34
ESTABA EN LA SALA DE ESPERA, hojeando un cuaderno. En realidad no estaba trabajando. Hacía un día demasiado bonito, soleado y suave, y la luz entraba por las dos ventanas de guillotina. Abrí una de ellas, para que corriese el aire, y me asomé a mirar. Los jardines estaban llenos de flores de primavera, y el césped, verde y resplandeciente. Rebecca, que esperaba conmigo, estaba de mal humor, a pesar de lo maravilloso que era el día.
Veronica se retrasaba. En su carta decía que quería verme. Aunque seguía sin saber si podía confiar en ella, no podía negarme. Di unas palmaditas a mi cartera, donde llevaba siempre la miniatura a todas partes.
Una mujer bajita, con la cara colorada y un traje amarillo chillón, irrumpió en la sala y blandió unos papeles en las narices de Rebecca.
—Ah, estás aquí. Tus nuevos padres adoptivos te están esperando, niña. Y escúchame bien: más vale que esta vez te esfuerces por adaptarte. —Hablaba con voz estridente, ajena a que pudiesen oírla. Dio media vuelta y se marchó, moviendo el trasero grande y amarillo.
Rebecca se deslizó del asiento y levantó la cabeza. Cuando pasó a mi lado, me susurró: «Como digas algo, te mato».
Sonreí. No pensaba decírselo a nadie, pero al menos tenía la prueba de que era adoptada y no hija de unos padres ricos que vivían en el extranjero. Estaba apoyada en la pared, disfrutando de esta idea y de la sensación del sol en la cara, cuando oí el golpeteo de unos tacones finos.
Ahí estaba Veronica, alta y elegante a la manera inglesa. Es decir, discreta. Nada llamativa o fascinante como mamá, pero bien. Una chaqueta entallada, azul marino, y una falda de vuelo del mismo color que ondeaba al compás de sus movimientos. Llevaba un sombrerito. Blanco.
Vio que me fijaba en el sombrero y se lo tocó con la mano.
—Casquete. ¿Te gusta? Es lo último.
Asentí y sus ojos se iluminaron. Me tendió una mano enfundada en un guante blanco.
—Querida Emma. ¿Cómo estás?
—Bien —susurré. Y me di cuenta de que me había convertido en una gruñona, porque los días de salida nos obligaban a llevar el uniforme del colegio, incluido el ridículo sombrero panamá. Me sentía como una boba.
Nos sentamos en unos asientos tapizados con un estampado de flores, en el restaurante de unos grandes almacenes, en una especie de balconada, con la tienda a nuestros pies. Yo tenía la sensación de estar fuera de lugar, pero se suponía que aquello era un regalo, así que levanté la cabeza y miré por la ventana, vestida con gruesas cortinas de terciopelo rojo rematadas con flecos. Los tapices de la pared tenían un aire romántico. En el que había al fondo se veía a san George montado en un corcel de oro y rodeado de jacintos. Colocadas a intervalos a lo largo de la barandilla, había cinco lámparas altas, con borlas que colgaban de las pantallas de rayas azules y doradas.
Memories are made of this era la música de fondo. Yo lo dudaba mucho y pensé en los buenos recuerdos de mi madre. Los guardaba a buen recaudo en mi corazón, como ella guardaba sus mejores sedas en el corazón de la enorme cómoda china. La camarera nos trajo un surtido de tartas en una bandeja y un servicio de porcelana, blanco, con capullos de rosa de color rosado en el borde de la taza y el platito. Veronica se puso a toquetear la taza y el plato mientras me hablaba del colegio, nerviosa, y no paraba de preguntarme cómo me encontraba.
Iba por la mitad de una copa de helado cuando descubrí la razón.
—Tu padre y yo ya hemos fijado la fecha —dijo, con voz neutra, como quien hace una pregunta corriente, del estilo: «¿Te apetece otra taza de té?».
Se puso como un tomate, con las mejillas encendidas. Yo tenía la boca llena de helado y estaba radiante de felicidad.
—Quería decírtelo personalmente —balbuceó, y me miró, con los ojos azules del mismo color que la sombra de los párpados. Me fijé en sus pestañas. ¿Por qué fabricaban una sombra de ojos tan brillante?
—¿Emma?
Me limpié los labios con el dorso de la mano sin soltar la cuchara y lancé sin querer el helado de chocolate contra la moqueta. Era azul, con rosa en el centro, la misma en toda la tienda. No podía creerme que en un momento como aquel me diera por pensar en la moqueta, y miré a Veronica.
—¿Y qué pasa con mi madre? —pregunté, incapaz de no levantar la voz.
Ella suspiró y puso una cara tan triste que creí que iba a echarse a llorar.
—Lo siento, de verdad que lo siento. Pero tu madre ya no está, Emma. Confiaba en que pudieras aceptarme.
Me calé el sombrero y agaché la cabeza al sentir que se me hacía un nudo en la garganta. No estaba dispuesta a aceptar de ninguna manera que mi madre hubiese muerto, aunque veía que mi padre y Veronica se llevaban bien. Había en ella algo que a él le infundía seguridad, cosa que mamá nunca había conseguido.
—Quiero a tu padre, Emma.
Tenía ganas de gritar: Y yo quiero a mi madre. Y solo está desaparecida. Me mordí el labio y me tragué las palabras. El sol brillaba en el mantel blanco y todos los sonidos de la tienda se fundieron en un zumbido atronador.
Me miró muy sonriente.
—¿No es mejor para Fleur y para ti tener una madrastra que no tener madre?
—Fleur —dije con desdén.
La conversación se interrumpió. Intenté rebañar con la cuchara el helado derretido mientras ella se miraba las manos unidas en el regazo.
En la mesa de al lado, un bebé lanzó un gemido muy agudo, y a lo lejos, un coche no paraba de tocar el claxon. Yo quería gritarles a los dos que se callaran.
—¿Qué esperabas, Emma? —dijo, al cabo de un rato—. Tu padre no es mayor, y yo tampoco. Y se nos brinda una segunda oportunidad de ser felices. ¿Serías capaz de negárnoslo?
Se inclinó y trató de cogerme de la mano, pero la aparté bruscamente mientras miraba el mantel blanco, el helado derretido, a Veronica y después a la gente que compraba en la tienda. Quería estar sola y salir de aquel sitio agobiante, pero estaba muy lejos del colegio para volver andando y no tenía dinero para el autobús.
Apreté los labios y miré a Veronica, que estaba jugueteando con sus guantes, metiendo los dedos y tirando de ellos. Habló con la voz algo ahogada, sin levantar los ojos.
—Tenía la esperanza de caerte bien.
Hubo un silencio, mientras yo sopesaba sus palabras. En realidad no me caía mal, pero yo no quería una madrastra.
—Me gustaría ser tu amiga. No puedo ocupar el lugar de tu madre, pero sí puedo facilitarte un poco las cosas con tu padre.
La miré.
—No es ningún santo, y a veces es un poco duro contigo —dijo.
—Eso es quedarse corto —contesté.
Hizo una mueca y ladeó la cabeza.
—Te comprendo. Pero si tú me dejas, puedo ponerme de tu lado. No tengo por qué contárselo todo a tu padre.
Seguía sin estar segura, pero una idea empezaba a cobrar forma en mi mente.
Veronica estuvo un rato mirando alrededor.
—La verdad es que no le gusta Inglaterra —dijo—. Ya lo sabes. A veces creo que preferiría volver a Malasia.
Me animé al pensar en las ardillas, los pavos reales y los murciélagos.
—¿De verdad?
—Bueno, en el fondo creo que no. Es nostalgia, sobre todo.
Me llevé una decepción. Volver a Malasia era mi sueño. Lo primero que haría sería volver a nuestra casa y esconderme debajo, entre los pilares, como hacía siempre; y después me acostaría entre las altas hierbas, sin preocuparme de las serpientes. Luego buscaría a mamá.
Veronica me miró.
—Emma, ¿estás bien?
—Echo de menos a mamá —dije, consciente de que se me llenaron los ojos de lágrimas.
Ella volvió a buscar mi mano. Esta vez se lo permití.
—Sé que tiene que ser muy difícil para ti. Pero ¿qué tal si nos hacemos aliadas?
Hubo un largo silencio. Estuve un rato mirando por la ventana, viendo a los trabajadores escalar los andamios del edificio de enfrente, llena de pensamientos contradictorios. Veronica no me atosigó, ni me presionó, ni siguió parloteando, sino que esperó a que yo contestara. Eso me llamó la atención, porque demostraba que no se parecía en nada a mi padre, que nunca me escuchaba. Al final fue esto lo que me animó a tomar la decisión.
—¿Podrías ayudarme con una cosa? Pero que no se entere papá. —Mientras lo decía, noté un tirón en el estómago. Si se lo contaba a mi padre, me metería en un lío, pero si no se lo pedía a ella, ¿quién iba a ayudarme? La hermana Ruth ya había hecho lo único que podía hacer.
—Mientras no sea ilegal, lo que sea —contestó.
Busqué el retrato en mi cartera. Lo apreté un momento contra mi pecho, insegura y consciente de la fuerza con que me latía el corazón. Después la miré a los ojos. Parecía completamente sincera y amable de verdad, y costaba creer que pudiera traicionarme. Di la vuelta al retrato y se lo enseñé.
Lo cogió, lo miró con interés, levantó la mirada, estudió mis facciones y volvió a observar el retrato.
—No puede ser. La ropa es muy antigua.
—No. No es mi madre. Es mi abuela.
Sonrió.
—Es guapa. Alec nunca me ha hablado de tu otra abuela. Solo conozco a tu otra abuelita.
—Es la madre de mi madre. Y el caso es que… Necesito que me ayudes a encontrarla.
—¿Y tu padre no puede enterarse?
Contuve la respiración y confié en no haberme equivocado. Era una apuesta. Si Veronica se lo contaba a papa, él me quitaría el retrato y entonces me costaría todavía más encontrarla.
—De acuerdo —dijo por fin—. Será nuestro proyecto secreto. ¿Puedo preguntarte por qué no quieres que tu padre lo sepa?
—Hasta que descubra dónde está mi abuela, o al menos hasta que tenga un poco más de información, no quiero que papá se entrometa.
—En ese caso tenemos que trazar un plan —dijo, animándose ante la idea—. Confidencialmente, claro.
—¿Podrías averiguar quién es el artista? En la esquina están sus iniciales, y la fecha: C. L. P. 1923. Un año antes de que naciera mi madre.
—Voy a Londres con bastante frecuencia a ver a Freddy, mi abogado. Ahora mismo está viviendo en mi apartamento. Queda cerca de los museos y las galerías, así que no será complicado.
Me zumbaron los oídos. Era la ocasión de preguntarlo, como de pasada.
—Entonces, ¿tus abogados no son Johnson, Price y Cía., de Kidderminster?
—No, cariño.
—Y ¿nunca has tenido otro abogado?
—Nunca he necesitado a otro. Además, Freddy es un buen amigo. Lo conozco desde que iba a la universidad, en Birmingham, antes de que consiguiera su primer empleo en Worcester. Ahora, naturalmente, es uno de los mejores de Londres. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada.
—Es una pregunta curiosa —señaló.
Fui al lavabo mientras Veronica pagaba la cuenta. Y entonces decidí escribir al señor Johnson, encomendarme a su amabilidad y rogarle que me dijera la verdad.
En el tocador de señoras tuve que hacer cola unos minutos. Mientras esperaba, sentí un retortijón en la tripa. Cuando un cubículo se quedó libre y pude sentarme, comprendí por qué me dolía. No era una hemorragia fuerte, pero me había manchado las braguitas. Se me llenaron los ojos de lágrimas y me dio mucha lástima de mí, pero al oír los resoplidos de impaciencia de las mujeres que esperaban su turno, me sequé los ojos y me puse varias capas de papel higiénico dobladas. Me aseguré de que no me había manchado la falda de sangre, abrí la puerta y dejé atrás la cola sin levantar los ojos del suelo. Me daba mucha vergüenza. El papel higiénico era del duro, y crujía ligeramente con mis movimientos.
Veronica, que me esperaba en la salida, debió de notar algo raro.
—¿Qué te pasa, Emma? Parece que has visto un fantasma.
Hice una mueca.
—No es un fantasma.
Si no quería mancharme la falda de sangre, y manchar también el asiento del coche, tenía que contárselo. Tragué saliva y conseguí decir en voz baja:
—He empezado. Me ha venido. Eso que tú sabes.
—¡Ah! Ya lo entiendo. —Se puso colorada—. ¿Es la primera vez?
Asentí, muy abatida.
—¿Tienes lo necesario?
Dije que no con la cabeza.
—Vamos al lavabo, cariño. Allí hay una máquina.
—La he visto, pero no tenía dinero.
—No te preocupes. —Hizo una pausa y bajó la voz—: Supongo que no tendrás compresas.
Negué con la cabeza, me puse como un tomate y quise que se me tragara la tierra.
—Primero conseguiremos una compresa en la máquina. Vienen con imperdibles, así que tendrás que apañarte con eso. Por lo menos te llevaré al colegio.
Otra vez se me humedecieron los ojos y tuve que secarme las lágrimas con los nudillos.
—Después iremos a Timothy Whites a comprar compresas y más provisiones.
No me sentía mayor, tal como esperaba. Todo lo contrario. Me sentía pequeña y sola, y, aunque le estaba agradecida a Veronica, quería que mamá estuviera conmigo.
Cuando me dejó en el colegio y bajé del coche, tardé un momento en cerrar la puerta.
—Gracias, Veronica.
—No hay de qué —dijo, sonriendo.
—Por cierto. No has dicho cuándo será la boda.
—En verano, cuando tengáis vacaciones, para que podáis venir las dos. Después nos iremos una semana a Cornualles.
—¿Quién cuidará de mí y de Fleur?
—Espero que mi hermano haya vuelto, de permiso. En ese caso él se quedará con vosotras. —Levantó la mano para decir adiós, pero debió de ver cómo cambiaba mi expresión.
—¿Es por Sidney? —preguntó.
Me mordí el labio, murmuré y evité mirarla a los ojos.
—Si estás preocupada por lo del dardo, él te ha perdonado completamente.
Negué con la cabeza.
—Entonces ¿qué es?
No pude contestar, entré corriendo y confié en que al señor Oliver le ocurriera algo. Algo malo de verdad. Volví a sentir sus dedos encima de mí y me sudaron las manos y se me desbocó el corazón. No quería volver a verlo en mi vida. Pero si lo veía, y si volvía a hacerme lo mismo, decidí que lo contaría.