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POR FIN, AL CABO DE UNAS SEMANAS, se publicó el artículo, pero no hubo respuesta al telegrama que había enviado a Emma, ni se encontró ninguna pista en el registro de pasajeros, y Lydia seguía totalmente desconcertada. En la oficina de correos pidió una etiqueta de envío por avión, dobló el artículo en cuatro y lo metió en un sobre grande y marrón. Le dolía la cabeza y se secó el sudor de la frente. Abrió la agenda de un manotazo y buscó la dirección. No creía que Alec estuviera en Inglaterra y tampoco que hubiera comunicado a sus padres dónde vivía, pero tenía que intentarlo.
Había recibido una amable contestación de Somerset House, donde no constaba ningún matrimonio. En Hacienda no les estaba permitido facilitar la información que ella solicitaba, y de momento no había tenido respuesta de la Seguridad Social. Adil incluso había ido personalmente a la nueva sede del Alto Comisionado Británico en Kuala Lumpur. Tenía su sede en un edificio deslumbrante, con una galería de columnas y un frondoso jardín, pero todo era un caos. Vuelva dentro de un par de meses, le habían dicho. Adil y Lydia habían decidido indagar sistemáticamente en los dos países hasta dar con algo. Pero el correo, incluso por avión, tardaba una eternidad. ¿Qué iba a hacer Lydia para conseguir dinero? Los ahorros de Singapur le permitirían vivir como máximo un par meses y hacer un viaje largo, pero nada más; así que tendría que buscar trabajo de nuevo, esta vez en Malaca.
De vuelta en casa de Adil, se tomó un café solo, sin azúcar, mientras miraba con inquietud a los vendedores ambulantes. El murmullo de la ciudad se fundía en un todo indistinguible. Chino, indio. Retazos de música malaya, con ese sonido metálico que ponía los nervios de punta. Un movimiento en la acera de enfrente llamó su atención. A la sombra de un portal, vio a una mujer que miraba hacia arriba, entrecerrando los ojos para protegerse de la luz.
Lydia la miró y la mujer le hizo una seña, parpadeando. Llevaba un vestido azul claro, con flores azules en el dobladillo. Seguramente no… No podía ser. Sintió que se mareaba y se frotó las sienes. ¿Sería un efecto secundario de las pastillas chinas que le había dado Adil para el dolor de cabeza? Cogió su bolso y bajó a la calle. Encontró un sobre en la alfombrilla de la entrada y lo guardó en el bolso. Nada más poner el pie en la acera, sintió una bofetada de calor. Examinó la calle abarrotada de rickshaws y vendedores. La mujer ya no estaba. Dio media vuelta y ya iba a entrar de nuevo cuando vio de reojo una falda azul que doblaba la esquina. La mujer volvió a hacerle una seña y Lydia no pudo resistirse. La siguió y empezó a sudar.
La desconocida se adentró por el laberinto de callejuelas que desembocaba en el antiguo barrio chino, cerca del muelle. Había mucho ruido en todas partes. Timbres de bicicletas, ladridos de perros y trinos de pájaros encerrados en sus jaulas. Una pandilla de niños salvajes perseguía a unos malayos que iban pedaleando. Lydia se apartó. Los malayos consiguieron escapar, pero los niños la rodearon y empezaron a gritar y a señalarla con el dedo. Sintió pánico y se le aceleró el corazón. La mujer del vestido azul se volvió al oír el alboroto y gritó en chino. Los niños se esfumaron.
A partir del cruce, donde unos carteles rotos con imágenes de acróbatas se disputaban la atención de los viandantes con octavillas de propaganda de la antigua Administración Británica pegadas en las paredes, las calles se estrechaban y había que abrirse camino entre la ropa tendida en las ventanas de lado a lado. Lydia dudó. Temía que pudieran atacarla. La desconocida, que seguía unos pasos por delante, empezó a cruzar un puente y, con gesto rápido, volvió la cabeza para indicar a Lydia que la siguiera. Era mediodía y a través de una puerta abierta salía un aroma a guindilla y a pato crujiente; por otra, a tamarindo y a cilantro.
Vistas de cerca, las casas eran pequeñas y estrechas. Lydia sujetó el bolso contra su pecho. Le daba vueltas la cabeza con tanto ruido. No había contado con las multitudes y le costaba respirar, pero se secó la frente con la mano y continuó adelante. La mujer se había alejado mucho, y aunque Lydia ya no la veía bien, seguía el destello azul, adentrándose cada vez más en el corazón del barrio. Las calles empezaron a vaciarse poco a poco, y pudo apretar el paso, dejando atrás herbolarios, joyerías y tiendas que vendían artículos de papel para quemarlos junto a las sepulturas, en el cementerio chino. Al pasar por delante de un escaparate vio una guitarra, una pagoda y un sampán de papel.
Se detuvo un momento a tomar aire en uno de los estrechos puentes que cruzaban los canales y vio los pececillos que surcaban a toda prisa las orillas plateadas. No tenía la más remota idea de dónde estaba. Hacía siglos que no veía un taxi y cayó en la cuenta de que iba a ser incapaz de encontrar el camino de vuelta. Pero entonces vio a la mujer, que se había parado al borde de una alcantarilla.
El olor era nauseabundo, y ahora que tenía la ocasión de verla de cerca, era evidente que la desconocida no se encontraba bien. Estaba pálida y famélica. Seguía esperando con un brillo de reprobación en la mirada. Momentos después siguió adelante, empujando unas verjas con forma de dragón que daban al muelle. Dio unos pasos a la izquierda, entró por un pasadizo estrecho y se paró en la puerta de una de las míseras chabolas construidas al borde del agua.
Entró y se puso en cuclillas encima de una estera muy vieja. Lydia la siguió y buscó una silla con la mirada. No había ninguna. El sórdido cuartucho olía a perfume barato y a piña podrida, y el techo estaba negro, completamente cubierto de moscas. No vio nada más que una lámpara de parafina en un rincón y un par de pantalones colgados de un clavo. Unos tablones con un colchón encima formaban el camastro, que se dobló al sentarse Lydia en el borde. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, empezó a fijarse en las facciones de la desconocida y vio que, a pesar de su aspecto desastroso, había orgullo en su expresión.
La desconocida habló deliberadamente despacio.
—¿No me reconoces?
Lydia negó con la cabeza.
—¿Debería? —preguntó.
La otra miró a Lydia con disgusto y escupió en el suelo.
—No. Las que no son como tú no reconocen a nadie.
—¿Como yo?
—Una blanca mimada. Señora —dijo, acentuando esta última palabra con desprecio.
Lydia no entendía a qué venía tanta hostilidad.
—¿Qué quieres?
La desconocida entrecerró los ojos.
—¿Lo has leído? —preguntó.
Lydia frunció el ceño.
—¿No lo has leído?
Lydia se quedó pensativa y buscó en su bolso.
—¿Te refieres a esto?
La joven asintió mientras Lydia rasgaba el sobre del que cayó una nota que revoloteó por el aire y aterrizó en el suelo. Lydia se agachó y encontró un cheque. No entendía el nombre del beneficiario, pero alguien había recibido un cheque de Alec por valor de varios cientos de dólares.
Lydia se quedó atónita.
—Mi precio por el silencio —dijo la desconocida, sin apartar los ojos de Lydia.
—¿Tu silencio?
—No es posible que seas tan idiota.
—No tengo ni idea de qué es todo esto —contestó Lydia, molesta. Examinó el cheque. Tenía fecha de tres semanas antes de que Alec desapareciera, y era evidente que no se había cobrado. Le dio la vuelta. No había nada escrito al dorso.
—Tu marido me pagó para que no abriera la boca. Me dio ese cheque. —Escupió en el suelo—. ¿De qué me sirve a mí un cheque? Eso le dije. En efectivo. Nada de cheques. Así que volvió con el efectivo y me pidió que le devolviera el cheque. Le dije que lo había roto.
—¿Te creyó?
—No lo sé, pero qué iba a hacer. Es mi póliza de seguro —dijo con una risotada, pero era una risa amarga y sus ojos no sonreían.
—No sé de qué me hablas.
—¡No de qué, de quién!
Lydia frunció el ceño.
—Maznan. Mi silencio. Por no decir quién es su padre.
Lydia la miró sin pestañear. ¿Podía ser verdad? Se fijó en el suelo de tierra, en las toscas paredes de tablones, en el techo plagado de moscas. Seguro que Alec nunca había estado allí. Era inconcebible.
La joven miró a Lydia con gesto complacido y asintió con la cabeza.
—A ver si consigo entenderlo —dijo Lydia—. ¿No me estarás diciendo que Maznan es hijo de Alec?
—Ah. Por fin lo ha entendido. Pero eso no es nada más que la primera parte.
Lydia sospechó que iba a pedirle dinero, pero no fue así.
—Lleva a Maznan con su padre.
Sorprendida, Lydia negó con la cabeza.
—No tengo ni idea de dónde está Alec. Además, ¿es que Maz no está feliz en el poblado?
—¡Un campo de refugiados! —protestó la joven—. Sin dinero, mi hermana no cuidará de él. Yo no tengo dinero, y estoy enferma. Pronto estaré muerta.
—¿Y por qué iba a creer que Maz es hijo de Alec?
La joven sacó un montoncillo de fotos de una bolsa que llevaba en la cintura y se las pasó a Lydia. En todas aparecía Alec desnudo, con aquella mujer. Eran unas fotos a cual más comprometedora.
—¿Él no sabía que le hicieron estas fotos?
La joven sonrió.
—Por supuesto que no.
—Pero ¿por qué?
—Una póliza de seguros. Ya te lo he dicho.
Lydia movió la cabeza a un lado y a otro.
—¡Qué manera de vivir!
—No todos podemos llevar una vida tan cómoda como la tuya, señora.
Lydia echó un vistazo a las demás fotos. En cuatro de ellas aparecía Alec, con un niño en las rodillas. El niño lo abrazaba del cuello y se acurrucaba contra él.
—Muy enternecedor —dijo, con mayor confianza de la que en realidad sentía—, pero esto no demuestra nada.
Le lanzó a la mujer las fotos, que terminaron en el suelo. La otra las recogió y las guardó con cuidado en la bolsa.
—¿Qué pasa con los abuelos de Maznan? ¿No quieren cuidar de él?
—Son demasiado mayores.
—Aunque te creyera, ¿por qué iba a ayudarte?
La joven meditó su respuesta.
—No es por mí. Es por Maznan.
—¿Y qué me dices de Jack? A él nadie lo ayudó.
—Impedí que te mataran a ti también. Querían matarte.
Cabía la posibilidad de que estuviera mintiendo. ¿Qué pruebas tenía? El cheque podía ser a cambio de cualquier cosa y el niño incluso podía no ser Maz. Lydia dudaba. No, eso no era verdad. En una de las fotos sí estaba claro que era Maznan, y Alec nunca habría consentido que un niño mestizo se le acercara tanto.
La joven se cruzó de brazos.
—¿Nunca te extrañó que tuviera los ojos tan claros, casi azules?
Lydia estaba muda, muy impresionada.
Su decepción era enorme, pero mucho peor todavía era que Alec hubiera sido capaz de abandonar a un niño.
—Ahora entiendo por qué yo era la persona perfecta para acompañar al niño. Todo quedaba en familia, por así decir.
Hubo una pausa, mientras Lydia se frotaba las sienes, donde el dolor empezaba a convertirse en un latido. Se acordó del desprecio con que había reaccionado Alec cuando ella le contó lo de Jack. Pero él se había acostado con Cicely y, si todo aquello era cierto, tenía un hijo con la hija de su chófer. Y entonces la asaltó un pensamiento que no le hizo ninguna gracia. ¿Estaba Adil al corriente de todo y no le había dicho nada? ¿Por eso la disuadió de llevarse al niño cuando hablaron por primera vez, camino de Ipoh?
A continuación se acordó del día en que conoció a Maz.
—Estaba herido cuando tu hermana lo trajo a mi casa. ¿Qué le había pasado?
La joven sonrió.
—Un accidente sin importancia, pero eso te ayudó a tomar la decisión.
Se oyó un ruido en la entrada. Una anciana, con pelillos blancos en el mentón, empujó a un niño, sonrió, enseñando una boca sin dientes, y se retiró acto seguido.
Lydia se levantó al instante.
—¡Maz!
La madre de Maz también se incorporó, abrazó al pequeño y dio un paso hacia Lydia, sin ningún desprecio ahora.
—¿Lo llevarás contigo?
Impresionó a Lydia ver tanta tristeza en los ojos de la joven.
—Pero es tu hijo.
—Yo no puedo darle una vida. Tu marido sí puede.
Lydia no sabía qué hacer. Le tenía mucho cariño a Maz, pero aquello era una locura. Se acordó de que Adil había dicho que la madre de Maz terminaría muerta y entonces, ¿qué sería del niño?
Maz se acercó a Lydia, sonriendo, y la cogió de la mano. Lydia, que sabía reconocer la derrota, le devolvió la sonrisa.
La joven los acompañó por el laberinto de callejuelas hasta el barrio de Adil. Lydia tenía la sensación de estar haciendo malabarismos con la vida, pero confiaba en descubrir adónde se había llevado Alec a sus hijas. Y ahora que el destino le confiaba el cuidado de Maz por segunda vez, tenía que encontrar a Alec, también por el bien del niño.
La joven besó a Maz en la frente y le dio a Lydia algo que iba envuelto en papel de seda.
—Lo necesitas para el pasaporte —dijo.
Lydia lo abrió y se quedó pasmada. «Dios mío —pensó—, es su partida de nacimiento». En el espacio destinado al nombre del padre, aparecía impreso con toda claridad el nombre de Alec Cartwright. ¿Por qué narices no le había enseñado ese papel desde el principio?
Mientras seguían su camino, Lydia iba pensando en la pobreza que acababa de presenciar. Se acordó de los apuros que pasaba su jardinero y de cómo asustaba a las niñas contándoles cuentos de espíritus, de serpientes que se tragaban a los niños vivos y de brujas que aparecían a medianoche y se llevaban a la gente. Una vez, Emma había entrado corriendo, sin resuello, diciendo que un demonio con cara de sapo había matado a un gato siamés en el jardín trasero.
Fleur se empeñó en que necesitaban un cazador de demonios y a Lydia se le ocurrió la idea de utilizar una muñeca vieja. La vistieron de blanco y la pusieron de guardia en la ventana de las niñas. Al día siguiente, el jardinero se presentó con una muñeca de trapo que había hecho su mujer, para que tuvieran dos en vez de una. Como es natural, pidió dinero a cambio y Lydia se sintió engañada.
Pero la vida era dura, y no solo en los nuevos asentamientos de realojo, también en el mundo exterior. Y ahora que había visto de cerca en qué condiciones se veía obligada a vivir la gente, comprendía que fuera capaz de cualquier cosa para conseguir un dólar. Lo cierto es que el jardinero había sido muy creativo.
Maz estaba contento y no paraba de parlotear, a pesar de que se había despedido de su madre. Era demasiado pequeño para entender de verdad lo que ocurría. Lydia le apretó la mano y, antes de doblar la esquina de la calle de Adil, volvió la cabeza y vio a lo lejos el destello de una falda azul que se perdía entre la multitud. «Qué extraño —se dijo—. Si no fuera porque iba vestida de azul, tal vez nunca la hubiera seguido».