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LA IDEA DE CONSTRUIR LOS NUEVOS asentamientos era aislar a los terroristas para impedir que recibieran ayuda. Aunque lo sabía, a Lydia le impresionaron las empalizadas de bambú en forma de lanzas y las torres de vigilancia a intervalos regulares.
Miró a Jack, que estaba muy guapo con su camisa blanca recién lavada, aunque parecía fuera de lugar.
—La policía nos dirá si tiene alguna pista —dijo—. De todos modos, yo creo que esta aldea es la opción más probable. A menos que se lo hayan llevado a la selva.
Por fin terminaron de pasar los controles de seguridad y emprendieron la búsqueda.
Lydia levantó la nariz.
—Huele fatal.
—Son las letrinas —dijo Jack—. No hay agua corriente.
El campamento era más grande de lo que imaginaba, y estaba lleno de ruido y de gente. Por un momento se dejó llevar por la desesperación.
—Esto será como buscar una aguja en un pajar. ¿Cuánta gente hay aquí?
—Un par de miles.
—¿Y qué hacen?
—Algunos trabajan para mí.
—¿Y los demás?
Jack se encogió de hombros.
—Los demás son un problema.
Lydia se sacudió los mosquitos de los brazos y, con un escalofrío, se fijó en las monótonas hileras de cabañas, ninguna más grande que el cobertizo de un jardín.
—Parece un campo de concentración —dijo.
Sonó una campana y alguien bramó algún anuncio a través de un altavoz. La multitud se agolpó y el ruido subió un peldaño. La gente se dirigía a una plataforma situada en el extremo de una explanada. Eran las seis de la tarde y empezaba a oscurecer.
A Lydia le dio un vuelco el corazón.
—¡Mira! Allí.
Un niño delgado, de piel oscura, merodeaba a la sombra de una cabaña.
—¿Maz? —llamó Lydia, y se acercó al pequeño—. ¿Eres tú?
Un niño harapiento, de ojos oscuros, salió de la oscuridad.
—Era demasiado esperar —suspiró Lydia.
Jack le pasó un brazo por los hombros.
—¿Y si estuviera herido? ¿Habrá un médico aquí?
Jack negó con la cabeza.
—¿Quieres quedarte aquí? Si Maz está en alguna parte, es probable que esté con todo el mundo.
—Si lo han tomado como rehén, no le dejarán salir.
—Vamos a echar un vistazo entre la gente de todos modos. Después preguntaremos. Que no se note demasiado que buscas a alguien.
Lydia trató de pasar por alto el mal olor de los cuerpos sudorosos mientras seguían a la horda que iba a concentrarse delante del escenario. Jack se abrió camino hasta un hueco, en primera fila, donde habían colgado farolillos cubiertos con saris de color verde y naranja para dar un ambiente más selvático. El golpe de un gong señaló el comienzo del espectáculo.
Un grupo de bailarines chinos vestidos a la usanza tradicional y con unos tocados muy vistosos salió de detrás de un improvisado telón. Lydia miraba entre la multitud, sin prestar atención a los bailarines, moviendo la cabeza a un lado y a otro. Había docenas de niños que podían ser Maz. Sonreía, creyendo que lo había visto, y se emocionaba, pero nunca era él.
Un miembro de las autoridades salió al escenario a presentar la actuación.
—Es una obra de propaganda occidental —dijo Jack—. Para que las jovencitas dejen de idolatrar a los insurgentes.
En aquel momento, a Lydia le traía sin cuidado. Solo pensaba en encontrar a Maz.
Empezó la función.
—Sonríe. Procura aparentar normalidad —le susurró Jack.
Lydia no lo escuchaba. Sintió un latido atronador en los oídos. Había visto a alguien. No era Maz, pero entre la multitud, al otro lado del escenario, estaba Lili, apretujada entre dos hombres de aspecto zafio. Ya no vestía con la misma elegancia y parecía no encontrarse bien. Impresionada por lo delgada que estaba la muchacha, Lydia tiró a Jack de la manga.
—Mira, ahí está Lili. Tiene muy mala cara.
Pero cuando volvió a mirar, Lili había desaparecido.
—No creo que fuera ella —contestó Jack—. Lili sabe cuidarse. Estoy seguro de que está bien. Vamos. Maz no está aquí.
—¿Qué hacemos?
—Daremos una vuelta por fuera y luego volveremos al centro.
Salieron del tumulto, a empujones, y pasaron por delante de un contenedor de metal que parecía una cabaña grande, llena de cerrojos. Docenas de pájaros picoteaban por el suelo.
—Es un almacén de comida —dijo Jack, al ver que Lydia arrugaba la frente—. La policía controla los suministros.
Continuaron hasta el final del campamento, donde una ráfaga de olor a ciénaga llegaba desde el otro lado del foso. Los caminos entre las cabañas estaban embarrados en aquella zona, y el aire, plagado de insectos. Allí no había niños jugando. A través de la alambrada, Lydia dirigió la vista hacia el corazón verde oscuro de la selva. Sentía su silencio más que sus ruidos y no soportaba la idea de que Maz pudiera estar allí.
—Aquí no hay muchas esperanzas —dijo Jack.
Lydia negó con la cabeza, cruzó los dedos y rogó para que pudieran encontrar al niño.
Volvieron sobre sus pasos y se detuvieron en la puerta de un café.
—Espera aquí —dijo Jack—. Voy a preguntarle al dueño.
El suelo estaba cubierto de octavillas. Lydia cogió una y observó las imágenes de exterroristas gordos que posaban, muy ufanos, delante de sus famélicos camaradas. El mensaje en chino, estampado en la parte superior, era sin duda un llamamiento a la rendición. Se sentó mientras esperaba a Jack y vio a un grupo de niños que corría por un callejón estrecho. ¿Sería Maz uno de ellos? Lo llamó por su nombre. Ninguno volvió la cabeza. Apareció un hombre que desprendía un fuerte olor a tabaco. Le tendió una mano a Lydia, acercando la cara demasiado a la de ella, y acto seguido rebuscó en el bolsillo de los pantalones holgados. Lydia retrocedió, temiendo que pudiera sacar un cuchillo, pero lo que el desconocido tenía en la mano era una bolsita de tela muy gastada.
Lydia sacó unas monedas de su bolso y dejó diez céntimos encima de la mesa. Se sentía incómoda. Había oscurecido casi por completo y las lámparas de parafina que iluminaban las cabañas daban al campamento un aire algo más acogedor, pero ella seguía muy nerviosa.
Jack salió con dos tazas de café.
—Me alegro de que hayas vuelto. ¿Alguna noticia?
—No, pero ahí está Bert.
Señaló a un hombre que vigilaba a la multitud desde el otro lado de la callejuela, mientras dos soldados iban de puerta en puerta y a veces sacaban a la gente por la fuerza.
—Buscan mercancías ilegales, para que no puedan sacarlas. Si encuentran algo, se llevan al dueño preso dieciocho meses.
—¿Sin juicio? —preguntó Lydia.
—Me temo que sí —asintió Jack.
Se acercaron a Bert, y Lydia le preguntó por Maz.
El policía negó con la cabeza.
—La policía local me habló de un niño desaparecido. Lo siento, no he tenido ninguna noticia. Vengan. Iré a buscarlo con ustedes y después los acompañaré a la salida.
Entraron en una tienda, cien metros más adelante. Dos únicas manchas de luz procedentes de dos lámparas de queroseno iluminaban el interior oscuro. Jack interrogó al tendero y le pidió que estuviera atento, por si veía al niño.
Siguieron una hora más preguntando en todas las tiendas y todos los cafés, y Bert los llevó entonces por la zona que olía a ciénaga hasta el control de seguridad, adonde al parecer se dirigía una multitud. Lydia sintió que se le ponían los pelos de punta. Un bebé lloraba y una hilera de mendigos ocupaba la calle cubierta de basura. Cogiendo a Lydia del brazo, Jack se abrió camino entre el gentío.
Ella no dejaba de buscar a Maz.
Añoraba los ojos claros y confiados del niño, su expresión tan dulce y su manera de contar y de cazar las mariposas. No soportaba la idea de que pudiera estar perdido en aquel mundo extraño. Una vez más rezó para que su madre se lo hubiera llevado, pero no a la selva con los rebeldes. Volvió la vista al cielo. A pesar de que estaba cada vez más oscuro, aún se distinguía el perfil agazapado y negro de la selva. Un grupo de aves de presa sobrevolaba en círculos. Lydia tenía ganas de llorar.
Llegaron voces agudas de un grupo amontonado en la salida. Lydia sintió una oleada de temor y, al notar que Jack se ponía tenso, estiró el cuello para ver qué ocurría. Se quedó boquiabierta y se agarró con fuerza al brazo de Jack.
Habían arrojado dos cadáveres al interior del recinto, completamente desnudos y llenos de agujeros de bala. Lydia se fijó en los cuerpos escuálidos y en los ojos sin vida. Hijos de alguien, hermanos de alguien. Oyó una voz que contaba en voz alta y vio una fila de ancianas vestidas de negro que señalaban el número de agujeros y movían la cabeza con incredulidad.
—Es un aviso disuasorio —dijo Bert al ver el estado de los cuerpos.
Lydia se soltó del brazo de Jack y retrocedió unos pasos.
—O sea, que por un lado los distraemos y por otro lado los asustamos —dijo.
—Más o menos —asintió Jack.
—Quizá sean los mismos que incendiaron la residencia —observó Bert con gesto glacial—. Quieren asustarnos, hacer que nos sintamos inseguros, para que nos rindamos.
Lydia se quedó sin habla y sin oído. El olor, las imágenes, el ruido eran demasiado. Sintió que se mareaba, vio que Jack fruncía el ceño y tuvo que estirar una mano para no perder el equilibrio.
—No te engañes —dijo él—. Lo llaman Emergencia para no alarmar, pero es una guerra. Tenlo en cuenta. Y todo el mundo intenta sacar tajada.
—Si eso es verdad, que el cielo nos ayude.
—¿El cielo? —resopló Jack—. No lo creo.
Se encendieron los focos de la puerta y un hombre alto les dio paso entre la turba. Alto y con la cabeza afeitada, se parecía a Adil, el hombre al que Lydia había conocido en el autobús cuando emprendió su viaje. Por un momento incluso pensó que era él. Deseó que fuera él, que pudiera ayudarlos, con sus conocimientos sobre el funcionamiento de las cosas en aquel país. Ayudarlos a encontrar a Maz. Pero, naturalmente, no era él, y cuando pasó a su lado, Lydia comprobó que el parecido era solo superficial. Por mucho que Jack se esforzara, nadie los ayudaría a buscar a un niño mestizo. Ni la policía ni nadie.