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LA HIERBA OLÍA A CACA DE GATO y los arriates del abuelo, antes tan bonitos, estaban llenos de cardos y dientes de león. El ambiente estaba cargado de los olores propios del fin del verano. Papá levantó la vieja máquina de cortar el césped, examinó las cuchillas oxidadas, se encogió de hombros y se dio por vencido. Se fue, no sé dónde, encorvado y desaliñado. Debía de echar de menos a Veronica. Yo también me sentía sola. Fleur estaba más callada que nunca, y Billy, ocupado, ayudando a su padre.
Me imaginé la casa, a la orilla del mar, en que viviría mi próxima heroína. En Estados Unidos, de madera blanca y rodeada de agua. Acababa de llevarla hasta la orilla del mar cuando oí una voz.
—Hola. ¿Hay alguien?
La voz de Veronica sonaba distinta, forzada, como cuando alguien intenta ocultar sus verdaderos sentimientos. Levanté la vista y la vi llegar rodeando la casa. Tenía muy mal aspecto: la piel, siempre impecable, llena de manchas rojas, y el pelo, descuidado. Le acerqué una silla de jardín y se dejó caer en ella. Con los hombros temblorosos, buscó un kleenex en su bolso.
Ninguna de las dos dijo nada, hasta que ella tragó saliva y se le escapó una especie de sollozo contenido. Yo no sabía adónde mirar, incómoda por aquella insólita exhibición de sentimientos. Por un momento confié en que el señor Oliver hubiera muerto, pero enseguida borré los malos pensamientos de mi cabeza.
—Creía que estabas en África.
Veronica me miró.
—Es Sidney —dijo, y rompió a llorar de verdad. Me mordí el labio, la miré a los ojos y vi que tenía una expresión de pánico. De nuevo tragó saliva y apretó la cara. Veronica casi siempre estaba contenta, tranquila y dueña de sí. Era horroroso verla en aquel estado. Al final se sonó la nariz y consiguió contener el llanto.
—No estaba enfermo. Lo han detenido.
Me quedé petrificada, sin pestañear. No me atreví a preguntar por qué, pero lo supe de todos modos.
—Por… —No pudo continuar.
Las dos guardamos silencio. Me miró, con los ojos llenos de lágrimas, y me dio un vuelco el corazón.
—Por abusar de una niña —acertó a decir, en voz tan baja que casi no se oía. Suspiró despacio y se secó los ojos—. Ya está. Ya lo he dicho. Lo siento. Quería ver a Alec.
—Ha salido —dije, agachando la cabeza.
—¿Emma?
Negué con la cabeza. No podía mirarla.
—Emma —repitió, y me puso una mano en el brazo—. Cariño, quiero que me cuentes la verdad.
Volví a negar con la cabeza, y esta vez me tapé los oídos. No quería que me tocara, no quería escucharla. Me sentía como una planta malu-malu, y quería cerrarme, esconderme para que nadie pudiera tocarme jamás.
Veronica se inclinó, me apartó las manos de los oídos y me levantó la barbilla. Al verla tan blanca, supe que lo había adivinado.
—¿Por eso le clavaste el dardo? —preguntó, con un hilo de voz.
Asentí y me abracé.
—No, por favor. A ti no, cielo. ¿Qué te hizo?
Me levanté bruscamente. No quería contárselo a nadie. Por nada del mundo. Por nada.
—¿Por qué no nos lo dijiste?
El jardín empezó a moverse. Los árboles, al fondo, se agitaron. Di media vuelta. Me sentía atrapada. Me ardía la cabeza como si fuera a explotar. Tuve la sensación de que había perdido la voz y, si intentaba decir algo, las palabras, terribles, se pegarían a mis labios. Y entonces, de mi boca saldría todo. Todos mis secretos caerían al suelo delante de mi padre. Todas las cosas malas que pensaba de él y de lo que le había ocurrido a mi madre y todos los pecados que había cometido con Billy. Todos mis planes. Todo lo que llevaba dentro.
—Porque nadie me habría creído —conseguí contestar.
—No nos diste la oportunidad.
—Me hizo sentir sucia —dije, dando un paso atrás.
Salí corriendo, subí al cuarto de baño, me encerré por dentro y me senté en el suelo. Cuando dejé de llorar, me miré los ojos hinchados en el espejo. Vi en ellos todo el dolor por haber perdido a mi madre. Y también el miedo, porque nunca volvería a ver a la persona a la que quería más que a nadie. No había podido contarle a mi madre lo que me hizo el señor Oliver. No había podido preguntarle qué tenía que hacer. Yo creía que mi dolor estaba muy bien guardado, pero ¿lo veía todo el mundo en mis ojos? Llené el lavabo de agua, la removí, me lavé la cara y volví a sentarme en el suelo, abrazada a las rodillas. Me sujeté con fuerza, para no romperme en pedazos.
Oí voces al pie de la escalera. Papá había vuelto y estaba hablando con Veronica. No entendí lo que ella decía, pero la oí sollozar, y a mi padre, consolarla. Nunca habría sitio para mí cerca de mi padre.
A las voces les siguieron unos pasos en las escaleras. Esperaba que fuese Veronica y no mi padre.
—¿Emma?
Era ella, pero yo seguía sin ser capaz de decir nada y me latía el corazón con tanta fuerza que apenas podía respirar.
Llamó a la puerta.
—Emma, cariño. Lo siento muchísimo. Haré todo lo que esté en mi mano.
Sentí una rabia incontenible y abrí la puerta de golpe.
—Tú lo sabías —le reproché—. Seguro que lo sabías desde el principio.
Retrocedió, como si le hubiera dado un puñetazo, negó con la cabeza y se agarró a la barandilla, que tenía a sus espaldas.
—No, te lo juro. Te lo prometo.
Vi una expresión de horror en su mirada y oí subir a mi padre. Apenas había sitio para los tres en el rellano, delante de la puerta del baño. Yo quería salir corriendo, pero al ver el gesto afligido y los ojos llorosos, me quedé donde estaba. Nadie se movía ni decía nada. Posé la mirada en el empapelado de la pared, con relieves de terciopelo. Rosas de color rosa y nomeolvides azules. Lo había elegido la abuela. Se me hizo un nudo en la garganta. El silencio se volvió aún más denso. Parecía como si el mundo entero se hubiera detenido. Entonces, mi padre me tendió los brazos y, con un sollozo, me acerqué a él. Por primera vez, que yo recordara, me abrazó y me acarició la cabeza.
—Perdóname, hija.
Nos quedamos un buen rato abrazados. Al final, yo resoplé, me sequé las lágrimas y me aparté de él. Mi padre no sabía cómo mirarme después de lo ocurrido. Tomé aire y le ofrecí la mano. Arrugó la frente, como si no entendiera aquel gesto. De repente parecía muy delgado, agotado. Solté el aire despacio.
Veronica me pasó un brazo por los hombros y me llevó a la cocina, donde Fleur estaba sentada, delante de la mesa, con la cara completamente blanca.
—¿Verdad que ya ha pasado todo? —preguntó, con un hilillo de voz.