17
ME IMAGINÉ AL SEÑOR OLIVER muerto, tendido en el suelo del dormitorio, y deseé que viniera Billy. Hice pis en un rincón del granero y después me consolé pensando en él. Normalmente, Billy aparecía y desaparecía muy deprisa, en sintonía con su ambición de ser mago. Poco a poco, se estaba fabricando todos los artilugios necesarios, y ya tenía un sombrero de copa y una baraja de cartas. Yo le había prometido que le ayudaría a hacer una capa negra con estrellas de plata y el forro violeta. Mamá me había enseñado a coser y no sería demasiado difícil.
Yo comprendía esta ambición de Billy. Yo practicaba con él mis relatos y él sus trucos de magia conmigo. Me tragué un sollozo. Iba a hacer falta algo más que un truco de magia para sacarme del lío en que me había metido.
Oscureció, y el aire se llenó del olor a moho del granero. Cerré los ojos y traté de imaginar que el granero se llenaba completamente de hojas, helechos y pájaros azules que revoloteaban por todas partes. Sin embargo, solo conseguía ver la cara del señor Oliver, furibundo, y su cuello y sus manos manchados de sangre.
Cuando me desperté, no sabía dónde estaba, hasta que el recuerdo de lo ocurrido me golpeó en el estómago. Tenía sed, pero allí no había nada que beber, así que me acurruqué en un rincón y hundí la cabeza entre las manos hasta que oí las voces de mi padre y Veronica. Me acerqué hasta el borde de puntillas y me asomé para asegurarme de que eran ellos. Tres caras me miraban desde abajo. Debieron de obligar a Billy a confesar, porque él también estaba allí, colorado y con muy mala cara.
Bajé por la escalerilla. Me picaba todo el cuerpo y empecé a rascarme. Billy no levantaba la cabeza, no me miraba, solo lloriqueaba y se limpiaba la nariz en el jersey agujereado. Miré a papá. Tenía una expresión rígida y los puños apretados. Me asusté tanto que me hice pis encima y noté el chorro caliente entre mis muslos. Mi padre vio la mancha oscura que apareció en mi falda y sus labios formaron una línea dura y recta.
Veronica se arrodilló, despeinada, blanca como la ceniza y con los ojos llorosos.
—Emma —me dijo con dulzura—. Cuéntanos qué ha pasado. ¿Por qué has hecho eso?
Si mi madre era como el fuego, Veronica era como el agua, dulce y suave, pero yo no podía decir nada.
Mi padre no podía aguantar más.
—Por Dios, hija. ¿Se te ha comido la lengua el gato? ¿Qué ataque te ha dado para apuñalar al señor Oliver?
Agaché la cabeza.
—Bueno, lo único que puedo decir es que tienes suerte de que Sidney no haya querido llamar a la policía.
«Por lo menos no está muerto», pensé.
—¿No crees que te estás pasando de la raya? —dijo mi padre. Y me agarró del codo.
Ya en casa, me llevó a mi dormitorio y me encerró con llave. No era justo. Era el señor Oliver quien merecía un castigo, no yo. Abrí la boca con intención de decirlo, pero me ponía mala solo de pensarlo.
—Te quedarás en tu habitación —dijo mi padre desde el pasillo. Y dio un puñetazo en la puerta.
Yo estaba tensa y asustada de lo que pudiera pasar a continuación. ¿Había sido culpa mía? ¿Había hecho yo algo para provocarlo?
Al cabo de un rato, Veronica subió con un vaso de cacao y malta y un par de galletas Cadbury de naranja. Se me llenaron los ojos de lágrimas.
Se acercó y me acarició la pierna.
—No llores. Sidney no está grave. La herida parece peor de lo que es en realidad. Como tu padre, que ladra mucho pero no muerde. Todo se arreglará.
Me fijé en que tenía las muñecas finas y las manos pequeñas y blancas. Se había cambiado el vestido por uno de flores amarillas y había intentado recogerse el pelo, pero llevaba las horquillas sueltas y se le notaban las arrugas de la cara. Se me hizo un nudo en la garganta. Quería preguntarle cómo iba a arreglarse todo, pero no me atrevía. Sabía que Veronica intentaba ser amable, más de lo que yo merecía, pero era imposible que todo se arreglara.
Sacaron la cama de Fleur del dormitorio, para que yo durmiera sola. La abuela subió un momento aprovechando que papá había salido: abrió la puerta con muchísimo cuidado y entró de puntillas, llevándose un dedo a los labios. Después se sentó en la cama, a mi lado, y me abrazó. Un rayo de sol la iluminaba y vi que parecía muy mayor y muy estropeada, con la cara llena de arrugas. Agaché la cabeza. Mi abuela estaba empequeñecida y yo tenía la culpa de todo.
—Emma, pichón. Cuéntame qué ha pasado.
Habló en voz muy baja, y otra vez se me llenaron los ojos de lágrimas. Quería contárselo, pero no me salían las palabras.
Me dio dos tabletas de chocolate.
—Haz que te duren, mi amor. Y no le digas nada a tu padre.
—¿Qué pasará ahora, abuela?
Asintió y se tiró de las cintas del delantal. No sé por qué, cuanto más se lo apretaba, más floja parecía ella.
—Están buscando un internado para ti.
Mudé de expresión.
—¿Papá y el abuelo?
—No, cariño. Tu padre y Veronica. Está muy preocupada por ti. Tienes suerte de que no se haya enfadado, tratándose de su hermano.
Fruncí el ceño. ¿Qué significaba eso? ¿Sabía Veronica cómo era su hermano? Si al menos ella sospechara de él, quizá yo no tendría tantos problemas.
Sollocé y miré los ojos azules y oscuros de la abuela.
—¿Por qué me odia? —dije.
—¿Quién, cariño?
—Papá. ¿Por qué me odia?
La abuela se puso muy nerviosa y se levantó para alisarse el delantal. Suspiró y creí que iba a echarse a llorar.
—No eres tú, cariño. Hay cosas que no comprendes.
—¿Qué cosas?
—Cuando seas mayor, mi vida… Ahora, pichón, te toca morder el polvo una temporada. Tu padre tiene un montón de preocupaciones y lo hace lo mejor que puede. Eso no lo olvides nunca. No seas descarada con él y todo se arreglará. Te lo prometo. Pero, Em, cariño, tienes que aprender a domar ese carácter. ¿Lo prometes?
Agaché la cabeza, pero sus palabras me dieron qué pensar. ¿Era mi padre tan malo como me parecía a mí, como los malos de mis historias? ¿Le había inventado yo una personalidad? ¿Era yo quien se equivocaba en vez de él? ¿Cómo se podía saber quién tenía la razón? Esa pregunta me angustiaba mucho más de lo que se pueda imaginar.
—Bueno, el movimiento se demuestra andando… —dijo la abuela, y me miró con una expresión curiosa. Luego me besó en la frente—. Sé buena. Y recuerda, ni una palabra. Pondré la radio en la cocina, para que no te sientas tan sola. Ahora están dando Música para los que trabajan, pero puede que luego venga Lonnie Donegan con su Selección de Éxitos.
—O Bill Hayley —contesté, con una sonrisa lánguida.
—Así me gusta. La encenderé para que puedas oírlo. Vale, ¿pichón?
—¿Puede subir Fleur a jugar a Serpientes y Escaleras?
—Fleur se va, cariño. Se quedará una temporada con Veronica mientras papá soluciona las cosas. El martes llevará a tu hermana al oculista.
Se me cayó el alma a los pies. Y ¿qué pasa con su cumpleaños? Fleur y yo no teníamos una relación especialmente estrecha, pero éramos hermanas y yo daba por hecho que la quería. Hasta ese momento nunca se me había ocurrido que el señor Oliver pudiese hacerle a ella lo mismo que me había hecho a mí. Si le pasaba algo a Fleur, mi padre se daría cuenta, ¿no? Conmigo no se había dado cuenta, pero ella era su favorita y yo a veces incluso dudaba de que mi hermana echase de menos a mamá.
Antes de que la abuela se marchara, le pregunté si mi madre vendría pronto.
—No lo sé, cariño. Sé lo mismo que tú. Solo sé lo que dice tu padre.
—Pero ¿por qué tarda tanto?
La abuela se encogió de hombros, dijo que no lo sabía y que papá tampoco. Gemí y me estiré en la cama.
La abuela llamó a Fleur.
—Os dejo para que os despidáis —dijo, cuando mi hermana entró y dejó la puerta entornada.
Fleur se quedó pegada a la puerta, frotando el suelo con los pies. Le pregunté si echaba de menos a mamá. Me contestó que por qué iba a echarla de menos si tenía a Veronica y a la abuela. Su contestación me dolió.
—¿Es que no quieres a mamá, Miliflor? ¿No echas de menos las hierbas altas?
Fleur no decía nada. Tuve que esperar. Había aprendido a esperarla. Primero cuando ella era pequeña y no podía hacer las mismas cosas que yo; después mientras aprendía a hablar, bastante despacio. Ahora porque necesitaba tiempo para expresar lo que quería decir.
—Claro que sí, Em. Claro que sí.
—Pero no lloras.
Se mordió el labio.
Me levanté y la miré a los ojos.
—¿No te acuerdas de la isla, Fleur?
Negó con la cabeza.
—Pues tienes que acordarte. ¿Cómo te puedes olvidar? —Yo veía la costa plateada de nuestra isla, donde íbamos de vacaciones—. Tienes que acordarte de cuando una medusa picó a mamá. Y de que teníamos que poner mucho cuidado para ver dónde pisábamos.
Fleur agachó la cabeza y no quiso mirarme.
—¿Verdad que te acuerdas de los cocoteros? ¿Y del miedo que te daban las olas?
—No me daban miedo —dijo, con un hilillo de voz.
—¡O sea que te acuerdas! Lo sabía. Papá y yo no parábamos de entrar y de salir del agua. Y tú mientras hacías castillos de arena. Y mamá se bañaba desnuda.
—Calla, Emma. Cállate ya. Para de hablar de mamá. —Salió y dio un portazo.
No fui a consolarla, a pesar de que la oí sollozar en el baño y había sido yo quien la había hecho llorar.
Al cabo de un rato decidí que, si iban a mandarme a un internado, me llevaría todas mis cosas favoritas. Saqué mi caja de tesoros y los fui amontonando. Mi cuaderno de notas; unos abalorios antiguos de mamá; una canica de mármol preciosa, morada y naranja; y mi cepillo del pelo. Tenía que cepillarme el pelo cien veces al día. Lo que más quería era mi estilográfica y mi frasco de tinta. En el colegio usábamos una plumilla de madera horrible, con la punta de metal abierta por la mitad que arañaba el papel. Cada pocas palabras había que mojar la pluma en el tintero, y, como goteaba mucho, mis trabajos siempre acababan hechos un asco.
Sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, mientras husmeaba entre mis cosas, me escocían los párpados. Oí ruidos en el vestíbulo. Era mi padre. Lo guardé todo corriendo, escondí la caja en el armario y vi que la oreja de un conejito rosa que llevaba algún tiempo perdido asomaba por debajo de una manta de cuadros escoceses. Cogí el conejo para dárselo a Fleur y que pudiera llevárselo a casa de Veronica, y me esforcé en poner cara de niña buena.