36

ME DESPERTÉ AL AMANECER, con picor en la piel y la manta enrollada en las piernas. Me senté y saqué la carta de Veronica. Aunque me la sabía de memoria, la coloqué en el mejor ángulo de la luz y volví a leerla.

Mi querida Emma:

La última vez que fui a Londres averigüé el nombre del pintor. Charles Lloyd Patterson. Lamentablemente, ha muerto, pero tengo su dirección, donde se ha abierto al público una pequeña galería para exponer su obra. Me he tomado la libertad de escribir en tu nombre y he preguntado si podríamos pasar por allí. Ayer recibí la respuesta de la encargada.

Si te parece bien, pasaré a recogerte muy temprano, el próximo día de salida, e iremos a Cheltenham. Allí está la casa. He pensado que después podemos ir al cine Gaumont, si te apetece.

Por cierto, tengo que llevarte a la modista para que te pruebes tu vestido de dama de honor. Espero que te guste el amarillo. Fleur ya tiene el suyo.

Con mucho cariño,

Veronica.

Era demasiado pronto para vestirme, así que seguí en la cama, atenta a los ruidos que hacían mis compañeras dormidas y a los primeros cantos de los pájaros. Más de una vez oí a Rebecca llorando en sueños, y alguien roncaba en un rincón oscuro. Ya estábamos a primeros de mayo, pero el viento aún silbaba alrededor del edificio y la corriente se colaba por debajo de la puerta de nuestro dormitorio.

Me levanté y me vestí en cuanto sonó el timbre. Me salté el desayuno, fui corriendo a secretaría a recoger mi pase y salí del colegio a toda velocidad. El pelo se me metía en los ojos por culpa del viento. Veronica me esperaba al volante de su Morris Minor, con ojos alegres. Estaba muy elegante, con unos pantalones de esquiar negros y un jersey amarillo ceñido.

—¿Ilusionada? —preguntó, sonriendo.

—Ya lo creo.

Cruzamos un pueblecito precioso y después Kidderminster. Me dio envidia de los chicos que jugaban al cricket en la calle, con la cara sucia y a grito pelado, y abrí la ventanilla para oír qué decían. Luego pasamos por delante de una iglesia bombardeada, donde había más niños columpiándose de las vigas. Siempre pensaba que los chicos tenían una libertad especial que yo no tenía.

Una hora más tarde, en las afueras de Cheltenham, pasamos entre hileras de casas individuales, con la ropa tendida en los jardines, bordeadas de huertecitos y pocilgas pestilentes. Las calles eran estrechas en esa zona, y, aparte de los chicos, no se veía a nadie, pero más adelante se convertían en avenidas arboladas con espaciosas viviendas de la época de la regencia. En el centro había mucho bullicio, entre coches, bicicletas y peatones.

Aparcamos y pasamos por la puerta del cine Gaumont, adornado con una guirnalda de banderitas y un cartel enorme que anunciaba la nueva película de John Mills, Misión de audaces.

—Conozco mejor Birmingham, pero me encanta Cheltenham —dijo Veronica, muy sonriente—. Es mi sitio favorito después de Londres.

—¿Dónde viviréis, papá y tú?

—En el pueblo. A tu padre no le gusta Londres. Aunque todavía conservo una casa allí. Es un palacete algo viejo y destartalado, en Wandsworth. En realidad me gustaría venderlo o alquilarlo, pero me viene muy bien cuando voy a la ciudad. Ya te llevaré algún día. —Se paró y me sonrió—: Ya hemos llegado. Antes de que nos vayamos, recuérdame que compre un poco de queso y de jamón en los almacenes Victoria.

Subimos la escalera de piedra de una casa de tamaño mediano, construida sobre una terraza. Miré por encima del hombro los árboles que flanqueaban la calle y levantaban el pavimento con sus raíces.

La mujer que salió a abrir la puerta tenía alrededor de sesenta años, el pelo blanco recogido en lo alto de la cabeza, la piel muy clara, unas gafas doradas y un aire de importancia en sus ojos grises. Sin embargo, al mirarle los pies, vi que llevaba unas zapatillas rosas que no casaban con el resto de su apariencia. Lo cierto es que no me costó imaginarla con los rulos puestos, medio disimulados con un pañuelo con estampado de cachemira y fumando en el umbral de la puerta de alguna de las casas que habíamos visto de camino a la ciudad.

Tendió la mano.

—Bonnie Butcher. Pasen a la salita de atrás. Allí podrán preguntarme lo que quieran. Era la habitación preferida del señor Patterson. Ahora es mía, claro está.

Yo no sabía quién era. Se me ocurrió que podía ser la mujer del pintor, pero su fingido acento elegante y la primera impresión que me había causado me decían que no lo era.

—Es una casa preciosa —señaló Veronica.

—Pónganse cómodas mientras voy a por el té. ¿Les apetece un poco de bizcocho? Me temo que tendré que cobrar por el bizcocho y la visita.

Veronica asintió con mucha cortesía. Yo no había desayunado y me sonaban las tripas.

Recorrí la estancia con la mirada. Había baratijas por todas partes y el papel pintado era recargadísimo, con sauces amarillos y pájaros exóticos de color azul. El sofá, tapizado de terciopelo verde, componía un dibujo de rombos con los botones cosidos en la propia tela, y tres lámparas clásicas de pantalla dorada iluminaban la salita, rematadas con borlas que oscilaban ligeramente con el movimiento del aire. Me incliné adelante, apoyando las manos en el terciopelo del sofá.

Bonnie Butcher volvió con una delicada bandeja que dejó en una mesita redonda.

—Pueden servirse bizcocho.

Había de dos clases. Iba a coger una rebanada de bizcocho con cobertura de chocolate cuando vi que mis manos, sudorosas, habían dejado dos marcas claras en el terciopelo del sofá. Me pasé el bizcocho a la otra mano y froté con cuidado una de las marcas, pero solo conseguí empeorarlo. Me removí en el asiento con inquietud y confié en que no se diera cuenta.

Se hizo un silencio y no se oyó nada más que el tintineo de las tazas y los ruidos que hacía yo al masticar con el mayor cuidado posible. Bonnie Butcher sostenía la taza con el meñique separado y no me quitaba los ojos de encima. Cuando terminó el té, se secó los labios con una servilleta de papel y suspiró.

—Bueno, quieren ustedes saber el nombre de una persona que posó para el artista. ¿Es así?

—Sí, en la década de 1920. Aquí tengo el retrato.

Veronica cogió la miniatura de mi mano y se la pasó a nuestra anfitriona, que al verla asintió y dijo:

—Sí. Creo que puedo ayudarlas.

—Sí, por favor —exclamé, sin poder contenerme.

Me miró con gesto sorprendido.

Sonreí, con el ánimo de infundir confianza.

—Podría tratarse de una persona de mi familia —expliqué.

No sé si esto la molestó, pero arrugó la frente, entrecerró los ojos y adoptó una actitud reservada. Tomé aire y crucé los dedos detrás de la espalda.

—Conozco a esa mujer —dijo, tras una larga pausa—. Hay otros dos retratos suyos. Vengan conmigo.

Me levanté del sofá con la mayor elegancia de la que fui capaz y seguí a nuestra guía por una escalera de caracol hasta una sala con grandes ventanales. Los ventanales iban del suelo al techo y miraban a un jardín de árboles altos que se mecían con el viento. A pesar de que no hacía frío, el fuego estaba encendido en una chimenea decorada y abierta.

Retratos de distintos tamaños cubrían las paredes. Rostros antiguos, rostros jóvenes, rostros feos, rostros bonitos; dondequiera que mirases, unos ojos te seguían. En la pared contraria a los ventanales destacaba el retrato de un caballero de mediana edad, con barba y gesto taciturno, entre otros dos cuadros de señores corpulentos.

—Esta es la galería —anunció Bonnie Butcher con orgullo. Y señaló con un dedo por encima de mi hombro—. Y esa mujer de ahí es la de su retrato. Emma Rothwell.

Di media vuelta. El rostro era ovalado y luminoso, las mejillas suaves; las cejas altivas y arqueadas enmarcaban unos ojos de color avellana, salpicados de motas entre verdes y azuladas, como el agua profunda. Se parecía a mi madre incluso más que la mujer de la miniatura que yo tenía en la mano. Me quedé pasmada. Veronica asintió, con una sonrisa, pero yo sentí una oleada de calor. Tuve la sensación de que la galería empezaba a dar vueltas y necesité apoyarme en una mesa.

Debí de desmayarme, porque lo siguiente que recuerdo es que estaba tendida en un sofá grande y mullido, con Veronica inclinada sobre mí. Bonnie Butcher se había retirado.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Veronica, con aire preocupado.

—Es el calor.

Me tendió una mano.

La acepté, y las palabras salieron de mis labios como un torrente.

—El apellido de soltera de mi madre era Rothwell. Siempre creyó que era un nombre ficticio, que se lo habían puesto las monjas.

—Bueno —dijo Veronica—. Ahora ya sabemos lo que tenemos que hacer: averiguar si Emma Rothwell sigue viva.

Asentí con la cabeza y recé una oración. Por favor, Dios, que esté viva, y, por favor, que podamos encontrarla. Veronica me cogió del brazo para bajar por la escalera. Abajo, Bonnie Butcher nos dio un catálogo.

—Por supuesto, nada de lo que hay aquí está en venta. Él me lo dejó todo mientras viviera, con la condición de cuidar de la galería. Si les interesa, puedo enseñarles el resto de la casa.

Aproveché la oportunidad, abrumada por un remolino de preguntas sobre Emma Rothwell. Quién era, por qué estaba en la galería, de qué conocía al pintor. Esperaba que Bonnie Butcher pudiera aclarar mis dudas.

La planta principal era muy anticuada. Constaba de tres salas con un suelo de piedra irregular y unas ventanas pequeñas y altas que obligaban a ponerse de puntillas para mirar por ellas. Las dos del fondo daban a un patio. Bonnie Butcher me vio haciendo equilibrios y dijo:

—Ahí guardamos el carbón, y antiguamente ahí estaba el váter.

En la primera de las tres habitaciones, que era alargada, un antiguo fogón negro, con una cacerola de cobre, ocupaba la mitad de la pared, y enfrente había un fregadero con escurridor. Del techo colgaba un artilugio grande con ruedas y cuerdas. Una especie de polea, supuse, para tender la ropa.

—Él quería conservar las cosas como estuvieron siempre —explicó Bonnie Butcher.

Arriba, recorriendo rápidamente la habitación con la mirada, nos enseñó el estudio del artista, de techos altos, orientado al norte, con una ventana más grande de lo habitual. Iba acariciando las cosas a su paso, como si solo mediante el tacto pudiera asegurarse de su presencia. Todo parecía como si el pintor acabara de salir del estudio. Tubos de pintura al óleo, pinceles, incluso había un olorcillo a trementina mezclado con desinfectante. No se veía ni una mota de polvo en ninguna parte, aunque no parecía posible que todo estuviera tan limpio cuando el pintor trabajaba. «Esto es cosa de Bonnie Butcher —pensé—. Es más fácil limpiar el estudio de un artista cuando este ha muerto».

—Ella debió de sentarse allí para que la retratara —dijo.

Miré la butaca deslucida, junto a la ventana. Aquella butaca. Emma Rothwell se había sentado en ella cuando no era mucho mayor que yo.

—¿Puedo? —pregunté.

Asintió y me senté frente a un jardín antiguo, con un cuadrado de césped, setos a los lados y una maraña de hiedra que trepaba por la tapia de madera, al fondo. Delante de la tapia había unos álamos altos. Mi abuela debió de contemplar los mismos árboles, en todos los posibles estados de ánimo, escuchar los trinos de los mirlos y las voces que llegaban de otros jardines. Por unos momentos me sentí más sola que nunca. El cielo estaba triste y apagado, pero quizá ella se hubiera acercado a la ventana cuando la luz del sol hacía dibujos en la hierba, a los pies de los árboles. O quizá fuese invierno, y el césped y los setos estuvieran cubiertos de nieve.

Estar tan cerca de ella me hizo resbalar hacia el pasado. Pensé si se pondría algún perfume y cuál sería su fragancia favorita. Quería conocer su historia y, al mismo tiempo, yo, que era capaz de pasarme el día entero contando historias, no conseguía encontrar una sola razón para que abandonase a su hijita, tal como había hecho.

Una radio sonaba en uno de los jardines. Era la hora de El programa de las amas de casa y Doris Day cantaba Que será, será, una de las canciones favoritas de mamá. Esto me devolvió al presente.

—¿Trató usted mucho tiempo al señor Patterson? —pregunté.

—Toda mi vida. Nunca se casó, a pesar de que era un hombre muy apuesto. Yo era su ama de llaves. Se hizo famoso como pintor de la guerra. De la Primera Guerra Mundial, claro está.

Yo no sabía aquello. Allí únicamente se exponían retratos.

—Los cuadros de la guerra se vendieron todos. Después se dedicó a los retratos, aunque no se vendían igual de bien. Yo la conocí, a Emma Rothwell, ¿sabes? —Me miró de un modo extraño—. Así, con la luz en la cara, te das un aire a ella.

Creí que se me iba a salir el corazón cuando le hice la siguiente pregunta.

—¿Qué fue de ella?

—Pues no lo sé. Yo solo la veía cuando venía a posar. Y de eso hace mucho tiempo.

No fuimos al parque a ver las barcas de remo, y tampoco al cine, pero Veronica me llevó a comer al Hotel Belle View, y después fuimos de compras. No me podía creer que me dejara elegir unos pantalones de esquiar negros, como los suyos, una trenca azul marino que yo quería desde hacía siglos y un jersey azul, corto y ceñido. Estaba tan contenta que tenía ganas de gritar. Me dijo que se había hecho la permanente y me preguntó si quería hacérmela yo también. Me reí, señalando mis rizos ingobernables, pero dije que me gustaría cortarme el pelo, y me llevó a su peluquera. Mientras veía caer al suelo mechones de mi melena, en la radio sonaba Sweet Sixteen. Veronica sacó una elegante pitillera de planta y encendió un cigarrillo, y a mí me entraron unas ganas enormes de tener dieciséis años de verdad. Salí de allí con el pelo «a lo chico» y sintiéndome muy mayor. Nos olvidamos del queso y el jamón, pero no, por desgracia, del vestido de dama honor amarillo.

Fleur estaba más alta. También ella se hacía mayor. Ya no era aquella niña gordita, y llevaba el pelo, antes rubio y ahora castaño claro, recogido en una coleta. Cuando entró en mi cuarto disfrazada con ropa vieja de la abuela —una falda larga, recogida por detrás, y una blusa de flores—, fue como si la viese por primera vez y me di cuenta de que era muy guapa: tenía la nariz pequeña y respingona y un hoyuelo en la barbilla. Los chicos que quisieran una chica que les bailase siempre, por muchos que se hicieran los duros, se la rifarían. A mí me ocurría lo contrario. Yo tenía ideas propias, y eso a la mayoría de los chicos no les resultaba atractivo.

—¿Quieres jugar a disfrazarte? —dijo—. Podríamos interpretar uno de tus relatos, como hacíamos antes.

—¿Cómo voy a querer jugar a eso? Es un juego de niñas pequeñas.

Me miró de una manera extraña.

—¿Por qué me miras así? —le solté.

—Por nada. Por tu pelo. Has cambiado, Em, ya nunca juegas.

—Te recuerdo, por si no te has dado cuenta, que casi nunca estoy en casa.

Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Pero cuando estás tampoco quieres.

—No seas boba. Además, no tiene nada que ver contigo.

Esto último no era del todo cierto, porque yo era consciente de que todo tenía que ver conmigo y con ella, pero si se lo decía, ella tampoco querría jugar.

Fui a buscar a Veronica. Papá estaba siempre en casa y, aunque había aceptado un empleo en Birmingham, un puesto en la administración de una cadena hotelera, de momento no había empezado a trabajar. Estaba pegado al televisor, viendo las noticias, así que le hice una seña a Veronica para que saliera.

Empezaba a oscurecer en el jardín y la niebla que cubría los campos le daba al haya un aspecto fantasmagórico. Me vino a la memoria una imagen fugaz de nuestro jardín de Malaca, y me dio lástima de aquel, y también de este. Era el mayor orgullo y la mayor alegría de mi abuelo. Antes había varias matas de grosellas, un lilo, frambuesas sujetas con cañas en un rincón y un manzano silvestre al fondo, con el tronco retorcido. Y todo a lo largo de la alambrada había plantado unas coles y unas calabazas con las que había ganado un concurso.

En cuanto salió Veronica, la niebla se convirtió en lluvia fina.

—He estado pensando en Emma Rothwell —dijo, cubriéndose el pelo con una mano.

—Yo también.

—Si está viva, y consigo localizar dónde vive, me gustaría que fuésemos juntas a verla…

—Son muchos «síes» —contesté.

Me dio una palmadita en el hombro y entró en casa. Yo quería saber si podía confiar en ella y por fin me había convencido de que sí. ¿Estaba mal eso? ¿Se enfadaría mamá si supiera que su rival me estaba ayudando? Moví la cabeza. En el fondo yo sabía que Veronica no era rival de mi madre, y también sabía que mi madre no quería a mi padre.

En Malasia, cuando la luna iluminaba la terraza, yo me escondía para escuchar la conversación de los mayores y ver cómo revoloteaban los zorros voladores entre los árboles. Cuando le conté a Billy que los zorros podían volar, me llamó mentirosa y estuvo una semana sin dirigirme la palabra. Yo sabía que mamá tenía un romance con Jack, lo sabía todo, sin que ella se diera cuenta. Una vez que Jack se quedó a dormir, rodeé la casa por la terraza y me asomé a mirar por la ventana. Los vi dormidos; la sábana apenas los cubría. No sabía qué hacer. Estaba enfadada y tenía ganas de entrar y echar a Jack. Era papá quien debería estar allí, no él. Pero entonces vi que mi madre sonreía en sueños y me marché sin hacer ruido. Me pasé días observándola y pensando qué hacer, pero no pasó nada, todo continuó con normalidad. El mundo no se acabó, al menos no entonces.