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BILLY Y YO NOS VEÍAMOS muy a menudo cuando empezaron las vacaciones de verano. Eso me ayudó a relegar la inminente boda a un rincón de mis pensamientos y, además, Billy era divertido. Dábamos vueltas por el pueblo, quedábamos en la parada del bus con otros chicos o merodeábamos por los alrededores del antiguo puente de Thomas Telford para ver qué arrastraba el río. En general solo traía basura, pero una vez vimos una oveja muerta, que aparecía y desaparecía en la corriente. Como es natural, Billy y yo esperábamos ver un cadáver algún día, todo hinchado y arrugado.

Estábamos debajo de la marquesina de la parada del bus, a resguardo de la lluvia, cuando Billy me dio un codazo.

—¿Por qué no volvemos al granero, Em? Solo si tú quieres —dijo.

Era como si me leyera el pensamiento. Me miró a los ojos, con una sonrisa radiante. Después se peinó con la mano la mata de pelo rubio oscuro y se puso coloradísimo. Lio un cigarrillo, creo que para disimular la vergüenza, y me lo ofreció. Aunque se las daba de tener cierto parecido con James Dean, en realidad era un chico encantador, tranquilo y muy amable. No acepté el cigarrillo.

Camino del granero yo no paraba de pensar en el momento en que me había besado. Por más que intentaba pensar en otra cosa, siempre volvía a sus labios. A lo cálidos que eran, aunque no húmedos. Al cosquilleo que noté en el cuello cuando me dijo que era guapa. Me sentí como una niña pero también mayor al mismo tiempo.

Tenía cerca de quince años, bueno, catorce y medio, estaba bastante desarrollada y pensaba que las heroínas de mis cuentos necesitaban alguna que otra aventura sexual para dar a mis relatos un toque de realismo. Aunque no estaba enamorada de Billy, la verdad es que era muy mono y muchas chicas del pueblo iban detrás de él. Descontando la vergüenza que me daba desnudarme, pensé que ya iba siendo hora, a pesar de que Billy para mí era más bien un compañero.

Unos promotores iban a demoler el granero para construir viviendas, así que aquella era nuestra última oportunidad. Trepamos por la escalerilla, yo delante. Resbalé y Billy me empujó del trasero para levantarme y ya no apartó la mano de allí. Yo llevaba una falda de algodón fino y me resultó extraño sentir el calor de su mano, que me hacía cosquillas.

Arriba olía a moho y a paja húmeda. La paja me arañaba la piel y me producía picor. Además, me sentía flaca y desgarbada, a pesar de que acababan de salirme los pechos. Desde donde estábamos no se veía mucho más que una franja de verdor, donde los campos se perdían a lo lejos.

Billy me besó con unos labios frescos y húmedos, sin ser babosos, que olían ligeramente a tabaco. Dijo que yo le gustaba mucho, y puso un leve acento local que le daba aún más encanto. Murmuré que a mí también me gustaba él y, fascinada por la sensación de sus manos en mi cuerpo, me sentí a kilómetros de mi vida normal, que de pronto se volvió borrosa. Se apretó tanto contra mí que me pareció como si mi corazón bombeara dentro de Billy, y también sentí calor, y una descarga eléctrica que me recorría todo el cuerpo cuando empezó a acariciarme entre los muslos.

Dejé de pensar, y me sorprendió que mi cuerpo supiera automáticamente lo que tenía que hacer cuando él se puso encima de mí con los calzoncillos blancos. A pesar de que los dos queríamos, no llegamos hasta el final, pero nos abrazamos con una fuerza increíble. Sin embargo, estaba claro que ocurrió algo definitivo, porque empezamos a rodar por el suelo, rebotando contra los tablones irregulares, hasta que Billy se estremeció un par de veces y, con la cara hundida en mi cuello exclamó: «¡Dios!».

Mientras me lamía la oreja, yo miraba el techo del granero. Las vigas estaban negras, podridas, y el techo, verde y cubierto de moho. Faltaban algunas placas de pizarra y por los huecos se veían trocitos de cielo claro. Vi que había dejado de llover y había salido el sol.

—Perdona —me disculpé, porque Billy puso mala cara al ver que yo estaba distraída.

—No pasa nada —contestó. Pero parecía dolido.

—Tengo que irme. He quedado con Veronica en la biblioteca.

No quería empeorar las cosas y dije que siempre había una segunda vez.

Billy me miró, muy sonriente.

—¿De verdad? —preguntó.

—¿Cuándo tirarán el granero?

—Al final de las vacaciones.

—Pues ahí lo tienes.

La sala de lectura se encontraba en el sótano. Tenía un olor fuerte, a madera barnizada, y lámparas de mesa que daban una luz amarilla. Se me había ocurrido una idea para un cuento ambientado en Europa continental y quería investigar la historia europea. Mientras esperaba a Veronica, dejé a Billy en un rincón de mis pensamientos y desplegué varios volúmenes sobre el escritorio, contenta de tener la biblioteca casi para mí sola.

Tan absorta estaba que no la oí llegar y me sobresalté cuando dijo mi nombre.

—Perdona, cielo. No quería asustarte.

Empecé a recoger los libros.

—¿Quieres que nos vayamos ya? —pregunté.

Veronica, que venía de hacer unas compras, dejó las bolsas en el suelo y acercó una silla a la mía.

—La verdad es que tengo tanto calor que me gustaría descansar un momento. ¡Mis pobres pies!

Me fijé en sus tacones, muy finos, y sonreí.

—Ya lo sé. Ya lo sé. Bueno, ¿qué estás leyendo?

Le acerqué el libro abierto y ella echó un vistazo a la página.

—Vaya, ¿no es un poco árido? —preguntó, levantando la cabeza.

Sonreí.

—Por cierto, te dije que le preguntaría a Freddy, mi abogado y amigo, si era posible descubrir la identidad de un cliente. Pues bien, estuve con él la semana pasada. Como sabes, se aloja en mi casa de Wandsworth.

La miré, esperanzada.

—¿Te ha sugerido algo?

—Lamentablemente no. Dice que ningún abogado se arriesgaría a romper la cláusula de confidencialidad con su cliente.

—Ya me lo imaginaba —contesté, encogiéndome de hombros.

—Pero se acordaba del bufete. Por lo visto encontró su primer empleo en Worcester con un abogado rival, pero tuvo que trabajar una temporada con un colega de Johnson, Price y Cía. En un asunto relacionado con las escrituras de unos terrenos.

Asentí con la cabeza y amontoné los libros. Empezaba a tener hambre. Veronica captó la indirecta, cogió sus bolsas y fuimos hacia la puerta.

—Dijo que intentaría hacer algunas indagaciones, pero que no me hiciera demasiadas ilusiones.

Después de llevarme a casa, Veronica se fue a su casa de campo, pero volvió poco después, con cara de haber llorado. Nos contó que había recibido un telegrama del extranjero, de su hermano. Estaba muy enfermo y no había más remedio que posponer la boda. Fleur y yo salimos a la puerta a despedirla. No parecía nada contenta de tener que irse. Nos dio un beso y se fue a casa a preparar el equipaje para ir a África a cuidar del señor Oliver. Me quedé mirándola hasta que se perdió de vista mientras Fleur empezaba a dar saltos. El problema era que Veronica me caía bien y, sin su ayuda, no tenía ni idea de cómo buscar a Emma Rothwell. Hasta entonces, Veronica no había averiguado nada.

—Todo el mundo se va —dijo Fleur.

—Veronica volverá.

Y Fleur empezó a cantar una canción de comba:

Osito lindo, osito lindo, acércate.

Osito lindo, osito lindo, mueve los pies.

Era buenísima saltando a la comba, la mejor de su clase, y hacía todos los movimientos a la perfección, sin perder el ritmo. Vi que se concentraba en dar la vuelta en el aire y tocar el suelo, y creí que no me estaba escuchando, pero dijo:

—Y la abuela, ¿volverá a casa alguna vez?

Negué con la cabeza.

Osito lindo, osito lindo, gira otra vez.

—Mejor que nos acordemos de las cosas buenas —dije.

De nuevo solo se oyeron los saltos de Fleur al compás de la rima.

Me sumé a ella en el verso siguiente y gritamos a dúo:

Osito lindo, osito lindo, así está bien.

Fleur se quedó quieta un momento.

—Me gustaba la tarta de manzana de la abuela —dijo.

—Sí —asentí—. Podemos acordarnos de sus comidas.

Y Fleur volvió a saltar.

Sopitas de arroz,

arroz con habichuelas…

—¿Qué tal hígado encebollado? —propuse.

—¡Puaj!

—Los domingos cerdo asado.

—Los sábados pastel de pescado.

Se me llenaron los ojos de lágrimas y no podía respirar. «¡Ay, abuelita! —pensé—. ¡Qué pena que no estés aquí!». Y me puse muy triste, no solo porque ella estuviera en la residencia sino porque eso me hizo recordar que todo podía parecer normal y cambiar por completo de la noche a la mañana.

Fleur soltó la comba, se acercó y me acarició la mejilla.

—No te preocupes, Em. Todavía me tienes a mí.

La miré a los ojos. Todavía la tenía a ella. Sonrió y pensé que tal vez, algún día, cuando las dos creciéramos, podríamos ser amigas de verdad. Yo quería hablar de lo que había hecho con Billy, pero mi hermana era demasiado pequeña, así que tuve que guardarme el secreto.

Miré al perro que nos seguía al otro lado del seto y pensé en Billy. No estaba segura de que en realidad me hubiese gustado lo que habíamos hecho. Mientras estaba con él, aún llevaba puesto mi sombrero de escritora y me imaginaba cuáles podrían ser los sentimientos de Claris. Me resultaba mucho más fácil pensar en ella que en mí.

No podía decirle a Billy que no lo quería. Me caía muy bien y no quería herir sus sentimientos, pero siempre me sentía más segura en mis ficciones, y, aunque aquellas experiencias amorosas fuesen positivas para Claris, tenía que andarme con más cuidado que nunca para esconder mis cuentecillos explosivos. Mi padre me mataría si los encontrase. Lo que me gustaba de verdad era sentarme con Billy al lado del sauce, en los escalones del muelle del Carbón, y chapotear con las piernas dentro del agua mientras observábamos a las libélulas. En esos momentos, me sentía como una niña.