38
VERONICA PASÓ UN MOMENTO por mi habitación para decirme que iba a salir. Yo tenía muchas ganas de hablar con ella antes de que se fuera, pero me paré a pensar un momento. Si en el colegio se enteraban de que había estado husmeando en los archivos, aunque de eso hacía ya más de un año, me metería en un buen lío.
Respiré, crucé los dedos y le sonreí. Después le conté cómo había descubierto que un abogado pagaba mis gastos escolares.
—Entonces le escribí, pero me dijo que no podía divulgar el nombre del cliente, que era confidencial o algo por el estilo.
Me puse algo nerviosa al ver que parecía disgustada.
—No se lo diré a tu padre, Emma, si es eso lo que te preocupa. No es eso. Es que creía que era él quien pagaba el colegio.
—Yo también lo creía, pero la abuela dice que está arruinado.
Veronica ladeó la cabeza, entrecerró los ojos y empezó a sonreír.
—Tú creías que era yo, ¿verdad?
Me puse colorada.
—Por eso me hiciste aquel interrogatorio, ¿no? Sobre Freddy, mi abogado. Me pareció raro ese interés tan repentino por mis asuntos legales.
Hice una mueca.
—Bueno, cariño, no soy yo. Pero la próxima vez que vea a Freddy, le preguntaré si puede enterarse.
—Gracias.
Me dio una palmadita en el hombro y se marchó.
Media hora más tarde yo salía de casa tarareando. Iba mirando el suelo, con el cuello subido, intentando llegar hasta cien sin pisar una grieta para no molestar a los fantasmas que se escondían allí dentro.
Me gustaba la tranquilidad de las vacaciones de mayo. En cierto modo era bonito no saber qué ocurriría a continuación, aunque en general ocurría muy poca cosa. En el colegio todo se regía por unos horarios, hasta lavarse los dientes o ir al baño, y era una suerte no tener estreñimiento, porque entonces te daban aceite de ricino.
El viento soplaba con furia entre los altos árboles que jalonaban la carretera. Yo iba contando y no lo vi venir. Si levanté la vista fue porque desde una casa me llegó un olor a beicon frito.
—Emma —dijo. Y ya iba a pasar de largo.
Lo miré un momento a los ojos y vi a sus espaldas las nubes de la mañana, negras y rasgadas, con manchas de luz de plata entre medias.
—¡Billy! Perdona. No te había visto.
Estaba lo suficientemente cerca para que yo notase el olor del champú con que se había lavado el pelo. De menta. Y también para ver que tenía el cuello de la camisa deshilachado por detrás.
—Pensé que no querías verme —dijo, agachando la cabeza. Y las puntas de las orejas se le pusieron coloradas.
—No seas tonto. Es que estaba en la luna.
Billy cambió el peso de un pie al otro.
—¿Qué tal te va en el colegio? —preguntó.
Una imagen del pasado vino a avergonzarme. El recuerdo de que me había desnudado delante de él. Él debió de pensar lo mismo, porque esta vez se puso como un tomate. Se rio para romper el incómodo silencio.
—¿Te apetece ir al granero? —dijo, con una voz que sonó poco natural—. Para recordar los viejos tiempos.
Mientras nos mirábamos a la cara, pensé que lo decía solo por decir algo y no supe qué contestar. Hacía siglos que no veía a aquel chico alto y larguirucho, pero un diablillo se despertó dentro de mí, y acepté.
Mis pies se movieron por su propia cuenta, y echamos a andar hacia el granero en silencio. El sol asomó entre las nubes, más brillante, y de los campos, por detrás de los árboles, llegaba un olorcillo a boñigas de vaca. La hierba tenía un color esmeralda, iluminada a contraluz, como en las películas, y el sol amarillo contrastaba con las nubes oscuras. Todos los ruidos parecían más intensos: los pájaros, el viento, nuestros pasos al pisar y al arrastrarse, desacompasados. A lo lejos, de vez en cuando se oía el claxon de un coche. Yo estaba hecha un manojo de nervios, y hasta sentía como si me estuvieran clavando agujas en los dedos de los pies.
Billy seguía siendo igual de desaliñado, pero con el rabillo del ojo, cuando el sol le daba en la cara, también me pareció tierno. Andaba con los hombros caídos, las manos en los bolsillos, el pelo rubio oscuro sobre los ojos. Y sus dientes ya no llamaban la atención tanto como antes. La verdad es que eran blancos y brillantes. Dijo que iba al instituto.
—¿Qué tal es? —pregunté.
—Está bien. —Se paró y me puso la mano en el brazo—. Em.
Había en su expresión una intensidad que me hizo ruborizarme, y la distancia que nos separaba se redujo de repente.
—Perdona por lo que pasó. No tuve más remedio. Ya lo sabes.
Me dio un vuelco el corazón. Se refería al día en que se vio obligado a decir dónde estaba escondida.
—No seas tonto, Billy. De eso hace millones de años. Olvídalo.
Seguimos adelante, charlando algo más relajados, aunque todavía estábamos un poco cohibidos. En el granero, Billy se detuvo al pie de la escalerilla, se miró los pies y a continuación me miró con los ojos brillantes como espejos y una expresión extraña.
—Eres muy guapa, Em —dijo. Y sonrió a medias, aunque parecía avergonzado.
Entonces comprendí por qué estábamos en el granero y supe que no era por los viejos tiempos. No me molestó. Me había dicho que era guapa y, en ese momento, eso era lo que yo quería ser, por encima de todo.
Esquivamos los tablones podridos y nos sentamos separados por un agujero, con las piernas colgando. Billy se inclinó, como si fuera a besarme. Yo me moví en dirección contraria y sus labios acabaron en un lado de mi nariz. Se puso coloradísimo, pero yo me reí y me acerqué a él. Volvió a besarme y esta vez acertó de lleno. Me abrazó y me apreté contra él. Sentí el calor de su cuerpo, pero una voz interior no paraba de repetir cosas que yo le había oído a mi padre decirle a mi madre.
«Emma es incontrolable, Lydia. Lo lleva en la sangre. Si no la controlas, terminará por seguir tus pasos… y los de tu madre».
Dicho esto, cerró de un portazo y yo me quedé pegada al sitio. ¿Qué había hecho mi madre, y qué era exactamente lo que yo llevaba en la sangre?
Antes de irnos del granero nos quedamos un rato acostados y cogidos de la mano. No hicimos nada más después de aquel beso. Billy olía a tabaco y, aunque ya no quería ser mago, aún tenía magia en las manos. Me di cuenta porque, cuando me apretó la mano, sentí un cosquilleo que me subió hasta el pecho. Me sentí como si estuviera en otro mundo, a salvo y lejos de todo.
Había vuelto al colegio y era sábado. Estaba sentada en el pasillo, delante del despacho, esperando para recoger mis cartas. El encargado de los trabajillos de reparación apareció con una escalera de mano y me lanzó un toffee. Dos monjas pasaron con las cabezas juntas y gesto serio. Se acercaron tres niñas, y una de ellas me hizo un guiño. Era Rebecca. Al parecer habíamos llegado a una especie de tregua.
Las baldosas del suelo, blancas y negras, estaban desportilladas en los bordes y llenas de mugre incrustada en las grietas. Las paredes eran de un tono marrón oscuro y en una esquina había una planta de interior. Era un ficus que había crecido demasiado y había perdido la mitad de las hojas por abajo. No se parecía en nada a los ficus de Malasia.
Una mañana, muy temprano, mi padre me llevó a dar una vuelta en helicóptero. Cuando empezó a amanecer, miré hacia abajo y vi nuestra casa, mi colegio y la niebla tendida sobre las piedras del río. Después sobrevolamos plantaciones de caucho y la selva. Desde allí arriba, la tierra parecía muy densa y daba miedo. Papá dijo que el espíritu de la selva tenía una voz, una voz china. Creí que hablaba de espíritus de verdad y me eché a reír. No me explicó que se refería a los terroristas.
Mamá y papá eran completamente distintos. Me vino a la memoria una imagen de mi madre, sonriente y llena de vida. Mi padre nunca se reía tanto como ella. Intenté recordar qué llevaba puesto la última vez que la vi, cuando nos dejó en el colegio. Me acordaba de que salí del coche y le dijimos adiós con la mano mientras nos alejábamos corriendo de espaldas. Pero no conseguía recordar nada más. Se me humedecieron los ojos. Me entristecía estar perdiendo mis recuerdos.
La secretaria salió de su despacho y se quedó en la puerta, con un montón de sobres en la mano.
—Qué pensativa estás —dijo, con una sonrisa.
Me levanté, a la defensiva, como si pudiera leerme el corazón. Me tendió un sobre con las puntas de las uñas pintadas de rosa, como el algodón de azúcar. Me lo guardé en el bolsillo y me fui al banco que había entre los arbustos. Ahora que se acercaban las vacaciones de verano, buscaría la ocasión de hablar con mi padre. Ya había empezado a trabajar en Birmingham, iba muy elegante y viajaba mucho.
Saqué la carta del bolsillo y rasgué el sobre. Las cartas de mi padre eran generalmente breves, y aquel día tampoco fue una excepción, aunque al pie de la cuartilla añadía una nota. Me alegró mucho saber que el señor Oliver estaba enfermo.
El asunto de la boda me tenía en vilo. Yo tenía la fantasía de que, si Veronica encontraba a Emma Rothwell vivita y coleando, después de la boda mi hermana y yo nos iríamos a vivir con ella. No se me ocurrió pensar que quizá no quisiera hacerse cargo de nosotras, que se negara a reconocernos como nietas, incluso que pudiera no ser nuestra abuela.
Me fui a una sala tranquila para seguir trabajando en mi última aventura y me perdí en el relato.
Era una sala grande y espaciosa, con las ventanas altas, de manera que era imposible asomarse. Allí preparábamos los temibles exámenes de fin de curso. Los sábados, supervisadas por los monitores de sexto curso, quien quisiera podía ir a estudiar lo que le apeteciese. Como estaba prohibido hablar, aquella era mi única oportunidad de escribir sin interrupciones. La mayoría de las chicas huían de la sala de estudio como de la peste, mientras que para mí era un tesoro. Quería trabajar en un relato que estaba escribiendo, un melodrama en el que mi nueva heroína, Claris de la Costa, vivía atrapada en el sufrimiento por culpa de su malvado abuelo. Me sumergí en el silencio que me rodeaba. Necesitaba encontrar un desenlace rápido. Algo que dejara al lector atónito, boquiabierto de la sorpresa por lo ingenioso. Pero perdía el hilo cada dos por tres, porque la noticia de la carta de mi padre me había alegrado tanto que podía concentrarme. Crucé los dedos y pedí el deseo de que el señor Oliver estuviera mucho tiempo enfermo. En realidad, para siempre.