10

ME GUSTABA LEVANTARME TEMPRANO para ver al lechero. La abuela decía que pronto se compraría una furgoneta y ya no volvería con su carro y su caballo. Yo apartaba los visillos de encaje y miraba por la ventana. Los sábados, el lechero pasaba un poco más tarde y yo lo esperaba dando vueltas alrededor de la puerta, marcando con los pies el compás de You Belong to Me. Era una canción antigua, de los tiempos de la guerra, que mi madre cantaba a menudo, y yo la acompañaba en la parte que hablaba de la selva. Yo tenía tendencia a apoltronarme. No te apoltrones, Emma. Siéntate derecha.

Ya estábamos en abril y un mes antes yo había cumplido doce años. Había más luz, los pájaros cantaban en el jardín y unas franjas amarillas asomaban en el cielo por detrás de los árboles negros. Estuve contemplando cómo las casas y la torre de la iglesia se teñían de color rosa. Cielo rojo al amanecer agua ha de traer. Quizá lloviese. Vi entrar al lechero en nuestra calle, con su bonito uniforme blanco y su gorra de visera. Cuando llegaba a casa de la abuela, dejaba dos cántaros de leche en la puerta, me llamaba pajarito tempranero y me daba unos céntimos para comprar golosinas.

Después de desayunar me iba al granero, sigilosa como una pantera. Decían que había sacado los andares de mi madre. Ella era como un gato, elástica y ágil. Yo era alta y flaca, pero no tenía pecas como ella. Mi mejor rasgo eran los ojos, según mamá. Azul turquesa. Fleur era distinta. No nos parecíamos en nada. A ella le gustaba estar tranquila y pasear a sus muñecas en su cochecito de un lado a otro. De un lado a otro. De un lado a otro. Con la cabeza muy alta. Se sentaba recta y le gustaban más los vestidos que los pantalones cortos… Como a las niñas buenas y guapas, decía papá.

En Malasia, papá hacía mucho ejercicio. Jugaba al tenis, al rugby y también al críquet. En Inglaterra no hacía nada y casi siempre llevaba traje y corbata, marrón oscuro o gris. Los fines de semana se ponía un chaleco de punto que le había tejido la abuela. Suspiraba cuando me veía desarreglada. Y eso era casi siempre.

El granero, una construcción de madera, estaba algo apartado, en una carretera secundaria, a unos veinte minutos de casa de mis abuelos, en los terrenos de una casa muy grande. Kingsland Hall, se llamaba. Un río mediano cruzaba la finca, así que para llegar a la casa había que dar un rodeo por la carretera, y era una buena caminata. En el granero, que estaba más cerca, había ratones y puede que también algunas ratas, pero allí iban a jugar algunos niños de los alrededores. Yo los seguía y ellos me aceptaban a medias. Subíamos por la escalera y allí, a salvo de miradas indiscretas, los chicos nos enseñaban el trasero a cambio de que nosotras les enseñásemos algunas partes íntimas.

Billy, el más flaco de todos, con el que yo me había peleado, se bajó los pantalones delante de mis narices e hizo pis en un rincón, donde yo pudiera verlo. Miré a escondidas y me puse colorada al ver aquella cosita que se estiraba como un palo. Me llamó de todo cuando no quise hacer lo mismo. Los demás me señalaron, pero yo seguí en mis trece. Yo quería formar parte del grupo, pero no estaba dispuesta a hacer eso por nada del mundo.

Cuando los demás se marcharon, temprano, Billy se sentó a mi lado, con olor a barro y a madera podrida. No estaba tan mal. Tenía unos ojos bonitos, de color castaño, y una sonrisa muy grande, una vez que te acostumbrabas a los dientes; y ahora que le había crecido un poco el pelo, también tenía un flequillo corto y liso, y se veía que era rubio.

Me sonrió y sacó una baraja de cartas mugrienta.

—Te ha cambiado el pelo —dije.

—Ya —dijo, sin interés—. Me lo cortó mi madre. Perdona por llamarte inmigrante. No lo eres. Solo eres extranjera. ¿Quieres uno?

Dije que sí con la cabeza y me dio un caramelo muy grande, de color morado.

—¿Dónde vives? —preguntó.

—En casa de mi abuela. Pero te equivocas: soy inglesa.

—Vale. Vale. Tú ganas —dijo. Y se rascó la cabeza—. ¿Sabes que los chicos te llaman «presumida»?

—Ya lo sé. Y a ti te llaman «apestoso».

Y nos entró la risa.

—Háblame de ese sitio del que vienes. ¿Cómo es?

—Todos los días cae un chaparrón, y hay millones de animales en la selva.

—¿Monos?

Asentí.

—Nunca he visto un mono de verdad. Aunque aquí tengo un dibujo.

Sacó una carta con los bordes raídos y me la pasó. Billy no estaba mal de cara, pero se mordía las uñas y los pellejos, y tenía los dedos en carne viva.

—En Malasia hay cientos de monos. De todos los tamaños. Los chiquitines van colgados de la tripa de su madre y gritan como niños de verdad.

—¡Jo!

Nos quedamos callados, chupeteando los caramelos.

—¿Sabes silbar? —preguntó.

—Sí que sé —dije. Y para demostrarlo, me saqué el caramelo de la boca y silbé una canción que me había enseñado mamá; una que hablaba de monedas en una fuente—. Mi madre dice que silbo como un chico.

—¿Dónde está tu madre?

Se me hizo un nudo en la garganta y tragué saliva, para que él no se diera cuenta.

—Vendrá pronto.

—¿Quieres ayudarme a hacer un kart?

—Claro que sí.

Bajamos por la escalera y nos acercamos a un rincón donde Billy había escondido unas tablas viejas, un juego de ruedas torcidas, de un cochecito de bebé, unos hierros oxidados y un cajón de madera. Rebuscó debajo del heno y sacó un martillo y un puñado de clavos.

—Son de mi padre —dijo. Y nos pusimos a trabajar y a discutir cómo construir el kart.

Cuando casi habíamos terminado, nos apartamos, llenos de arañazos y de astillas clavadas, para examinar nuestro kart. No era bonito, pero funcionaba, y estábamos muy contentos.

Miré el reloj. Las cinco y media. Esperábamos a Veronica a las cuatro. Debería haberme quedado en casa, viendo la tele, pero entonces me acordé de que de día no había programación. Papá rara vez me dirigía la palabra, si no era para decirme que me fuera a dar una vuelta, y aunque hablaba mucho del aire puro, se pasaba las tardes pegado al televisor del abuelo. Papá lo compró para él, a pesar de que el abuelo y él nunca se miraban a la cara.

«Me la voy a cargar», pensé.

—Nos vemos mañana en el cole —dijo Billy, con una sonrisa.

—Vale —contesté. Y me puse colorada, contenta de tener un amigo de verdad.

Llegué a casa cuando el carbonero subía la cuesta. Wilson’s, decía en un costado del camión. Estaban todos en la calle. Soplaba un viento frío y se me llenaron los ojos de lágrimas al ver a Veronica con papá y con Fleur. Papá besó a Veronica en la mejilla. Ella se puso colorada, se sujetó los rizos y se puso un pañuelo en la cabeza, mientras el viento le levantaba la falda. Entonces salió de casa el señor Oliver.

—Ah, ahí está —dijo, sonriendo.

Mi padre me vio. Confié en que fuera posible aparentar que llevaba todo el tiempo allí, pero vi que papá tragaba saliva y apretaba los labios.

—Ya hablaremos más tarde, jovencita —me dijo en voz baja—. Ven al coche a despedir a Sidney y a Veronica. Espero que al menos puedas hacer eso.

Me rezagué, para apartarme del señor Oliver, pero cuando llegamos al coche Veronica me llamó para que me acercase y él estaba a su lado.

—Te he echado de menos, Emma. A ver si podemos salir un día pronto. Tú y yo solas.

Veronica olía a lavanda y almidón y quería abrazarme. Cuando me echó los brazos encima, tuve la sensación de que estaba muy sola, pero no respondí. Subió al coche y dijo adiós con la mano enfundada en un guante rosa mientras su hermano me tocaba el trasero. Tuve que aguantarme. No podía hacer nada. A mamá se lo habría contado, pero a papá no podía.

—¡Chao! Hasta pronto —dijo, con una sonrisa. Y enseñó unos dientes muy blancos y unas encías sonrosadas y brillantes.

—Ya procuraré evitarlo —susurré, y puse cara de asco, porque el señor Oliver olía a carne. Entonces me sonaron las tripas y me volví a mi padre para preguntarle—: ¿Puedo tomar un bollito?

Me miró con enfado.

—Ni lo sueñes. Arriba, a tu cuarto.

Subí los escalones de uno en uno, en lugar de salir corriendo, y el corazón empezó a latirme con fuerza al ver que mi padre me seguía.

—Inclínate —dijo, cuando llegamos a mi dormitorio.

Me incliné y me quedé mirando la alfombra deshilachada, con ganas de estar a miles de kilómetros de allí. Había un silencio total. Pensé que iba a darme unos azotes, pero tuve que tomar aire al oír que se desabrochaba el cinturón.

Estaba temblando, aunque intentaba ocultar el miedo. De pronto sentí como si me clavaran una aguja por detrás de los muslos. Me pareció que el descolorido dibujo de rosas y hojas de la alfombra daba un salto y se volvía borroso. Apreté los ojos con fuerza para no llorar mientras me clavaba la uña del pulgar en la palma de la mano.

—No. —Otra vez volví a sentir el pinchazo—. Vuelvas. —Zas—. A desobedecerme. —Zas—. Así.

Tampoco esta vez lloré, pero al incorporarme y ver a mi padre, rojo como un tomate, puede que incluso aún más rojo que mi trasero dolorido, lo miré fijamente y contesté, con la voz más clara posible:

—No, papi. Lo siento, papi.

Vi que le temblaba la mandíbula, pero no me miró.

—Es por tu bien, Emma —dijo, mientras se ponía el cinturón. Pareció que tardaba una eternidad en meterlo por las trabillas. Cuando por fin terminó, se marchó sin mirarme tampoco entonces.

—Es por tu bien —repitió—. Uno no puede hacer lo que quiera en la vida, y cuanto antes dejes de hacer gilipolleces, mejor para ti. Ahora quédate en tu habitación.

La verdad es que era la primera vez que me daba una paliza, y a pesar del daño que hacía la hebilla, me dolía más la impresión de la escena que los golpes en sí. Si me había gruñido antes alguna vez, había perdido los nervios y me había dado un tortazo. Por ejemplo, cuando me volqué el tintero en el uniforme del colegio y luego intenté limpiarlo con lejía. Esa vez me gritó y se puso muy rojo y congestionado. Pero era injusto. Me manché sin querer y tampoco sabía que la lejía volvería la tela azul marino de un color blanco rosado. Me dijo que me aguantara y me pusiera el pichi aunque estuviera desteñido. Yo le grité que no. Perdí la cabeza por completo. Le dije que no podía obligarme y que antes prefería morirme, y después cogí un jarrón de la mesita del café y lo estampé contra el suelo.

Aquella noche, después de la paliza, cuando estaba en la cama, a oscuras, eché mucho de menos a mi madre. Oía roncar a mi padre al otro lado del tabique. En el fondo, yo quería que él me quisiera, y me daba mucha pena ver que a veces incluso parecía que yo no le caía bien. A Fleur nunca le pegaba. Fleur tenía un ligero estrabismo y se parecía a él; ella normalmente se ponía de parte de mi padre y yo de parte de mi madre.

Fue una suerte para mí contar con la abuela, porque no teníamos más familia. Mamá se crio con las monjas y no llegó a conocer a su madre. Una vez le pregunté si nunca había querido saber quién era su madre, pero se limitó a decir: «Ahora os tengo a ti y a Fleur. Eso es lo único que importa de verdad».

Pero una voz susurró dentro de mi cabeza: Si tan importantes somos, ¿por qué no has venido con nosotras?

Calla. Calla. Su amiga estaba enferma.

Cerré los ojos, con la esperanza de ver a mi madre, pero la imagen era borrosa y no tenía cara. Me sequé las lágrimas y, pensando en el dibujo de rosas y hojas de la alfombra, me quedé dormida y soñé con un jardín maravilloso, donde una vez estuvimos chupando el néctar de unas flores que se llamaban fruta de mono. A Fleur se le cayó el helado de limón mientras daba volteretas laterales en la hierba, y mamá se echó a reír y dijo que iba a tener que ponerse gafas. Era el jardín que llevaba a los matorrales donde aullaban los gibones y donde cazaba la gente de cara chata que vivía en la selva. Y también donde estaban las altas hierbas, donde nadie se atrevía a pisar por culpa de las serpientes.