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UN OLOR A QUEMADO ENTRÓ por la ventana abierta. Había perdido el hilo, mientras intentaba contar cómo fue nuestra llegada a Inglaterra, y de pronto me había puesto a hablar de Billy y de mí. Quería tener nuevas experiencias para poder escribir con más realismo, pero mis palabras me parecían insulsas y me distrajo el resplandor de una hoguera en el jardín.
Llevaba puestos unos pantalones cortos llenos de agujeros y una camisa vieja, y ni siquiera me había molestado en cepillarme el pelo, que me había crecido desde que me lo corté, antes del verano, y se había vuelto de un color naranja como el fuego. Papá no paraba de decirme que fuese a la peluquería, pero yo tenía ganas de parecerme a Bertha Mason, de Jane Eyre, mi libro favorito de todos los tiempos. No me parecía a las demás chicas, que eran todas iguales, con el mismo pelo acartonado y la misma manera de vestir más acartonada aún. Debía de ser mi vida en Malasia lo que me hacía distinta, concluí, mientras bajaba las escaleras dando saltos.
La hoguera lanzaba penachos de humo, y al principio no vi quién estaba atizando el fuego con una vara larga. Cuando estaba tan cerca que el humo me escocía en los ojos, vi que era Billy. Levantó la vista al oír mis pasos entre las ramitas. Nos miramos sin decir nada y oímos las voces de los vecinos que cotilleaban detrás de la tapia. Fue él quien rompió el incómodo silencio.
—Creía que no había nadie —dijo. Y dio media vuelta para seguir con lo que estaba haciendo—. Hace mucho que no te veo, Emma.
—Porque estabas trabajando con tu padre.
—Eso fue solamente una semana, Em.
—Han salido todos —dije, mirándome los pies—. A mí no me apetecía.
Billy se acercó un poco más.
—El otro día pasé por aquí y vi a tu padre. Fleur dijo que iba a avisarte, pero no saliste.
Yo seguía mirando el montón de basura que mi padre llevaba semanas prometiendo limpiar.
Billy se encogió de hombros.
—¿He hecho algo mal? —preguntó.
Negué con la cabeza.
—No. Claro que no. ¿Qué tal estás?
Suspiró en lugar de contestar.
—¿Qué haces? —pregunté.
—¿No es evidente? No te preocupes. No es que me haya dado por venir aquí a hacer una hoguera, si es eso lo que estás pensando…
No terminó la frase.
—No, claro.
Atizó el fuego y continuó:
—Tu padre me ha pagado para que arregle un poco el jardín. Para que lo ponga todo a punto antes del invierno. Quiere vender la casa cuanto antes.
Lo miré, boquiabierta.
—¿No lo sabías?
Negué con la cabeza y me quedé escuchando el crepitar del fuego, el zumbido de los insectos y la brisa. Ya se notaban todos los ruidos y los olores de principios del otoño, y ahora que empezaba un nuevo curso, mi padre tenía intención de vender la casa.
—¿No vas a ofrecerme un café? —preguntó.
Comprendí que no podía negarme. En los tiempos en que fabricábamos karts con cajas de madera Billy y yo éramos capaces de hablar de cualquier cosa, pero ahora que habíamos pasado a ser algo más que amigos, a mí se me trababa la lengua. Él se mostraba reservado y yo sabía que era culpa mía.
—Si quieres —dije.
Mientras yo preparaba el café, Billy no paró de dar vueltas por la cocina, como si estuviera fuera de lugar. Se sacó de un bolsillo una bolsa de patatas fritas y las roció con la sal de un paquetito de papel que venía en la bolsa. Me ofreció, pero no me apetecía.
—Tomaremos el café en mi habitación —dije. Puse en una bandeja dos tazas y unas galletas de nata y fui hacia las escaleras. A medio camino me entraron dudas, y confié en que Billy no interpretara el ir a mi cuarto como una señal.
El olor a humo, impregnado en la ropa de Billy, subió con nosotros. Nos sentamos en la cama, a menos de medio metro el uno del otro, y hablamos de cosas triviales, como sucede cuando alguien tiene algo importante que decir y no sabe por dónde empezar. El único que hacía ruido era Billy, masticando las patatas fritas.
Dejó la taza de café y se acercó un poco más a mí.
—¿Te apetece venir a la tienda de música? Ando detrás de un disco nuevo. Podríamos escucharlo juntos, en la cabina, con un auricular cada uno.
Sin darme tiempo a responder, se apartó el pelo rubio de la frente y me besó.
Noté un sabor salado en sus labios y me aparté enseguida. Vi que Billy tensaba la mandíbula.
—¿Qué pasa, Em? Antes te gustaba. Te estás volviendo ñoña ¿o qué?
—No puedo, Billy.
No sabía qué decir. Miré alrededor de la habitación y bajé la vista al suelo. Vi que mi cuaderno se había caído y estaba debajo de la mesa. Billy lo vio al mismo tiempo y debió de notar mi inquietud, porque fue corriendo a cogerlo. Intenté quitárselo, pero él ya había empezado a leer. Lo sujetó de manera que yo no pudiera alcanzarlo y vi que se ponía rígido. Al cabo de un rato leyó en voz alta:
Necesito experiencias para escribir bien, porque el vuelo de la imaginación solo me lleva hasta ciertos lugares. Seguro que en cuestión de sexo no hay nada como el hecho real. Ahora, después de un primer intento, me siento insegura y nerviosa, pero empiezo a ver la riqueza de la experiencia que me ofrece Billy. Es una oportunidad perfecta para dar profundidad a mis personajes.
Agaché la cabeza y me mordí el carrillo por dentro.
—Bueno, ¿es que no vas a decir nada? —Casi se ahoga con sus propias palabras—. ¡Joder! ¿Cómo puedes hacerme esto, Emma?
Negué con la cabeza. Quería esconderme, porque me había puesto colorada, pero hice un esfuerzo y lo miré.
—Lo siento.
—¿Eso fue para ti? ¿Una oportunidad de dar profundidad a tus personajes? —dijo, escupiendo cada palabra.
—No —murmuré—. Me gustó. —Pero no logré que mis palabras sonaran ciertas.
Se sentó en el borde de la cama, con aire de estar muy dolido. «Por favor, que no llore», pensé. Mis motivaciones eran complicadas y ni siquiera estaban del todo claras para mí. ¿Cómo iba a explicarle nada a Billy? Los chicos no entendían que una chica pudiera tener muchísimas ganas de que pasara algo y después, cuando por fin había pasado, darse cuenta de que en realidad no quería. Ellos se dedicaban sobre todo a apoyar a su club de fútbol e iban a los partidos con sus padres. Billy también lo hacía, pero era distinto de los demás, o eso creía yo.
—Billy —empecé a decir, con intención de defenderme. Pero me miró con tanto recelo que estuve a punto de callarme—. Quiero ser escritora, y por eso, en cierto modo, todo lo que hago tiene dos niveles.
Me miró fijamente. Se le notaba en los ojos lo dolido que estaba.
—Las cosas no son así, Em.
—¿Qué quieres decir?
—Que la vida se vive porque hay que vivirla. Y después se escribe. Uno no puede vivir solamente para escribir. Así no saldrá bien, Em.
—¿Y no puedo hacer las dos cosas?
Se encogió de hombros.
—Me has utilizado, Emma, y me has hecho creer que te gustaba de verdad.
—Y me gustabas… Me gustas.
Soltó el aire y negó con la cabeza, adoptando una expresión más distante, como si hubiera tomado una decisión.
—No puedes tratar así a la gente. Me has engañado.
Se levantó y fue a la ventana.
—Más vale que me ocupe de la hoguera. No hace falta que me acompañes a la puerta.
Era tal su hostilidad que no puede aguantar el llanto.
—A mí no me vas ablandar con lloros, Em. Nunca me imaginé que pudieras ser tan arpía y tan calculadora. Dile a tu padre que se busque otro jardinero.
Cuando me quedé a solas, me acerqué a la ventana. Billy siguió atizando el fuego hasta que no quedaron nada más que rescoldos, y entonces lo vi salir de mi vida, con la cabeza bien alta.
Me miré en el cristal: los ojos de color turquesa, enrojecidos, y la piel pálida y cubierta de manchas rojas. Me parecía más que nunca a Bertha Mason y no era precisamente una belleza deslumbrante. Billy había sido mi único amigo de verdad cuando volví del internado, y yo había conseguido que me odiase. Sentía mucha vergüenza y no sabía qué hacer para arreglar las cosas, si es que era posible. No me gustaba a mí misma y tuve la sensación de que me hundía, como si hubiera metido el dedo del pie en asuntos de mayores y hubiera removido sentimientos que no sabía gobernar. Además, lo que había escrito tampoco era cierto. Me gustaba estar con Billy. Simplemente, no estaba preparada para pasar de ahí y no me atrevía a decirlo.
Necesitaba hacer algo para sobreponerme y tranquilizarme: una gelatina de fruta o una crema de maicena para Fleur; o limpiar la cocina para mi padre. No era gran cosa, y eso no iba a convertirme en una buena persona, pero quizá me ayudase a no sentirme tan mal. Cada vez que pensaba en Billy, tenía que secarme las lágrimas. No soportaba la idea de haberle hecho daño. Y, sobre todo, pensaba cuánto se tardaría en vender la casa y si tendría tiempo para hacer las paces con él antes de que fuera demasiado tarde.