18
LYDIA NO CONSERVABA NINGÚN recuerdo de su estancia en el hospital. Ni de la espera hasta que sus pulmones, quemados por el humo, se curaron; ni del viaje hasta la residencia; ni de su búsqueda frenética entre las ascuas del edificio. Cuando Jack intentaba hablar de las niñas, ella volvía la cabeza y miraba la pared. Él estuvo dándole de comer una semana entera, obligándola a tragar, y leyendo en voz alta para ella cuando no podía dormir. Lydia oía los sonidos, pero no entendía las palabras. No apartaba la vista de un pasado en el que sus hijas estaban vivas, en el que respiraban, sonreían, se reían y se peleaban como tenían por costumbre.
Mami, ven a vernos. Mami, míranos. Estamos bailando.
En un ambiente de calma artificial, primero le vendaron los cortes y las quemaduras y después la sedaron. Cuando abrieron las persianas por primera vez, Lydia parpadeó, deslumbrada por la luz. Bajo el sol de mediodía, soñó con huir, con adentrarse entre los árboles, caer en alguno de los ríos oscuros y sentir que se hundía en el agua.
Oyó a Jack cuchicheando con un médico.
—El calor era muy intenso. Se encontraron restos de mecha y aceleradores de la combustión alrededor del edificio, lo que indica que había distintos puntos de origen. La investigación ya se ha cerrado. Ha sido un acto terrorista, ayudado por el viento. No hay cuerpos identificables.
—¡Calla! —gritó ella—. ¡Calla! —Levantó las rodillas, se tapó los oídos con las manos y empezó a balancearse adelante y atrás. Dos enfermeras, una a cada lado, intentaron que se tumbara. Consiguió liberar el brazo derecho y lanzar un manotazo, pero una enfermera acertó a clavarle una aguja en el muslo. En el otro lado de la habitación, Jack se tragaba los sollozos, con la cara llena de lágrimas. Las luces se apagaron, una tras otra. «¿Qué le pasaba a Jack?», pensó Lydia, mientras se deslizaba entre las paredes de un frío mundo submarino que compartía con peces plateados y galápagos enormes.
Por la mañana, cuando se despertó de un sueño en el que había palmeras y playas de arena blanca, oyó pisadas en el pasillo, al otro lado de la puerta, y los golpes de la lluvia en el tejado. Quería cerrar los ojos y que todos se marcharan; tenderse entre las sábanas blancas y que todo terminara de una vez. Cuando entraron, le sorprendió saber que llevaba semanas delirando. El tiempo había pasado muy despacio y a la vez parecía un simple fogonazo. Apartó la vista de las almohadas y vio una hilera de flores amarillas en la repisa de la ventana. A su lado había un hombre con gesto preocupado.
—¿Puedo irme a casa? —preguntó Lydia, y bebió un sorbo de té tibio.
El hombre asintió.
—El señor Harding ha venido a buscarla. Las quemaduras ya están cicatrizando y sus pulmones quedarán limpios en unas semanas.
—¿Harding? —dijo Lydia, conteniendo la respiración.
El hombre asintió.
—Ah, se refiere usted a Jack.
Cuando Jack entró en la habitación, con gesto preocupado a pesar de su sonrisa, Lydia no pudo aguantar el llanto.
—Dime que no es verdad. Por favor, Jack.
Vio que Jack tragaba saliva.
—Lydia…
—Tengo que estar segura. ¿Puedes ir a Ipoh? ¿O llamar por teléfono a George? Él tiene que saberlo. Pregúntale. Por favor, Jack.
—Ya he hecho las dos cosas. Lo siento mucho, pero las niñas estaban allí. George lo ha sabido de primera mano. A Alec aún no le habían asignado una vivienda, y no hay rastro de que hayan estado en ninguna otra parte.
—A lo mejor se fueron a Borneo.
—Lydia, Alec y las niñas estaban en la residencia. Según George, no cabe la más mínima duda. Murieron en el incendio.
Camino de la plantación, la intensa lluvia se transformó en una niebla densa y cálida, y Lydia sintió una profunda nostalgia de Inglaterra y de la pertinaz lluvia inglesa. Le venían a la cabeza imágenes de sus hijas, a veces rápidas, a veces lentas. Era incapaz de dominar sus emociones. La pena se le clavaba en el pecho, sin darle tregua; las lágrimas resbalaban por sus mejillas y una rabia hueca y sin palabras sucedía al llanto. No apartaba la vista del frente; no quería vivir en un mundo en el que era posible que sus hijas murieran. Un día tienes una familia y al día siguiente la has perdido. ¿Cómo podía ser? Se acordó de los cuentos de Em y se dio puñetazos en los ojos.
Maz dormía solo, en la habitación de invitados. Ella decidió dormir con Jack. Dormir, nada más, a pesar de que temía que sus hijas aparecieran en sus sueños. Temía que salieran de las tumbas en las que no habían podido enterrarlas y la miraran con ojos acusadores. Jack abrazaba su cuerpo sudoroso cuando ella gritaba y se defendía. No lo sabía. Lo siento. Lo siento. Se pasaba el día en la cama, hecha un ovillo, anhelando un olvido absoluto, con el rostro hundido en la almohada para secar sus lágrimas. «¿Cómo sobrevive la gente? —pensaba—. ¿Cómo existe?».
Fue el dolor físico lo que la obligó a ponerse en movimiento. Se duchó con movimientos lentos y deliberados, rígida, doblada como una anciana. Limpió con la mano el vaho del espejo de afeitar de Jack y miró el reflejo de aquella mujer frágil; recorrió con un dedo su piel cerúlea y observó sus ojos hundidos en las cuencas. ¿Qué había sido de ella? Todo en su aspecto había cambiado, todo menos la ceja que seguía teniendo más alta que la otra. Movió la ceja, arriba y abajo, y dio media vuelta al oír las voces de sus hijas. No fue producto de su imaginación. Las oyó claramente dentro de su cabeza. «No pasa nada, hijas mías. Mami está aquí». Pero no era verdad, y mami no había estado con ellas.
Se afeitó las piernas con la navaja de Jack, eligió una falda de lino fresca y una blusa esmeralda y salió al porche a esperar el desayuno. El sol ardía en un cielo luminoso y azul. Respiró y soltó el aire despacio, consciente, por primera vez, de que tenía hambre.
Una mujer india, vestida con un sari de colores, salió de la casa con una bandeja.
—¿Dónde está Lili? —preguntó Lydia.
La mujer se encogió de hombros.
—Me llamo Channa —dijo.
Lydia mordisqueó despacio unas galletas de arroz con una mermelada de mango muy dulce. Creía que no podía beber, pero levantó la taza y pidió más café. Maz, sentado frente a ella, la observaba en silencio.
Lydia lo miró y notó que había crecido y tenía el pelo revuelto. ¡Estaba tan vivo! ¿Cómo era posible que Emma y Fleur hubiesen muerto? ¿Ellas muertas y él vivo? Y ella misma viva. Era incapaz de apartar los recuerdos. No paraba de revivir la mañana en que se fue a cuidar de Suzanne. Si hubiera visto alguna señal. Si no hubiera respondido a la llamada de Suzanne. Si hubiera llegado a Ipoh a tiempo. Si hubiera dicho algo más que adiós.
Una oleada de calor le recorrió las venas. Nada tenía sentido. Alguien debía de pagar por ello. Alguien más que los insurgentes chinos, sin rostro, que prendieron fuego a la residencia, alguien a quien pudiera mirar a los ojos y gritar.
El estallido de ira la pilló por sorpresa. De pronto tensó los dedos, que tenía apoyados en el borde de la mesa, cerró los ojos y volcó la mesa lanzando un alarido. Taza de café, platos, mermelada y galletas, todo acabó estrellándose contra el suelo del porche y ensuciándolo todo, mientras Maz daba un grito y se apartaba de un salto. Lydia agachó la cabeza, cerró los ojos y anheló a sus hijas con un anhelo que no conducía a ninguna parte, que únicamente se volvía contra ella y la llevaba a enloquecer. Cuando abrió los ojos, allí no había nada. Nada más que el día, el polvo y el olor húmedo de los árboles y la mermelada.
Channa salió con una escoba y un recogedor.
—Lo siento —se disculpó Lydia. Y la mujer la miró con unos ojos muy abiertos, pero no dijo nada.
Prestó atención a los crujidos de los árboles del caucho y a los bichos que se movían en las ramas más próximas. Le venían a la cabeza algunos cuentos que el jardinero les contaba a las niñas y cómo gritaban ellas de alegría. Mami. Mami.
Maz la miraba con unos ojos enormes y tristes. Cuando Lydia le tendió la mano, el niño le dio la suya y dejó que se la estrechara. Se sonrieron y, por unos momentos, todo volvió a ser como antes. Sabía que no estaba siendo justa con Maz y le preocupaba que el niño se hubiera descentrado mientras ella estaba en el hospital. Maz volvió a la cocina y Lydia le oyó parlotear con Burhan, el hijo de Channa. Confiaba en que Maz se entretuviera un rato contando piedras o buscando mariposas con su amigo.
Pasaron los días. Se acordó de una europea elegante a la que había conocido en Malaca. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Cicely. Había enviado una postal. He sentido mucho no poder ir, decía, pero estoy de viaje por Australia. Lydia no quería su compañía de todos modos. No quería la de nadie. Fue Cicely quien la previno sobre Jack desde el principio. Vio una imagen de Jack desnudo. Probablemente celoso. Ginebra y tónica, el tintineo del hielo y una rodaja de limón. Aunque siempre era discreto, empezaba a beber antes de la hora de comer. Esto le dio a Lydia una idea. Una manera de borrar los recuerdos.
En el mueble bar encontró una botella sin abrir, pero no había tónica. Fue a la cocina oscura.
—¿Tónica? —pidió, agitando la botella—. Para la ginebra.
No hubo respuesta. La mujer india se encogió de hombros. Lydia abrió la nevera. Un frigorífico americano, alto, de los que funcionaban con queroseno. Estaba lleno de cervezas. Buscó en la despensa, a un lado de la cocina cubierta de hollín, y un olor a piña demasiado madura le hizo arrugar la nariz, pero vio unas cajas apiladas en un rincón. Sin preocuparse por las arañas mortales, sacó dos cajas de cerveza y otra de refrescos y las arrastró hasta el salón.
Los primeros tragos de ginebra le aliviaron el dolor en el corazón y las piernas y atenuaron su rabia. Había encontrado la respuesta. Quería un cigarrillo. Jack había dejado de fumar hacía algún tiempo, pero seguro que quedaba algún paquete escondido en el fondo de un cajón. Aunque no había fumado desde que nació Emma, cuando se le ocurrió la idea ya no pudo pensar en otra cosa.
En el dormitorio de Jack no había demasiados escondites, aparte de una cómoda y el armario. Abrió el primer cajón de la cómoda. Camisetas, calzoncillos y calcetines. Nada más. En el segundo había poco más que pantalones cortos y camisas. En el tercero cosas varias. Complementos para el traje de etiqueta. Una pajarita. Una baraja de cartas y un Scrabble. Unas gafas de leer. Nunca había visto a Jack leer otra cosa que no fuera un periódico o una revista, aunque las estanterías gemían bajo el peso de los libros.
El cuarto cajón se atascaba un poco. Se arrodilló, tiró con fuerza y lo sacó de golpe, esparciendo por el suelo un montón de ropa china. Acarició con los dedos los delicados cheongsam, los holgados pantalones negros, las preciosas blusas blancas, e identificó que el mismo perfume que había encontrado en el armario del baño se desprendía tenuemente de cada prenda. Cogió un cheongsam de seda verde, con un insinuante encaje en el muslo, y se miró en el pequeño espejo de Jack. No alcanzaba a verse entera, pero tanto por arriba como por abajo o en el centro, era evidente que la dueña de la prenda era diminuta. Miró por dentro del cuello alto. Detrás, bordado en letras doradas, destacaba vivamente un nombre: Lili. Ay, Dios. Qué idiota había sido. Lili no había sonreído ni una sola vez, no había sido respetuosa y servicial, como era característico de las jóvenes chinas. Lili irradiaba confianza, o eso le había parecido a Lydia, y ahora entendía por qué.
Había oído contar historias de los primeros tiempos coloniales, cuando los hacendados solitarios tenían lo que entonces se llamaba un ama. Una joven que los atendía, cocinaba, limpiaba, calentaba su cama y a veces también su corazón. ¿Por qué Jack no le había dicho nada? Dejó de buscar cigarrillos y volvió corriendo al salón. Cogió la botella, abrió la verja del jardín y huyó corriendo.
Se apartó del camino y se internó en la oscuridad, abriéndose paso entre helechos gigantes y esquivando las ramas que los monos traviesos lanzaban como catapultas, entre pájaros de vivos colores que revoloteaban de árbol en árbol. Un reguero de sudor le corría por la nuca y se le colaba por debajo de la blusa. Su vida estaba tocando fondo, como si existiese fuera del tiempo, insensible al peligro de los escorpiones que se ocultaban debajo de las ramas caídas y de las víboras que anidaban entre las hierbas.
Llegó a la orilla de un río, lo cruzó sin pensarlo dos veces, se arrancó la blusa empapada y siguió adelante. Inclinó la botella y bebió como si fuera agua, hasta que empezó a sentir un fuerte latido en la cabeza, hasta que sus pulmones exprimieron la última gota de aire y su rabia explotó por completo. Con todas sus fuerzas, estampó la botella vacía contra el tronco de un árbol del caucho. Por un momento el golpe fue reconfortante, pero no le bastó. Mil botellas no bastarían. Le traía sin cuidado adónde ir y echó a andar, dando tumbos, por sendas pantanosas, incapaz de borrar de su mente el acto de terror aleatorio que había aniquilado a sus hijas.
En un pequeño claro del bosque, la luz del sol la deslumbró. Oyó un gorjeo metálico y áspero, y un pájaro del sol de color carmesí surcó el trozo de cielo visible. Lili pasó flotando a su lado, serena, como una ninfa, la piel clara como el alabastro. Lydia se tocó las mejillas ardientes y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, la joven se había esfumado. Otro rayo de luz estalló en el aire verde y acuoso. Esta vez era Emma la que aparecía y desaparecía entre los árboles, lamiendo una piruleta con sonrisa pícara, vestida como una niña china para el baile de disfraces de Navidad. Oyó su risa y sonrió llena de cariño.
Jack la encontró en una cuneta cuando volvía a casa a la hora de comer, derritiéndose al sol y acribillada por los mosquitos. Lydia lo miró con ojos ausentes y le vomitó en los zapatos. Él le sacó los cristales que tenía clavados en los pies y encendió un cigarrillo para quemar las sanguijuelas de sus piernas antes de llevarla a casa. Le entraban arcadas sin parar, pero Lydia prefería aquel malestar a ese otro que le desgarraba el corazón.
Mientras Jack dormía, ella se tumbó en el jardín fresco a contemplar la media cara de la luna. Vio a Emma, que la llamaba desde las sombras, y quiso ir con ella. Tenía la sensación de deslizarse, de alejarse cada vez más de la superficie de la vida, hacia un espacio donde nada podía alcanzarla, donde no había amor, ni dolor, y la esperanza no tenía ningún sentido.
Allí la encontró Jack a la mañana siguiente, petrificada de frío. Arrodillado a su lado estaba Maz, con una camisa vieja de Jack. Jack la levantó, le dio dos bofetadas y la arrastró hasta la casa. Abrazó a Maz y le dijo que fuera a la cocina y le pidiera a Channa un poco de café y unas galletas. En cuanto el café estuvo listo, Jack obligó a Lydia a tragarlo por la fuerza. Le frotó las manos y le dio palmadas para que entrase en calor. Lydia se desmayó.
Cuando se despertó, la luz había cambiado y el rosa crepuscular del atardecer inundaba el dormitorio. Le dolían las piernas y los pies.
—Prométeme que no volverás a hacerlo —dijo Jack.
—¿Qué voy a hacer?
—Tú y Maz os vais a quedar aquí conmigo. Todo el tiempo que haga falta. Después, ya veremos.
—No tengo nada.
—Me tienes a mí.
—Quiero decir que no tengo dinero.
—Por Dios, Lydia. Yo gano un sueldo. Ahora no pienses en eso. Tienes que ponerte bien. Eso es lo importante.
Ella asintió.
—Ya sé que ahora no lo crees, pero poco a poco te sentirás mejor.
Lydia torció el gesto y negó con la cabeza.
—Nada tiene sentido.
Jack la miró a los ojos.
—Ya lo sé, cariño. Ahora tendrás que encontrar tu propio sentido.
A pesar de lo comprensivo que estaba siendo, Lydia se enfadó de pronto.
—¿Cómo puedes decir eso? Emma y Fleur eran mi sentido.
—Tiene que haber algo más, Lyddy —dijo él con dulzura, acariciándole la mejilla, sin dejar de mirarla a los ojos, azules como el cielo de Malasia.
Ella le apartó la mano.
—¿Más que mis hijas? ¿Estás loco?
—Todavía nos tienes a Maz y a mí —dijo Jack, en voz tan baja que ella tuvo que esforzarse para oírlo.
—No sé, Jack. Quiero llamar a George otra vez. Preguntarle si sabe algo nuevo.
Él apretó los labios y soltó el aire.
—Muy bien, si es eso lo que quieres.
Pero los dos sabían que, cuando Lydia se enfrentase definitivamente a la pérdida de sus hijas, o bien se hundiría o bien saldría a flote. Ella esperaba que Jack tuviera la sabiduría suficiente para comprender que aún no estaba preparada para saber qué iba a ser de ella.
Maz se acercó en silencio. Por sus ojos hinchados se notaba que había llorado a mares. Lydia lo cogió en brazos y lo abrazó.
—Lo siento, cariño. Es que no es natural que los hijos se mueran antes que los padres.
Le acarició el pelo y la coronilla y vio que también Jack tenía los ojos llenos de lágrimas.
Cuando Jack se fue a hablar con uno de sus empleados y se llevó con él a Maz, Lydia fue a telefonear a George.
George suspiró cuando ella terminó de explicarle el motivo de su llamada.
—Mira, Lydia, lo siento, pero no sirve de nada aferrarse a una brizna de paja. Alec y las niñas perdieron la vida en ese incendio y la investigación ya se ha cerrado. Y por cierto, amiga mía, no te preocupes por el papeleo. Yo me encargo de todo. Te avisaré si te necesito para algo.
—Gracias.
—No me refiero a que hubiera propiedades. Como sabes, Alec no tenía bienes, ni en Inglaterra ni aquí, y ni siquiera tuvo tiempo de abrir una cuenta corriente en Ipoh. Por eso, por desgracia para ti, supongo que todo lo que tuviera en efectivo se perdió en el incendio. Aquí en Malaca la policía se ha ocupado de tu coche. ¿Quieres que lo venda?
—Sí, por favor. Voy a necesitar el dinero. Pero, George, ¿por qué estás tan seguro de que estaban allí?
—Los hechos son los hechos. Nadie ha vuelto a verlos desde entonces, y, como ya te he dicho, todo indica que estaban allí. A Alec aún no le habían asignado una vivienda. Ahora tienes que ser valiente, guapa. Ya llegará el momento de tramitar los certificados de defunción, aunque puede ser un procedimiento largo, al no haberse encontrado los cuerpos. Perdona que sea tan franco.
Lydia tragó saliva y solo fue capaz de murmurar unas palabras de agradecimiento. Colgó el teléfono, se sentó en el jardín y, por primera vez desde el incendio, abrió el cuaderno de Emma.
Uno de los ángeles se ha sentado en mi cama. Era pelirroja, con el pelo ondulado y la piel clara, y llevaba una túnica blanca. Sin alas. Ni siquiera plegadas. Detrás de ella solo hay aire. Jack ha estado en casa hoy. Ojalá no hubiera venido. Es más grande que mi padre y tenía miedo de que se pelearan. Cuando lo conocí, me cayó bien. Estábamos en la calle, comprando unas chanclas. Las mías tenían una flor naranja en el centro. Jack se acercó y le puso a mamá una mano en el hombro. Después nos regaló una piruleta a Fleur y a mí. Yo le recé al ángel para que no volviera, pero volvió. Y esa noche los vi en la cama.
Cerró el cuaderno y se quedó observando una polilla grande que se acercaba a la lámpara revoloteando en espiral. La miró hasta que le escocieron los ojos. Sentada en el porche, en aquel ambiente húmedo y cálido, viendo flotar las nubes tenues como una de las acuarelas de sus hijas, no pudo soportar la idea de seguir leyendo. Ella lo sabía. Emma lo sabía.