23
MIS VISITAS A CASA NUNCA eran fáciles, pero esta iba a ser mucho más difícil de lo habitual. Por lo de mi madre, y porque había estado enferma, me dieron vacaciones, y era tal mi alivio por salir de Penridge Hall que casi me había olvidado de mi hermana. Pero entonces me acordé de cuando nos parábamos en aquella tienda de Malaca donde vendían espejos y plumas, y tambores y flautas, y me eché a llorar. Me imaginé a mamá, a Fleur y a mí comprando papel rizado para hacer unas alas con alambre. Mamá nos dejaba ponernos vestidos de fiesta, y bailábamos para papá como si fuéramos hadas, aunque yo me aburría enseguida y me escondía debajo de la casa para espiar a la amah. Ahora que nada volvería a ser igual, yo quería que aquellos días regresaran y tenía la sensación de que el mundo se había acabado.
La abuela me esperaba en la puerta y me abrazó con tanta fuerza que no podía respirar. Vi que tenía venitas rotas en las mejillas y los hombros más hundidos que antes. Detrás de la abuela estaba Fleur, tímida, con una sonrisa cauta y unas gafas nuevas de color rosa. La abuela se secó los ojos con el dorso de la mano y me soltó. Fleur me dio un abrazo poco efusivo. Ella tenía su propia habitación y yo dormiría con mi abuela.
—Desde que murió tu abuelo no sé qué hacer con la otra cama —dijo, mirando con tristeza la cama del abuelo—. Tu padre la ha arrimado a la ventana. Ahora es tuya, pichón.
Arrugué la frente.
—Creí que iba a comprar una casa.
—A tu padre no le van demasiado bien las cosas en este momento. Anda muy justo de dinero.
—Si me quedara aquí para siempre, no tendría que pagar el internado.
—Ah, no, cariño. Tu padre no…
—¿No qué, abuela?
Se cubrió la boca con la mano y se levantó bruscamente.
—¡Ay, madre! Yo aquí de cháchara y la comida sin hacer.
—Pero ¿abuela?
—Últimamente tengo la memoria fatal. En resumidas cuentas, la semana pasada tuve que ir a hacerme unas pruebas.
—Y ¿qué tal te salieron?
Me clavó un dedo en las costillas y se rio.
—No te preocupes, pichón. Las pasé de sobra. ¿Quién no sabe que Winston Churchill es el primer ministro?
El problema es que yo no podía decir si me estaba gastando una broma, y sabía que era Anthony Eden, o de verdad creía que era Winston Churchill. No quise preguntárselo. De lo que sí se acordaba bien era de que Veronica y mi padre se veían mucho.
—Creo que podría ser algo más que un capricho pasajero —dijo.
Bajé la cabeza.
—Siento mucho lo de tu mamá, amor.
Yo no sabía que decir, así que contesté con un murmullo y ella me acarició la espalda.
—Vamos, vamos. ¿Por qué no te cepillas el pelo y te arreglas un poco mientras te preparo un sándwich bien rico de mermelada de grosella?
Fleur tenía a papá, y ahora también a Veronica, y se dejaba comprar con caramelos de regaliz, pero yo necesitaba a mi madre y me dio vergüenza la oleada de rabia que sentí de pronto contra ella. No era justo. ¿Cómo había sido capaz de abandonarnos? ¿Cómo podía estar muerta?
Empecé a cepillarme el pelo muy despacio. Una vez, en Malasia, me había quejado de que a mi pelo le sirviera de tan poco el cepillado. «Da igual», dijo mamá tajantemente. Y me peinó a tirones. Era el día de la boda, el mismo día que tuvimos el accidente, y mamá estaba de un humor extraño.
Fleur se quedó boquiabierta.
—¿Y el mío? —preguntó.
—El tuyo es más fácil —dijo mamá. Y con un par de pasadas con un peine fino Fleur ya estaba estupendamente peinada, con la raya a la derecha y un pasador en forma de lazo a la izquierda.
—¿Puedo ponerme un pasador yo también? —pregunté.
—Es inútil ponerte un pasador con ese pelo, Em. Lo perderíamos. Y, por favor, deja ya de holgazanear. —Se rio y no sé por qué me sentí ofendida.
«No puedo soportarlo», pensé, con la cabeza llena de preguntas y a punto de estallar. «¿Qué le ha pasado a mamá de verdad? ¿Es que nadie lo sabe?». Decidí preguntarle a Fleur si había oído algo, así que fui a su habitación y me quedé en la puerta. Mi hermana estaba sentada en la cama, coloreando un mapa de Gran Bretaña y rodeándolo con una puntilla azul, que indicaba el mar.
—El mar no es así, Miliflor —dije, pensando en cómo se hundía el cielo en un mar de color índigo por la noche.
Me miró con frialdad.
—No me llames así. Es infantil. Y vete. Estoy ocupada. Tengo que terminar esto hoy para el día de puertas abiertas.
—¿Me has echado de menos?
—Un poco.
Esperé un rato, pero Fleur se limitó a soltar unos cuantos suspiros, bastante obvios, y no me hizo caso, así que me fui. No servía de nada preguntárselo. Ni siquiera estaba segura de que fuera a decírmelo. ¿Era posible que las hermanas pudieran desconfiar la una de la otra como personas extrañas? Me daba mucha pena pensarlo, pero yo quería una hermana más parecida a mí, que me hablara y me dijera que todo se iba a arreglar y que mamá no estaba muerta. Que no estaba muerta ni mucho menos. Eso o que al menos supiera qué había ocurrido.
No tuve que esperar demasiado la ocasión para averiguar algo más. El día de puertas abiertas la abuela y papá se fueron al colegio con Fleur. Hacía una tarde muy clara y tomarían té y bizcocho, así que tendría tiempo de sobra.
La habitación de mi padre no estaba cerrada con llave, pero, como buena espía, esperé hasta que sus voces se perdieron calle abajo.
El dormitorio estaba amueblado con un armario de nogal oscuro, un tocador y una silla a juego, una cama doble y dos mesillas. Una franja de sol entraba por la ventana y mostraba las zonas raídas de la moqueta. Busqué en las mesillas. Allí no había nada más que solicitudes de empleo y cartas de rechazo. «A eso se refería la abuela cuando dijo que las cosas no le iban demasiado bien», pensé. Y pasé a buscar en el ropero. Trajes, camisas, un abrigo, zapatos negros y marrones, alineados con orden militar, y cajas de cartón apiladas encima. Arrimé la silla y me subí a ella. Todas las cajas estaban precintadas. Solo me faltaba mirar debajo del colchón y en el tocador.
El colchón pesaba mucho y me costaba levantarlo, pero metí la mano por debajo y comprobé que allí no había nada. Abrí el primer cajón del tocador y las cosas de limpiar los zapatos se esparcieron por el suelo: un trapo, dos cepillos, uno blando y uno duro, un espray y cuatro tarros de betún de distintos colores. Papá lo guardaba todo requetebién, como él decía. Hice una mueca al darme cuenta de que no sabía cómo estaba ordenado, así que crucé los dedos y volví a guardarlo todo imaginando cómo lo haría él. Ahora el cajón de abajo. Tenía que estar ahí. Si no lo veía con mis propios ojos, no lo creería. Registré el cajón. Un calendario, una agenda de direcciones, un frasco de loción bronceadora y, al fondo, un libro. Di la vuelta al frasco haciendo una mueca. A mi padre le gustaba estar bronceado. Saqué el libro: El anuario del hortelano era el título. Debía de ser del abuelo porque a papá no le gustaba el huerto. Empecé a pasar las hojas, y un sobre azul y fino, de correo aéreo, cayó al suelo. Dudé, lo recogí, le di la vuelta y vi el matasellos de Malasia. Levanté la solapa y abrí la carta. Casi se me para el corazón. No tenía dirección, pero por la fecha del sobre vi que lo habían enviado hacía alrededor de un año, antes de que yo le clavara el dardo en el cuello al señor Oliver. Aquella debía de ser la carta que yo entonces creí que era de mamá.
Querido Alec:
Todo resuelto. No tienes que preocuparte de nada de por aquí. Espero que con esto hayamos terminado, amigo mío.
Tuyo,
George.
Había estado conteniendo la respiración y solté el aire despacio. ¿Qué significaba eso? ¿Qué se había resuelto? Era muy raro. ¿Se refería a mi madre? ¿O no tenía absolutamente nada que ver con ella? No había ninguna otra carta en la que se anunciara su desaparición y la diesen por muerta y tampoco ninguna que dijera que nos había abandonado. Debí de quedarme una hora allí sentada, pensando y volviéndome loca, imaginando lo peor. Una y otra vez me acordaba del túnel del museo de cera de Malaca. ¿Alguien había reducido la cabeza de mi madre? Y cada vez que pensaba en eso, me quería morir. Tan distraída estaba que por poco no les oí cuando llegaron.
—Es una buena estudiante, ¿verdad? —oí que decía mi abuela—. Le irá muy bien cuando pase a secundaria.
Me dio un vuelco el corazón. Volví a guardar la carta dentro del libro, lo metí en el cajón, salí de puntillas del dormitorio de mi padre y me senté en mi cama, con los brazos cruzados.
Más tarde, en la cocina, haciendo un esfuerzo enorme para modular el tono de voz, le pregunté a mi padre si podía ver el certificado de defunción de mi madre. Me miró con severidad.
—No existe. Se supone que ha muerto, Emma.
—Entonces ¿cómo lo sabes? —dije, recuperando una chispa de esperanza.
—Porque nos lo han comunicado.
—¿Quién?
Papá se levantó, para marcharse.
—George Parrott tenía los detalles.
Fui tras él, con obstinación.
—Escríbele. Pregúntale.
—Emma, tú a mí no me das órdenes. George Parrott me ha informado y se acabó. Ahora, estoy ocupado.
No me dejé acobardar, a pesar del enfado que asomaba en sus ojos.
—¿Cuándo escribió? ¡Enséñame la carta!
Tomó aire con fuerza y vi que luchaba consigo mismo. Después sonrió, como si dijera: «Qué niña tan idiota, la que está montando». Fue una sonrisa intencionada, para que me sintiera estúpida.
—Vamos a ver, Emma. A ver si lo entiendo. ¿Es que no crees lo que te está diciendo tu padre?
Yo era consciente de que estaba cavando mi propia tumba, pero no podía evitarlo.
—Solo quiero que le escribas. ¿Qué tiene eso de malo?
—Recibí la carta hace un mes. Ahora, jovencita, si sabes lo que te conviene, no digas ni una sola palabra más. —Me dio la espalda y cerró la puerta del cobertizo.
¿Me estaba mintiendo mi padre? No había ni rastro de esa supuesta carta en su dormitorio, ninguna carta de George Parrott en la que dijera que a mamá la daban por muerta. Claro que cabía la posibilidad de que la carta en cuestión hubiese llegado y papá la hubiese tirado. Pero ¿por qué habría hecho eso? Yo no estaba satisfecha y tenía la sensación de que no habían aclarado ninguna de mis dudas.
Subí a mi habitación, volví a sentarme en la cama y abrí el cuaderno que escondía debajo de la almohada, para que la abuela no lo viese. A veces me parecía que el mundo era demasiado injusto, y cuando las cosas se ponían mal de verdad, escribía cuentos. Me encantaba poder inventarme lo que quisiera. Pasara lo que pasara, quería ser escritora de mayor. Cuando me imaginaba una historia, podía ser cualquier persona, quien yo quisiera.
Me olvidé de mí misma sumergiéndome en un cuento de estatuas de ojos grises que cobraban vida y estrangulaban a la gente con sus manos de piedra. Una de ellas estaba a punto de atrapar a mi padre cuando oí que volvía a entrar en casa. Venía hablando con Veronica. Le oí decir que había que llevar a la abuela a una residencia y que el Ayuntamiento pronto les ofrecería una plaza. Cuando Veronica subió a decir hola, yo estaba casi llorando. Se acercó, me puso una mano en el hombro y me acarició la mejilla. Aparté la cara.
—¿Qué tal te va en el internado?
—Bien —dije, sollozando.
—No te prometo nada, pero si te esfuerzas de verdad, creo que hay posibilidades de que tu padre te deje volver a casa.
—Dice que en el colegio le han dicho que aún no estaba preparada —contesté.
—Ya lo sé, pero las cosas pueden cambiar. Lo siento mucho, Emma. Nunca podré sustituir a tu madre, pero si tú me dejas, intentaré hacerlo lo mejor posible.
No me atreví a decir nada.
—Ya sé —dijo ella—. Un día iré a buscarte al colegio y pasaremos el día entero en Cheltenham. Iremos de tiendas, tomaremos el té en el Café Oriental, el que está en el paseo, y nos haremos una foto en Gaumont. ¿Qué te parece?
Me quedé pensativa. ¿Eso significaba que estaba de mi lado? ¿O significaba que en realidad intentaba ocupar el lugar de mi madre, aunque fingiera lo contrario?
—¿Por qué quieres hacer eso? —pregunté.
—Porque me he olvidado de lo que es ser joven.
Miré sus mejillas pálidas, empolvadas, sus uñas pintadas de rosa helado, sus ondas bien marcadas, y no supe si lo decía de verdad. Debía de tardar siglos en conseguir aquellas ondas tan perfectas, pensé, y me pasé los dedos por mi pelo ingobernable. Todavía rojo, todavía rebelde.
—¿Sabes qué? Si quieres, te enseñaré el colegio al que iba yo. El Wellington College, un colegio para niñas, en Pittville Circus. ¡Madre mía, lo bien que lo pasábamos escondiéndonos en aquel laberinto de pasillos! Me acuerdo de que tenía una batería de ventanas altas que daban a la calle. Trece en total. ¿O eran catorce? Las clases de delante eran las que más nos gustaban.
Sonrió, me dio un beso en la frente con los labios frescos y me hizo un guiño.
—Y te enseñaré por dónde merodeábamos para esperar a los chicos del otro colegio.
Cuando se marchó, me acerqué a la ventana y la abrí de par en par. Después me froté la frente, para borrar la marca del pintalabios. El mundo resplandecía a la luz del atardecer: los árboles, la torre de la iglesia, incluso el campo; pero yo me sentía extraña e insegura. Si me hacía amiga de Veronica, ¿eso significaba traicionar a mi madre?