22
SEPTIEMBRE DE 1956. Y el día en que regresó la esperanza habían transcurrido cerca de dieciocho meses desde el terror del incendio. Lydia estaba en el centro de la sala de estar; sin sospechar nada, miró hacia la ventana y dio un paso en aquella dirección. Pero entonces pensó en comer algo. Se volvió y vio una lagartija gris que cruzaba el techo a toda velocidad y desaparecía por una grieta irregular. Distraída, cogió un mango de la mesita del café. Pasó la palma de la mano por la madera suave de la mesa y comprobó la madurez del fruto. Estaba blando por fuera pero todavía firme por dentro. Perfecto.
En el dormitorio, dejó el mango encima de la cómoda y abrió el último cajón. La ropa de Lili había desaparecido, como es natural. Allí estaban sus blusas y sus faldas sencillas, tranquilamente dobladas. Echaba de menos su ropa de antes: la delicada seda natural de la India, el raso brillante, las túnicas de harén. Sintió una opresión en el pecho al recordar ciertas escenas. Las niñas y ella comprando telas. Acariciando el raso de color rosa, estampado con dragones de fuego. También se acordó de Cicely, su amiga de Malaca, que tenía la misma tela, solo que en color lila.
El día anterior, Cicely, que ya había regresado de sus viajes por Australia, apareció como caída del cielo. Tan elegante como siempre, con un vestido de lino color turquesa y una cadena de plata al cuello, dijo que estaba de paso, camino de Penang. Lydia le preguntó a qué iba allí y Cicely se encogió de hombros y no contestó, pero se ofreció a visitarla de nuevo a la vuelta. Lydia puso alguna excusa.
—Bueno, cariño —dijo Cicely, captando la indirecta—. Si necesitas cualquier cosa, un sitio donde quedarte, dinero, un hombro en el que llorar, estaré en Malaca.
—De momento estoy muy bien. Jack ha sido muy generoso. De todos modos, todavía te debo las joyas que empeñaste.
—Olvídate de eso, cielo. Y si algo cambia, la oferta sigue en pie.
Lydia sonrió al pensar en su amiga. Lo cierto es que no podía explicar por qué no quería estar con ella, aparte de porque Cicely pertenecía a su vida de antes. Se puso la única falda bonita que tenía, muy sencilla, de algodón estampado, se pintó los labios de rojo y salió al porche. Estaba lloviznando.
Soplaba algo de viento y Maz estaba entretenido observando a una tropa de monos, viendo cómo aparecían y desaparecían. Lydia sintió que la sangre le subía a la cabeza y tuvo que agarrarse a la barandilla de madera. Cerró los ojos, pero los colores de los árboles del caucho seguían dando vueltas. Cuando se le pasó el mareo, limpió la capa de moho que se formaba en las sillas a lo largo de la noche y se sentó a contemplar los árboles. Había tantos senderos en la plantación que era un milagro que Jack encontrase el camino para volver a casa.
Maz fue el primero en oír un silbido cuando Jack cruzaba el jardín.
—¡Jack! —gritó, y salió corriendo a su encuentro.
Jack levantó una mano para apartar al niño.
—No te acerques demasiado —dijo.
Maz dio un paso atrás mientras Jack se acercaba, y Lydia se mareó al notar el fuerte olor a pis. Puso cara de asco.
—¿Qué narices te ha pasado?
—No te lo vas a creer.
Ella levantó las cejas. Jack llevaba una camisa caqui, muy arrugada, con las mangas subidas. Puso las manos en las caderas y esbozó una amplia sonrisa. No había bebido.
—Paramos de vuelta de Ipoh para retirar unos árboles quemados.
—¿Y?
—Bueno, parecía que era lluvia, pero el escándalo nos hizo mirar hacia arriba. Y entonces vi a esos gamberros.
—¿Qué dices?
—Una docena de macacos de cola larga, desgañitándose y correteando por las ramas. Solo se paraban para mearnos encima.
Lydia sonrió.
—Me gusta verte sonreír, Lyddy. Lo siento, pero no hay noticias.
Lydia se encogió de hombros. Aunque creía que sería inútil, Jack había vuelto una vez más a las oficinas del gobierno en Ipoh, a pedir detalles sobre el incendio. Pero la destrucción había sido total, y todos habían muerto. A esto había que sumar que no había rastro del trabajo de Alec en Ipoh. Todo su departamento quedó arrasado por las llamas.
Esa noche, Lydia se hizo amiga de la casa de Jack. Pasó un rato calculado, en silencio, en cada habitación. Prestó atención a los ruidos que llegaban de alguna parte, de la aldea tal vez, y así disfrutó de una hora de calma, en un sencillo estado de gracia. Maz la seguía a unos pasos. Cuando ella le dirigía la palabra, él la miraba con ojos atentos. Aquel niño le llegaba al corazón, y cuando entró en el despacho de Jack, con las paredes de madera, se le ocurrió una idea. Cogió rápidamente papel, lápices y plumas y llamó a Maz.
En la sala de estar, apartó el cuenco de mangos, se arrodilló en el suelo y dejó los lápices y el papel en la mesita del café. Con letras tenues y fáciles de trazar, empezó a escribir el alfabeto. Volvió a llamar a Maz, pero el niño se había quedado en el umbral de la puerta. Lydia siguió escribiendo, despacio, con esmero.
—Maz —dijo una vez más—. Ven. Te enseñaré a escribir. ¿No te gustaría aprender?
Maz negó con la cabeza, pero siguió observándola.
Lydia se concentró en la tarea y, cuando llegó a la k, oyó ruido de pasos. No levantó la vista. Cuando el niño se acercó con sigilo, ella le tendió un lápiz más oscuro, más negro. Maz volvió a negar con la cabeza, pero se sentó al lado de Lydia, abrazándose las rodillas flacas con los codos flacos. Ella empezó a repasar los trazos de las primeras letras. Cuando llegó a la m, le acercó el lápiz al niño.
—La M es de Maz —dijo Lydia—. Y de mar, de mono, de mula.
El niño trazó la m con mucho cuidado y, sin apartar la vista del papel, dijo:
—La M es de madre.
Lydia se mordió el labio.
—Sí, pequeño. Sí.
Maz aprendía deprisa y Lydia se tomó la tarea muy en serio. Sin libros infantiles ni materiales didácticos, le hizo repasar el alfabeto una y otra vez, lo animó a copiar palabras sencillas e hizo dibujos de animales y cosas para ilustrar su significado. Un mono que parecía un perro. Un rey cobra con dos cabezas. Un puercoespín de Malasia con las púas muy largas y la carita sonriente. Se reían de los seres extraños que cobraban vida en el papel, y poco a poco el niño volvió a hablar.
Lydia lo animó a que hiciese dibujos de su vida: su madre, su tía, su casa de antes. Después, Lydia añadió a los dibujos los nombres correspondientes y paso a paso las lecciones fueron dando fruto. Pero sucedió algo más.
Maz dibujó una cabaña con siete personas dentro. Lydia sonrió y le pidió que le explicara el dibujo.
—Esta es mi madre, este es mi tío, esta es mi tía y estos cuatro son mis primos.
Luego hizo otro dibujo al lado. Era casi idéntico, pero faltaba una persona.
—Mira, Maz, se te ha olvidado uno —dijo Lydia.
El niño agachó la cabeza.
—¿Maz?
Silencio.
—¿Quieres decirme quién falta?
Maz miró a Lydia, con los ojos arrasados por el llanto.
—Es mi tío, señora. Lo mataron.
Lydia lo abrazó con fuerza y el niño empezó a sollozar. Ella le secó los ojos con un pañuelo limpio. Estaba claro que quería mucho a su tío.
—Yo vivía con mi tía y con mis primos.
—¿Por qué se fue a la selva tu madre?
Pero el niño no decía por qué. Quizá no lo supiera, pensó Lydia.
—¿Seguimos leyendo?
Maz asintió y Lydia le acarició la cabeza. Aunque una parte de ella seguía destrozada, sabía que el niño estaba ayudándola a recorrer una etapa del tortuoso camino de la recuperación. Yo cuido de ti. Tú cuidas de mí. ¿No fue eso lo que dijo una vez?
Al día siguiente, Jack entró tambaleándose, cargado con una caja de cartón enorme. Estaba guapo y parecía contento. Dejó la caja en la mesita del café y estiró una mano para sujetar un disco y varias partituras que se escurrían por la parte de arriba. Se las dio a Lydia y sacó un tocadiscos Black Box.
—No está nuevo, pero debería funcionar.
En unos minutos había conectado una clavija y había puesto el disco en el plato. Accionó el interruptor. No pasó nada. Puso cara de desilusión y probó otra clavija. La voz de Frank Sinatra inundó el salón. Lydia sonrió de oreja a oreja y se puso a aplaudir. Jack la cogió de la cintura y, mejilla contra mejilla, empezaron a bailar, riéndose y tropezando con zapatos, revistas y tazas de té. Por un momento, todas las esperanzas de Lydia regresaron volando. Comenzó a tararear la melodía de Three Coins in the Fountain, y Jack la acompañó.
—¡Caray, Jack! ¡Menuda oreja tienes! —dijo Lydia, clavándole un dedo en el pecho, y por unos momentos pareció que la vida volvía a ser como antes. Se imaginó en el club, la víspera de Año Nuevo, con unos tacones altos, un vestido negro, ceñido y abierto por los dos lados, después de haber tomado muchos cócteles y sin apartar la vista de Jack, de sus hombros anchos y sus manos grandes. Una vida inocente, en cierto modo, sin el más leve indicio de lo que estaba por venir.
—Tengo algo más —dijo Jack, interrumpiendo los pensamientos de Lydia.
Desapareció un momento en el vestíbulo y volvió con una máquina de coser antigua, una Singer.
—Sé buena y da las gracias a tu tío Jack.
Lydia le dio un empujón.
—¿De dónde la habrás sacado?
—Y también traigo tela.
Se puso colorada, incómoda por no tener dinero, y se acordó del ofrecimiento de Cicely. Cuando se lo explicó a Jack, él sonrió como si llevaran toda la vida casados. No necesitas la ayuda de Cicely. Todo lo mío es tuyo, Lydia. Además, ¿es que sales por ahí a gastar dinero todos los días?
Entonces le enseñó dónde guardaba el dinero para rescindir el contrato.
—Antes estaba en el escritorio, pero ahora lo he escondido debajo de esta tabla que está suelta, debajo de la alfombra. Por si en algún momento lo necesitas.
Enrolló la alfombra, levantó la tabla y sacó varios paquetes con billetes de diez dólares, sujetos con gomas.
—Dios mío. Es mucho.
Jack asintió.
—Una suma bastante decente. Ya te dije que estaba ahorrando para comprar mi libertad.
—Debería haberte tomado más en serio —dijo ella, y le dio un beso en la nariz—. Gracias.
Se fijó en una vena que latía en el cuello de Jack. ¿Qué habría hecho sin él? ¿Qué habría podido hacer? Jack llevaba meses cuidando de ella, económicamente, emocionalmente y en muchos otros aspectos. Vivían muy aislados y rara vez recibían visitas, aunque a veces Jack proponía una escapada a Ipoh o a otra plantación que dirigía una pareja de conocidos suyos. Lydia no tenía ganas de charlar con extraños, pero puede que Jack necesitase aquellas salidas. Jack era una buena persona y Lydia había aprendido a esperar a que su mal humor ocasional se le pasara por sí solo.
—¿Por qué no vamos al mercado de Ipoh? —propuso—. Hay de todo. Te sentará bien. Y no es peligroso.
Ella lo miró y se le escapó un suspiro.
—Lo siento —dijo él—. Ya sé que la pena lleva su tiempo.
Ella se mordió el labio. No quería que le llevara más tiempo. En absoluto quería eso. Lo iba superando día a día. El dolor de la pérdida se había instalado desde hacía algún tiempo en la boca del estómago. Temía que la ausencia de sus hijas pronto pudiera parecerle normal. A veces se despertaba con la sensación de que estaban a su lado, y le impresionaba darse cuenta de que allí no había nada más que aire y lo único que quedaba de sus niñas era el cuaderno de Emma y las fotos que conservaba en el relicario. Se obligó a pensar en otra cosa.
—He aprendido a hacer curry de verduras —dijo, con una voz demasiado animada.
Jack asintió, con los ojos cerrados.
—Estás cansado. ¿Qué tal si dormimos un rato después de comer? —dijo Lydia, acariciándole un brazo.
—¿Sabes qué vamos a hacer? —contestó él, abriendo los ojos—. Esta noche iremos a nadar.
Ella ladeó la cabeza y sonrió. Eso era algo nuevo.
Eran tantos y tan laberínticos los senderos entre los árboles, que mientras seguía a Jack, con Maz, hasta la poza, pensó que sería incapaz de volver sola, mientras que el niño sí podría. A Maz le bastaba con pasar una vez por un camino para volver a encontrarlo. ¿Contaba los árboles, o era simplemente que a los hombres se les daban mejor aquellas cosas?
Vislumbró un brillo entre los árboles y vio que el agua venía de una fuente más alta, a través de una tubería, y que salía por una boca de madera a una poza bastante honda, rodeada de árboles y helechos gigantes. Una cortina de mariposas naranjas y moradas cubría el aire, y el agua desprendía un millón de reflejos de distintos tonos de verde. En el fondo de la poza cristalina se veían unas manchas oscuras, y también en la orilla. Jack vio que Lydia vacilaba.
—No te preocupes. Son tortugas de caparazón blando. No muerden. —Se quitó la ropa y se lanzó al agua, completamente desnudo.
—Vamos —llamó.
Maz fue el siguiente. Se zambulló de un salto, lanzando un alarido.
—Vamos, Lyd —dijo Jack—. ¿A qué esperas?
Ella seguía dudando, hasta que por fin se quitó la ropa sudada y se metió en la poza, con el pelo flotando alrededor de su espalda.
—¡Pero bueno! —gritó, salpicando a Jack cuando éste le hizo una ahogadilla. Maz se retorcía de la risa y no paraba de dar saltos, señalándolos con el dedo y soltando una retahíla en malayo a toda velocidad.
—¿Verdad que es una maravilla? —gritó Jack. Y alardeó de su destreza física dando volteretas en el agua.
Se pelearon en el agua, pataleando y lanzando manotazos. Lydia resbaló y dejó de hacer pie. Jack le dio un beso en la frente cuando ella salió a tomar aire, la rodeó nadando y, sujetándola del pelo, tiró de ella hacia atrás. Lydia cayó en los brazos de Jack mientras Maz nadaba en círculo alrededor de los dos, dando gritos, salpicando y cazando mariposas. Fue toda una liberación física para Lydia. El agua fresca aliviaba su piel quemada.
«Esto es lo más parecido a la paz», pensó, y resopló al sumergirse de nuevo. Maz no paraba de reír, persiguiendo las estelas de burbujas, y Jack hundía a Lydia sin piedad para tocarle los pechos por debajo del agua, donde Maz no pudiera verlo.
Al cabo de un rato salieron del agua, gritando, sacudiéndose el agua del pelo y de las pestañas. Se sentaron, espalda contra espalda, en un pequeño claro al lado de la poza, y Jack encendió un cigarrillo. Lydia no recordaba cuándo había vuelto a fumar.
Se acordó de las aguas brillantes de la isla desierta donde pasaba las vacaciones con su familia, de los mares turquesa, los delfines y la costa bordeada de palmeras. Cerró los ojos un segundo, para disfrutar de la tranquilidad, pero tuvo la extraña sensación de que alguien la observaba. Sospechó de los monos, pero de pronto una lengua larga pasó a toda velocidad por el hombro izquierdo de Jack, que gritó y se levantó de un salto. Al volver la cabeza, Lydia vio fugazmente un morro con una hendidura y un bicho de color claro que se arrastraba con torpeza. Maz dio una voltereta y estalló en carcajadas hasta que tuvo que agarrarse de los costados y empezó a llorar de la risa.
—Es un biawak —dijo—. Un biawak.
Al oír a Maz, el varano se deslizó y entró en la poza.
—Nunca te había visto moverte tan deprisa —se burló Lydia.
Jack hizo una mueca.
—Sí. Seguro que ha sido muy divertido.
Había dejado de lloviznar y la luz moteada iluminaba las facciones de Jack. Dejó que Maz fuera en cabeza y se rezagó con Lydia. Muy por delante, oyeron al niño cantando a voz en cuello una canción malaya, mientras la luz verde del atardecer se volvía rosada y el aire se llenaba de repente de cientos de mariposas diminutas, negras y blancas, que flotaban como trocitos de papel de seda.
—Todo va a salir bien —dijo Jack, tendiendo los brazos. Y se quedaron unos momentos quietos, abrazados, meciéndose, mientras las ranas croaban a su alrededor.