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EN LA RESIDENCIA COLONIAL de las afueras, un criado malayo recibió a Lydia en un amplio vestíbulo de techos y lámpara araña de cristal. Un retrato enmarcado de la reina daba la bienvenida al visitante. El suelo era un damero de mármol negro y plateado, y los muebles de madera recia bordeaban las paredes pintadas de verde claro. Tanto formalismo, concebido para impresionar, hizo que a Lydia se le acelerara el pulso.

George, el marido de Harriet Parrott, era el delegado del distrito, también conocido como DD. Aparte del gobernador, el suyo era el puesto más alto de la Administración Británica en Malasia, y su principal función era la de prestar apoyo a las fuerzas armadas. Si él no lo sabe, pensó Lydia, ¿quién puede saberlo?

El vestíbulo daba a un jardín, donde le pidieron que esperase a la sombra de un angsana bien crecido. Se alegró de protegerse del sol de la mañana y, mientras echaba un vistazo alrededor, trató de calmar su respiración. En la parte delantera del césped, un pájaro del sol de panza carmesí revoloteaba por encima de dos fragantes hibiscos dorados. A lo lejos, los cocoteros estiraban sus largos troncos al cielo.

Lydia tenía una sensación extraña. Era la hora de llevar a las niñas al colegio. Cerró los ojos y repasó mentalmente el trayecto hasta casa de los Parrott, pero estaba muy confusa. Algo le impedía moverse, como en las pesadillas. Una voz que repetía sin cesar: «¿Dónde están las niñas? ¿Dónde están?». Se imaginó el edificio principal del colegio y le entraron ganas de ver a sus hijas cruzar la explanada de gravilla, corriendo, con las carteras colgadas del hombro.

De las cocinas llegaba un aroma a guindillas. Notó que se le cerraba la garganta. ¿Era viernes? Consiguió tragar saliva. Daba igual qué día fuese, porque no iría al colegio a recoger a sus hijas. Y cuando hubiese aflojado el calor, era imposible marcharse sin coche. Levantó la vista al cielo azul. El coche. No había mirado en el garaje. ¿Podía ser que el chófer de Alec los hubiera llevado en un coche oficial?

Dio media vuelta al oír pisadas y se encontró con una mujer alta y de pechos grandes. Era Harriet, elegante y segura de sí, con los labios pintados de color naranja, la cara redonda y arrugada, el pelo teñido de negro, recogido en un moño alto y suelto, famosa por su afición a los colores cítricos y por vestir únicamente ropa de seda. Aquel día iba de verde y amarillo. Y aunque Em la describía de un modo mucho menos halagador, Lydia comprendió por qué su hija la llamaba la matriarca.

—Lydia, querida —dijo Harriet, tendiendo una mano carnosa, con las uñas pintadas de naranja. Lucía una media sonrisa y tenía los ojos negros y una mirada penetrante.

Consciente de que era muy temprano, Lydia tragó saliva y se puso colorada.

—Lo siento, pero el teléfono no funciona —se disculpó.

Harriet inclinó la cabeza y se acomodó en un amplio sillón de ratán. Lydia se sentó en el borde de otro y tomó aire.

—Alec y las niñas no están en casa. Se lo han llevado todo —explicó.

Fue subiendo la voz a medida que hablaba, deprisa, y tuvo que entrelazar las manos para que dejaran de temblar.

—He venido en un taxi. Perdón por lo temprano que es. No sé qué hacer. ¿Crees que George, como jefe de Alec, podría ayudarme?

Harriet enarcó las cejas, dibujadas a lápiz.

—Querida, ¿no tienes idea de qué ha podido pasar? ¿Has ido a la policía?

Lydia negó con la cabeza, aguantando las ganas de llorar.

—Tendría que haber ido anoche, pero no me atreví a salir de casa. Tonta de mí. Pensé que volverían.

—Quizá no sea necesario. Seguro que George está al corriente. Nunca cuentan nada, Alec y George —dijo Harriet. Y tocó una campanilla—. Tú tienes suerte de que él trabaje desde casa.

Momentos después enviaban a Noor, un muchacho de caderas estrechas, en busca del señor. Lo esperaban en el salón. Inmediatamente.

Lydia miró por la ventana y rezó para que Harriet tuviese razón. Oyó el eco de la voz grave de George entre las paredes del pasillo que comunicaba el salón con su despacho. A pesar de que no lo veía, Lydia notó que estaba enfadado.

—¿Qué pasa, Harriet? Estoy ocupado —dijo, entrando en la estancia como una exhalación y llenando el marco de la puerta con su tamaño y su volumen.

Sin perder un segundo, Harriet señaló a Lydia, que estaba a un lado.

—Lydia está desesperada. No sabe dónde están Alec y las niñas.

George, que vestía un traje de lino tropical, se acercó a Lydia, con las cejas muy pobladas unidas en el centro de la frente. Tosió, se pasó una mano por el pelo corto y canoso y se rascó la barbilla.

—Perdona, no te había visto.

Lydia notó que George tenía el labio superior sudoroso.

Hubo una pausa muy breve.

—Creía que había dejado indicaciones —dijo, hinchando las mejillas coloradas—. Lo han destinado al norte. A Ipoh. Un asunto un poco precipitado. El que se ocupaba de la administración allí estiró la pata de repente. El corazón, creo.

Lydia soltó aire, tuvo la sensación de que la sala empezaba a dar vueltas y se llevó una mano al pecho.

—Ay, Dios mío. Gracias. Eso lo explica todo. Muchísimas gracias, George. Sabía que tenía que haber una explicación. Seguramente dejó una nota y se ha perdido.

—Alec se marchó hace unos días. Es posible que dejara instrucciones en el banco. Por si alguien ocupaba la casa antes de tu regreso.

—Eso parece lógico —asintió Harriet.

—La carretera a Ipoh está muy mal —dijo George.

—¿Cuánto puedo tardar?

—En coche un par de días, dependiendo de las minas terrestres y otros imprevistos. En autobús más, lógicamente. Lo mejor sería ir en tren. Ipoh tiene una estación fantástica, de estilo mudéjar.

—Podría llamar a Alec y pedirle que me espere allí.

—No funciona el teléfono ni el servicio postal en todo el distrito. Todas las líneas están cortadas. Hay un caos fenomenal. No es tan difícil como ir a Penang, pero aun así. —Y con esto se retiró apresuradamente, murmurándole algo a Harriet cuando pasó a su lado.

—¿Puedes darme la dirección? —dijo Lydia, cuando George ya se marchaba.

George volvió la cabeza por encima del hombro.

—La residencia británica. Creo que es más grande de lo normal. Tiene unas cincuenta habitaciones. Se alojarán allí provisionalmente, hasta que les asignen una vivienda, pero supongo que aún seguirán allí. Ten mucho cuidado. No es un viaje para hacer sola en un momento como este, en plena Emergencia1.

Hubo un silencio mientras George se acercaba a la puerta.

Harriet miró a Lydia.

—No voy a someterte a un tercer grado, pero no tienes muy buena cara que digamos. Te veo menos Rita Hayworth de lo normal.

Con unos toquecitos de su pañuelo, Lydia se secó el sudor de la frente y ahuyentó a las moscas a manotazos. A sus treinta y un años, era una mujer vivaz y con un cuerpo bien moldeado, que sabía causar sensación, pero, aparte del pelo, su parecido con la famosa actriz de cine era más bien escaso.

—Una antigua amiga tiene la polio. Suzanne Fleetwood. He pasado unas semanas con ella. No me hizo ninguna gracia separarme de las niñas tanto tiempo, casi un mes, en realidad. Pero su marido está en Borneo y no había forma de avisarlo. Ya sabes que trabaja para la inteligencia.

Harriet dirigió la mirada a la espalda de George, que ya desaparecía.

Lydia suspiró.

—Sí. Ya lo sé. De eso ni pío. Lo peor de todo es que tienen que llevarla a Inglaterra en barco, metida en un pulmón de acero.

—Un caso muy triste. Seguro que la has ayudado muchísimo. Bueno, ¿estás ya más tranquila, ahora que sabes dónde está tu familia?

Los ojos de Lydia se iluminaron.

—Claro que sí. Es que tenía muchas ganas de verlos.

—¿Has desayunado?

Lydia negó con la cabeza.

—Muy bien —dijo Harriet, tensando los labios. Te propongo que tomemos algo. Sabes perfectamente que con este espanto de clima hay que conservar las fuerzas o una está perdida. Lo sé por experiencia.

Lydia arqueó las cejas con gesto interrogante.

—No me refiero a nada en particular, pero si no te cuidas, todo va de mal en peor. ¿Te parece bien unas tortitas?

Sin viento que moviera el aire, Lydia se sentía pegajosa. Andaba deprisa, mirando el cielo. Apenas una nube cubría el horizonte claro, sin señal alguna de lluvia. Subió a un autobús para volver a Malaca y se abrió camino por estrechas callejuelas en las que el aire ya empezaba a llenarse de olor a pescado frito y a letrinas al aire libre. Tuvo que aguantar las arcadas.

En el banco, dos ventiladores de techo sacudían el aire templado con escasa eficacia. Guardó su turno en la cola, con sensación de picor en la cabeza. Delante de los Parrott no había querido manifestarlo, pero la perspectiva del viaje le ponía los nervios de punta. Repasó mentalmente una lista de tareas. Lo primero era consultar el horario de autobuses, y también el de trenes; mirar si el coche estaba en el garaje, y hacer las maletas. ¿A qué distancia se encontraba Ipoh? Lo único que recordaba era que estaba en el valle de Kinta. ¿A unos ciento cincuenta kilómetros? No. Más bien a trescientos. Trescientos kilómetros de carreteras probablemente minadas. Si tenía que ir en autobús, tardaría días.

Aquella mañana, con las prisas, no se había recogido el pelo. Se levantó la densa melena en la nuca y se apartó el pelo que se le pegaba a la cara. La mayoría de las inglesas optaban por llevar el pelo corto. Ella no había querido. Era un símbolo de femineidad. Eso decía la hermana Patricia, pero las demás hacían bien. Debería cortárselo. Avanzó en la cola y relajó los hombros para deshacer la tensión que empezaba a acumularse en esa zona.

Pensó en sus niñas y se imaginó en el coche, esperando a que salieran del colegio, saludando con la mano mientras se acercaban corriendo por los senderos jalonados de flores que serpenteaban entre los edificios bajos. En un tenderete de la acera de enfrente vendían piruletas, clavadas como banderitas en un tablero, por un par de céntimos. Solo los viernes dejaba que las niñas comprasen una. El azúcar no era lo único que le preocupaba, sino la combinación de las golosinas con el juego de azar, ya que escondido en el palito de un par de piruletas iba el premio, que era un billete de un dólar.

Lydia movió la cabeza a un lado y a otro. No quería que las niñas se aficionaran al juego siendo tan pequeñas. Había que tener cuidado.

Por fin le tocó su turno. El joven malayo, de pelo ondulado y suave y piel oscura, la saludó con una sonrisa.

—Necesito retirar dinero —dijo Lydia.

—Por supuesto, señora —contestó él, inclinando la cabeza.

—Cartwright. El apellido es Cartwright.

El empleado se volvió a un archivador y al momento sacó una carpeta.

—Creo que me bastará con cincuenta dólares.

El joven miró a Lydia y acto seguido estudió los papeles.

—¿Hay algún problema? —preguntó ella, frunciendo el ceño.

—Según este balance, solo quedan quince dólares en la cuenta.

—Pero eso es absurdo —dijo Lydia, con las mejillas encendidas—. El mes pasado estábamos muy lejos de los números rojos.

El joven apretó los labios.

—El señor Cartwright vino hace unos días y retiró una suma importante.

—¿Dijo algo?

—Habló de un viaje.

—¿No dejó ninguna carta para mí?

—Lo siento. Solo dijo que iba a cambiar de banco. Dejó quince dólares y me dio órdenes de cerrar la cuenta cuando se hubieran retirado.

Lydia tomó aire y lo soltó muy despacio.

—Entonces ¿no dejó ninguna otra indicación?

El empleado negó con la cabeza.

Lydia consiguió no perder los estribos, gracias a que era una persona equilibrada. Lo importante era encontrar a sus hijas. Pero ¿cómo iba a hacer el viaje hasta Ipoh con quince dólares? El empleado no tenía la culpa, pero ¿qué estaba pasando?