson, Price y Cía.