50

ERA VIERNES, EL ÚLTIMO DÍA DE LAS VACACIONES de mediados de otoño. Veronica me había pedido que la esperase en el Ayuntamiento y allí solicitó el censo electoral. En la mano izquierda tenía la carta de respuesta que me había enviado el señor Johnson.

—Mira, Emma —dijo, señalando un código de referencia en la esquina superior derecha.

Leí en voz alta.

—E C-Mb/0557/002.

—Muy bien. La primera parte, E C-Mb. Son unas iniciales.

—¿Y lo demás?

—0557 significa el mes quinto de 1957. Y 002 es el número de cartas enviadas ese mes y relacionadas con un expediente en particular. En este caso el de E C-Mb.

—Ya lo entiendo. ¿Y?

—Bueno, esto confirma las noticias que ayer no tuve ocasión de darte.

—Pero dijiste que no había demasiadas esperanzas.

—Y era verdad. Sin embargo, hace unas semanas estuve en la ciudad, invité a Freddy a una buena comida y le pedí que intercediera en tu nombre.

Yo estaba desconcertada e hice una mueca.

Veronica levantó la mano.

—Ahora lo entenderás. Freddy decidió consultar con Johnson, Price y Cía. y preguntarles si estarían dispuestos a ponerse en contacto con su cliente y exponerle tu interés. El señor Johnson había recibido tu carta y se acordaba de ti.

—Y ¿se puso en contacto con el cliente?

—Bueno, al principio se mostró algo reacio, pero Freddy es muy persuasivo y terminó por convencerlo. La idea era ver si había alguna posibilidad de que ella permitiera revelar su identidad.

Me dio un vuelco el corazón.

—¿Ella?

Veronica asintió.

—Bueno, pues lo ha pensado y finalmente ha dicho que sí. Es la señorita E. Cooper-Montbéliard. Así se llama. Un nombre muy poco frecuente, ¿verdad? Vuelve a mirar la referencia.

Miré el papel y no pude contener una exclamación.

—¡Ah!

Veronica sonrió.

—¡Exacto!

—C-Mb es Cooper-Montbéliard —dije.

—Sí —asintió—. La pista estaba ahí desde el principio, aunque habría sido imposible descifrarla. Y ahora vamos a consultar el censo, para asegurarnos de que la dirección que le han dado a Freddy es la buena.

—Pero es el último día de las vacaciones —me lamenté—. Solo me queda mañana antes de volver al colegio el domingo por la tarde.

Me acarició el brazo.

—Pero puedes escribir, ¿no? —dijo Veronica.

Al día siguiente, después de escribir mi carta, me puse a trabajar en uno de mis relatos mientras esperaba que dejase de llover. Tenía problemas con el protagonista. El héroe, un hombre alto, de origen español y llamado Pedro González Montes, se disponía a trepar por una escalerilla para rescatar a Claris y liberarla de su malvado abuelo. Cuando estaba a punto de llegar, la escalerilla resbalaba y Pedro caía al suelo. No moría, pero se quedaba ciego e inválido para siempre, completamente inútil como héroe. A menos que se tratara del señor Rochester.

Escribir no era tan sencillo como me parecía cuando era pequeña. Mis personajes entonces hacían lo que yo les decía, mientras que ahora se caían de escalerillas, hacían anuncios inesperados y en general no se portaban bien. Resoplé con fastidio y abandoné a Claris entre sus sábanas manchadas de sangre reseca, con las ratas correteando por detrás de un fino tabique.

El día se había cubierto de nubes cargadas de humedad y caía una llovizna fina, de las que engañan, porque parece que no hace falta coger un paraguas y al final termina una empapada. Volvía de echar la carta y ya estaba llegando a la cancela del jardín cuando Fleur salió corriendo a mi encuentro, con las mejillas bañadas en llanto, y se echó en mis brazos. La abracé contra mi pecho y le acaricié la espalda hasta que dejó de llorar.

—Ven, vamos a alejarnos un poco y me cuentas qué ha pasado —dije.

Me miró, con los ojos enrojecidos, y echó un vistazo a la puerta por encima del hombro. Asintió con la cabeza y entre sollozo y sollozo consiguió hablar.

—Se han peleado.

Le pregunté por qué, pero tartamudeaba tanto que no podía articular palabra. Habría tenido gracia de no haber sido por lo seria que estaba. Echamos a andar despacio y esperé hasta que ya no le quedaron más lágrimas.

—Ha sido horroroso, Emma —empezó a decir, pero se interrumpió y se frotó los ojos—. Lo trajo el cartero, después de que tú salieras. Veronica y yo estábamos sentadas en la cocina cuando papá entró con un sobre grande de color marrón. Al abrirlo, un periódico cayó al suelo. The Straits Times. Lo vi.

Otra vez rompió a llorar. Hasta entonces nada tenía sentido.

—Veronica lo recogió… Y entonces lo vi, Em. Una foto de mami con nosotras, cuando éramos pequeñas. Veronica se puso blanca, completamente blanca. Encima de la foto había unas letras muy grandes. Papá intentó quitárselo, pero ella se levantó y leyó en voz alta.

Me estaba mordiendo el labio con todas mis fuerzas.

—Me asusté mucho —dijo, mirándome con unos ojos enormes y brillantes, con la nariz llena de lágrimas. Volví a abrazarla.

—Mamá no está muerta. No nos abandonó. Ni siquiera está desaparecida.

Habló con una voz tan débil que no estaba segura de haber entendido bien.

—Si es una broma, Fleur, no tiene ninguna gracia.

—No lo es, Em. No lo es. Mamá nos está buscando. No sabe dónde estamos. Creía que estábamos muertas y de pronto descubrió que no era verdad. Y ahora nos está buscando.

Respiré hondo. Estaba tan impresionada que creí que iba a explotarme la cabeza. Los árboles, sin hojas, empezaron a agitarse y a inclinarse; el aire inmóvil cobró vida y el mundo se puso del revés. Docenas de preguntas peleaban por abrirse camino, pero ninguna de las respuestas tenía sentido.

—Está en Malasia. Papá me mandó a mi habitación, pero me quedé escuchando en el rellano de la escalera.

Tuve que sentarme en el bordillo de la acera para que la calle dejara de dar vueltas.

—A lo mejor era un periódico antiguo —se me ocurrió decir, pero era como si mi lengua se hubiera vuelto el doble de grande, y me salió una voz muy rara.

—Veronica leyó la fecha. Era reciente. ¿Por qué nos dijo papá que mamá nos había abandonado?

Me incliné para apoyar la cabeza entre las rodillas. Fleur se sentó a mi lado y me dio la mano.

—Veronica se echó a llorar. Papá empezó a hablar en voz baja, pero ella no dejaba de llorar y de insultarlo. Ha dicho a gritos que había estado a punto de casarse con un «pígamo», que no entendía cómo papá había podido hacer algo tan horroroso. Y que qué pasaba con las niñas. —Se quedó callada—. ¿Qué es un «pígamo», Em?

Me froté los ojos.

—Ay, Miliflor. Es alguien que está casado con dos personas a la vez.

—Pero entonces Veronica no tendría la culpa.

—No, la tendría papá.

A pesar de que yo nunca me había creído lo que él nos había contado de mamá, era tremendo ver mis dudas confirmadas de aquella manera. Me sentía completamente aturdida, como si me hubieran dado un porrazo en la cabeza.

—Tú nunca te lo creíste, ¿verdad? —preguntó Fleur.

Negué con la cabeza.

—Lo siento, Em. Siento haber sido mala contigo y con mamá. Me hacía mucha ilusión ser dama de honor.

—¡Ay, Miliflor! —La acerqué a mí y nos abrazamos, temblando. Oí que pasaba un coche, pero me traía sin cuidado lo que pudiera pensar todo el mundo. Al cabo de un rato, cerré los ojos al día gris, hice unas cuantas respiraciones y ayudé a Fleur a levantarse. Volvimos a casa, dispuestas a afrontar lo que nos esperaba, fuera lo que fuese. Ahora ya no me cabía ninguna duda de que el telegrama tenía algo que ver con mi madre, incluso puede que lo hubiese enviado ella.

Veronica pasó en su Morris Minor, con los ojos hinchados de llanto, como yo no la había visto jamás. Levanté la mano y traté de sonreír, pero no me vio.

Yo no había llegado a superar el dolor de la separación y tenía ganas de gritarle al mundo entero que mi madre estaba viva, pero al entrar en casa, los golpes que se oían en la cocina nos hicieron subir corriendo las escaleras. Fleur no me soltaba la mano y me pidió que fuéramos a mi habitación.

—¿Qué cosas recuerdas de mamá, Em?

—Montones de cosas.

—Cuéntamelas.

—Me acuerdo de su pelo. De cómo se lo recogía y de que siempre cantaba por la mañana.

—El parque. Nos llevaba al parque.

—Sí, y al zoo. Le encantaban los leones.

Fleur bajó la vista y sollozó.

—No me acuerdo de eso.

—No llores, Fleur.

—Creo que me acuerdo de los tigres —dijo—. ¿Es que mamá no nos quería, Em?

La abracé y le volví la cara hacia mí.

—¿Es eso lo que has pensado todo este tiempo? ¿Que no nos quería?

Fleur asintió.

—Escúchame. Nos quería más que a nada. Más que a nada en el mundo entero.

Me entraron ganas de sacudir a mi padre hasta que se le cayeran los dientes, pero hice un esfuerzo para tranquilizarme mientras esperábamos a ver cómo reaccionaba. Le leí a Fleur uno de mis relatos, no el de la escalerilla resbaladiza sino otro anterior, en el que Claris se unía a una compañía de teatro para huir de su captor. Leer me ayudaba a calmar mis pensamientos, pero una parte de mí no podía dejar de pensar cómo iba a manejar la situación con mi padre. Acabábamos de llegar al punto en el que Claris encontraba la llave de su salvación cuando papá entró por la puerta y se plantó delante de nosotras, con las manos en las caderas y los pies muy separados.

—¿Por qué me miráis así? —preguntó.

Habló en un tono desafiante, pero a mí me pareció que era pura fachada.

—Sé lo que parece, pero lo hice por vuestro bien.

Miré a mi padre por encima de la cabeza de Fleur, que había bajado la vista.

—¿Y ahora qué va a pasar? —pregunté, con la mayor naturalidad posible, a pesar del rencor que bullía dentro de mí.

—Que nos mudamos —contestó sin dudarlo—. Eso va a pasar.

Fleur y yo nos miramos, atónitas. No podía hacernos eso. Seguro que no. Fleur asintió levemente, para darme a entender que estaba de mi parte, y decidí enfrentarme a mi padre.

—Pero, papá, ¿qué pasa con mamá? —pregunté, esforzándome aún por hablar con educación—. ¿Cómo va a encontrarnos si nos mudamos?

—¿Es que dudas de mí, Emma?

Yo dudaba, lógicamente dudaba, pero su expresión me hizo guardar silencio. Tragué saliva y traté de no perder los estribos.

—Bien. Me alegra ver que las dos sois sensatas.

No sé si fue su gesto de alivio lo que prendió la chispa, como si una vez más hubiera podido conmigo, pero perdí la batalla para no alterarme. Algo se rompió dentro de mí y me vinieron a la cabeza palabras que le había oído decir a mi madre.

—Eres un hijo de puta. Eres un hijo de la gran puta.

Fleur se quedó boquiabierta, y en el segundo que él tardó en levantarme la mano, lo miré fijamente a los ojos. Nos quedamos los dos helados. Esperé a ver si él respiraba y, cuando por fin lo hizo, vi que estaba completamente rojo y que su nuez no paraba de moverse arriba y abajo. Oí que Fleur decía en voz baja:

—No, papá.

Y entonces pareció como si se diera por vencido.

—Lo siento. Dios mío —dijo. Y salió de la habitación sin cerrar la puerta.

Fleur y yo nos miramos, sin poder creer que me hubiera atrevido a pronunciar aquellas palabras y desconcertadas también por la reacción de nuestro padre. Casi sentí compasión de él al verlo tan hundido.

—¿Por qué lo ha hecho, Em?

Por una vez yo no sabía qué decir, pero no podía quedarme de brazos cruzados.

—No lo sé, pero voy a averiguarlo.

Sin miedo ya a que a mi padre pudiera darle un arrebato, fui a buscarlo y lo encontré en el invernadero del abuelo. Veronica había intentado conservar los cultivos, pero apenas quedaban unas cuantas tomateras, con un manojo de tomates marchitos, y una planta de pepinos. Veronica estaba muy orgullosa de su cosecha y nos hacía sándwiches de carne con pepino, aunque Fleur siempre quitaba el pepino y lo tiraba cuando ella no se daba cuenta. Pobre Veronica.

Mi padre hizo como si no me viera cuando abrí la puerta, se puso detrás de la hoguera con la vista al frente. Un chorro de humo salía del montón, pero vi que no había llamas.

—Papá —lo llamé al cabo de un rato—. ¿No hay un poco de humedad?

Me miró con tristeza y vi que había perdido el control por completo. Nunca lo había visto en aquel estado. Se me hizo un nudo en la garganta y no podía llorar, pero tampoco podía decir nada. Parecía muy mayor, asustado, y tuve la sensación de que el suelo temblaba bajo mis pies.

—Papá, ¿por qué nos dijiste que mamá nos había abandonado y que la habían dado por muerta? —pregunté, en un tono de voz más amable.

Una voluta de humo azul ascendió por el aire. Negó con la cabeza y murmuró algo así como que no había suficiente aire. Cogió una vara de metal para remover las hojas y airearlas un poco. La hoguera soltó entonces una nube de humo más oscuro y, por un momento, tuve la sensación de que estaba alucinando y nada de lo que veía era real.

—Era eso —dijo, sin mirarme—. Necesitaba aire.

—Papá, ¿por qué mamá no vino a Inglaterra con nosotros?

Dio unos pasos alrededor de la hoguera y me miró entre el humo, con los ojos irritados.

—Son cosas de adultos que tú no entiendes, Emma. Las entenderás cuando seas mayor.

—Ya no soy una niña —dije, levantando las cejas como hacía mi madre.

Mi padre reconoció aquel gesto y se quedó callado. Un mirlo kamikaze pasó volando por encima de la hoguera, a escasos centímetros del fuego.

—He besado a Billy, ¿sabes? Le he dado un beso de verdad.

—Ay, Dios —dijo en voz baja—. Es igual que su madre.

—Papá, quiero la dirección de George Parrott. Tengo que saber dónde está mamá.

Entonces me miró, me miró como es debido.

—George Parrott no podrá ayudarte. —Se llevó una mano al bolsillo de la chaqueta, sacó su billetera y desdobló un recorte de periódico. Leí la noticia dos veces y comprobé que era verdad. El señor Parrott había muerto.

El silencio se prolongaba y tuve la tentación de dejar que lo envolviera todo, de convencerme de que éramos una familia normal, de actuar como si estuviera en el jardín con un padre que me quería de verdad, como si mi madre estuviera en la cocina, preparando la comida. Mi padre trató de hablar con normalidad, como si no existiera ningún muro entre nosotros. Dijo que no podía volver a Malasia a buscar a mamá porque había puesto la casa en venta y tenía que quedarse para enseñarla a los compradores. Quizá pudiera ir yo más adelante, cuando fuera mayor, propuso, como si con eso fuera a apaciguarme.

—¿Me dejas ver ese artículo que habla de mamá? Podría escribir a la persona que le hizo la entrevista. Quizá puedan decirnos dónde está.

Señaló la hoguera, que por fin había prendido, esparciendo el humo por todo el jardín.

Saqué corriendo un trozo de periódico quemado, y no pude contener el llanto cuando se me cayó y se hizo pedazos.

Mi padre se acercó y me pasó el brazo por los hombros.

—De verdad que es mejor que te olvides de ella, Emma. La culpa de todo la tiene ese hombre con el que se fue. Ella lo quería a él. No a mí.

Me quedé petrificada.

—No a nosotros, quiero decir.

Lo aparté de mi lado y noté que me ardían las mejillas. No sabía si mi padre de verdad quería protegerme y ahorrarme disgustos o si me ocultaba algo.

—¿Mejor para quién? ¿Para mí o para ti?

Estaba colorado y noté que olía a sudor cuando volvió a acercarse a mí. Parecía muy solo, como si no perteneciese a nada. Pero era demasiado tarde.

—Vamos —dijo—. Estás enfadaba. Vamos a vendar esa mano.

—Es verdad. Estoy enfadada… Te odio.

Tensó el gesto.

—Emma, escúchame.

—No, no te creo. Y tampoco creo lo que dijiste del telegrama. Era de mamá. Sé que era de ella, y jamás dejaré de buscarla. Jamás.

Di media vuelta y salí corriendo. Mamá nos estaba buscando. Sentí el tacto de sus manos y olí su perfume. Tenía la boca seca y pensé que iba a vomitar. Lo único importante era encontrar a mamá, aunque se hubiera ido con Jack. Eso me traía sin cuidado. Era mi madre y yo la quería.

Corriendo por la calle vi el humo que salía de las primeras casas del pueblo, donde vivía Billy. Otra vez se me hizo un nudo en la garganta y, ya en el pueblo, cuando me tropecé con él, conseguí pedirle perdón y decirle que sentía mucho lo ocurrido. En el breve silencio que siguió a mis palabras, rompí a llorar, y Billy me miró con los ojos entrecerrados. Me puse a juguetear con un mechón de pelo, esperando a que él dijese algo, y entonces me dio un beso en la frente, sacó un pañuelo para secarme las lágrimas y sonrió.

—No te preocupes, está limpio. Ven, Em. Ya está todo olvidado.

—¿Amigos, entonces?

—Amigos —dijo, haciéndome un guiño.

Le hablé del artículo de The Straits Times.

—Y ahora mi padre lo ha quemado. No puedo hacer nada. Mira, me he quemado la mano intentando sacarlo del fuego.

—Mi madre te pondrá algo —dijo.

Asentí.

Me miró con una expresión rara y sonrió.

—Qué boba eres, Emma.

Fruncí el ceño.

—Ya te he pedido perdón por haberme portado mal contigo. Creía que estaba olvidado.

—No, no es eso. ¿No te das cuenta?

Negué con la cabeza.

—Emma, hay una solución. Vamos a casa. Te lo contaré por el camino.