7
LA MAÑANA COBRÓ UNA LUMINOSIDAD excepcional al disiparse la neblina, poco después de que salieran de casa. Las calles aún estaban en silencio. Solo algunos grupos de hombres con túnicas naranjas y amarillas charlaban en la puerta de las teterías. Un poco más adelante, los malayos pasaban zumbando en sus bicicletas, y por fin, ya en las afueras, las trabajadoras tamiles, con la cara empapada en sudor y los largos lóbulos de las orejas en movimiento, cortaban la vegetación oscura.
Lydia iba cantando, contenta de estar en camino. Siempre había tenido buena voz, y, con una sensación de confianza, pisó el acelerador haciendo chirriar los neumáticos en el asfalto y elevó el tono en sintonía con la velocidad. El niño, sentado a su lado, soltó una risita.
—¿Tan mal canto? —preguntó ella.
Él negó con la cabeza y sonrió.
Habían tomado un buen desayuno en un tenderete de la carretera, pensó Lydia, y eso era un buen comienzo.
Mientras dejaban atrás los árboles temblorosos, con sus millones de tonalidades verdes, Lydia repasó mentalmente el plan de viaje. Primero unos ochenta kilómetros hasta Seremban, o sea que, si lograban pasar de allí, en cuestión de tres horas pararían a comer y descansarían por la tarde, cuando apretaba el calor. Después continuarían hasta que oscureciera. Eso significaba que tenía que encontrar un alojamiento barato en el que pasar la noche. En Rawang, tal vez, o en Tanjung Malim. ¿Cuántos kilómetros había desde allí a Ipoh? Se acordó de Jack. Quizá fuera mejor no pasar por Tanjung Malim. No tenía sentido buscarse problemas.
Llevaba una hora y media de viaje cuando el coche dio un bandazo y se paró de repente.
Lydia bajó del coche y miró carretera adelante. Una bruma azulada se desprendía de la tierra. Levantó el capó sucio del Humber Hawk, miró el motor y trató de recordar los conocimientos básicos de mecánica que Alec había intentado enseñarle. Maznan señaló la mancha de aceite que Lydia tenía en la mano. Ella hinchó las mejillas y resopló. El niño tenía razón. No entendía nada de coches, y era inútil ensuciarse.
Cerró el capó de golpe, se limpió las manos en el vestido, se agachó y metió la mano debajo del asiento del conductor, buscando el manual del vehículo. No había ningún manual, pero tocó algo afilado. Sonrió al ver que era uno de sus pendientes de lagartija que había perdido. «¡Conque estabas ahí! Lo interpretaré como señal de buena suerte».
Se cruzó de brazos y miró al niño. Y ahora ¿qué? En aquellos tiempos de la Emergencia, nadie se fiaba de los desconocidos. «Puedo esperar hasta que pase una patrulla de la policía británica —pensó—, pero voy a tener que gastarme todo el dinero entre la reparación y el alojamiento. ¡Madita sea, Alec! ¿No podías haber esperado un par de días?».
Se preparó a esperar a que pasara un autobús. Ya avisaría después a la policía y pediría que fueran a recoger el coche. Con un suspiro, se puso en cuclillas, como los lugareños, a la sombra de unas matas de bambú. El niño se sentó a su lado. Una mariposa de la selva de color naranja brillante se posó en la rodilla de Lydia. El pequeño se rio y trató de cogerla con la mano. Su capacidad para dejarse fascinar recordaba a la de Em.
—¿Te gustan las mariposas? —le preguntó Lydia.
Maznan asintió con la cabeza.
Las orillas de la selva estaban perfumadas de higos, jengibre y canela. Muy arriba, en las copas de los árboles que ocultaban el sol, cantaban los buceros. Era bonito, en cierto modo, pero los continuos chasquidos de la vida selvática llenaban de inquietud a Lydia.
Sacó el cuaderno de Em y pasó varias páginas. Se fijó en la letra de Secret Love, la canción de Doris Day, escrita con la caligrafía segura de su hija. Empezó a tararear la melodía, pero se equivocó y se mordisqueó la piel alrededor de la uña del pulgar. Se levantó con aire decidido. Sería un esfuerzo demasiado grande cargar con dos bolsas con tanto calor, así que cogió la más grande y escondió la otra en la cuneta, entre unos helechos achaparrados. Se imaginó una escena más feliz, cuando Alec y ella iban a tomar una copa al club y dejaban a las niñas a salvo en la cama. Pero ¿quién puede ser feliz en este puñetero país, aparte de hombres como Alec?
—¿Qué pasará cuando consigan la independencia? —le había preguntado ella una vez, camino del baile anual del sultán.
—Siempre habrá un hueco para alguien como yo —contestó él, restando importancia a la preocupación de Lydia—. Por eso no creo que vuelva nunca a casa de mis padres, y tampoco a Inglaterra, me parece a mí.
Lydia observó la hierba lalang, alta y afilada como una navaja, que bordeaba la carretera. No tenía ningún motivo para no creerlo. Alec no mantenía relación con sus padres, y el ambiente en su casa había sido muy poco agradable.
Echó a andar un rato con el niño.
No soplaba la brisa, y hasta los esponjosos penachos rosados de las hierbas estaban completamente inmóviles. Atenta a las gruesas víboras que se escondían entre la hierba y a otras serpientes más grandes que se enroscaban en los árboles, siguió por la carretera y oyó al cuclillo, que entonaba su canto en un crescendo enloquecedor.
Maznan únicamente había hablado para contar sus abalorios. Y en aquella ocasión solo llegó hasta cinco, y repitió la cuenta varias veces. Satu, dua, tiga, empat, lima.
Lydia cerró los ojos un momento, con los párpados escocidos de sudor, y lo oyó antes de verlo. Un Bedford pintado de rojo y amarillo vivo se acercaba rugiendo por la carretera. Gritó y se levantó tambaleándose, impedida por el niño que iba saltando a su lado, parloteando en malayo y «ayudando» con el equipaje. El conductor aflojó la marcha hasta ponerse a paso de tortuga, abrió los brazos y negó con la cabeza. A Lydia se le cayó el alma a los pies al ver los treinta pares de ojos que miraban por las ventanillas abiertas. El autobús iba abarrotado de gente, equipaje, pollos y cabras.
El conductor pisó el acelerador. Una mujer india de ojos saltones, que iba en la parte de atrás, se levantó y señaló a Lydia y al niño, como si protestara. El conductor volvió a negar con la cabeza, pero la pasajera al final se salió con la suya y él se encogió de hombros y le hizo señas a Lydia para que subiera.
Una vez arriba, Lydia cogió al niño de la mano y, arrastrando la bolsa de viaje, se abrieron paso a trompicones hasta la última fila. La mujer india, que llevaba un chal de flores en la cabeza, les hizo sitio, y Lydia, con un suspiro de alivio, se sentó en el banco de metal. Los asientos no se tapizaban para impedir que anidasen en ellos los insectos.
La pasajera sonrió, mostrando unas encías enrojecidas de masticar nuez de betel y un par de dientes teñidos de rosa. Lydia respondió con una sonrisa tímida, pues era la única blanca en un autobús atestado de malayos, además de algún chino, con sus pantalones negros y sueltos, y de los trabajadores tamiles, con sus saris. Era consciente de que todos la observaban y, a pesar de que no los entendía, captó su malestar. Hasta ese momento creía tener un dominio del malayo bastante decente, pero entonces se dio cuenta de que solo entendía el idioma cuando le hablaban directamente y pronunciaban con cuidado. Pero en aquel autobús la gente decía lo que se le antojaba, y a todo el mundo le traía sin cuidado que Lydia fuera la señora de una casa enorme con muchos criados.
Sonrió vagamente a los ojos que se apartaban de ella despacio y miró por la ventanilla, mientras el autobús circulaba a sacudidas por aquel túnel de verdor.
Con la mirada perdida y el corazón lleno de pena, abrazó al niño, que se apretó contra ella. Ahora que sus hijas habían desaparecido, robándole el corazón, Lydia sabía por primera vez lo que era el amor y hubiera dado cualquier cosa por estar con ellas.
Momentos después crujió papel, y, entre los párpados pesados, Lydia vio que la mujer india le ofrecía a Maznan un pastelito. El niño lo devoró y pidió más, extendiendo la mano. La mujer sonrió, sacó otros dos pasteles, le dio uno al niño y le ofreció el otro a Lydia, dándole un codazo suave.
Lydia saboreó la canela y la nuez moscada y se esforzó por pronunciar unas palabras, pero la mujer la interrumpió.
—Hable inglés —dijo, pasándole un termo de té con limón y una galleta de color amarillo—. Es buena galleta. Aleja al Pontianak.
—¿El Pontianak?
—Espíritu malo de mujer muerta. Vendrá y se llevará a su hijo. Galleta protege —dijo la mujer, señalando a Maznan.
—Ah, no. No es mi hijo. Mis hijas están en el norte, con mi marido. Este niño… —Se interrumpió, y la mujer india sonrió, indicando que era todo oídos.
—Es… El hijo de una conocida.
La mujer no parecía muy convencida.
Lydia suspiró, volvió la cara del niño hacia ella y le acarició la mejilla suave.
—Es un buen niño.
Maznan sonrió.
La gente empezaba a dormirse, y sus ronquidos y pitidos resultaban reconfortantes, por extraño que parezca.
Por encima de todo, Lydia sentía añoranza. De sus hijas. Y también de Alec. El primer hombre al que conoció en una fiesta. Cerró los ojos y pensó en aquella noche.
Fue la típica juerga en plena guerra. Ella lo había visto fuera, apoyado en la pared: un hombre alto y algo mayor, de uniforme. Él se frotó la pierna y giró la cabeza mientras ella se acercaba, con un vestido de rayas verdes, fruncido en la cintura. No tenía más que dieciocho años y se sintió halagada.
—¿Fumas? —preguntó él, y abrió una lata de Woodbines.
Ella vaciló, pero aceptó un cigarrillo.
Él estudió sus rasgos. Era muy flaco y parpadeaba mucho.
—¿No prefieres sentarte? —preguntó ella.
Él se encogió de hombros.
—Si te soy sincero, estoy harto de estar sentado.
—¿Fuerzas aéreas?
—Bastante obvio —dijo él, enarcando las cejas.
—Entonces ¿por qué no fumas Player’s Airman? —dijo ella, apartándose el pelo de la cara.
¡Cuántas cosas habían pasado desde entonces! Para empezar, ella se había convertido en alguien. En esposa, en madre, y ahora se disponía a empezar por tercera vez desde su llegada a Malasia.
Miró de nuevo por la ventanilla y la intensidad de la luz le hizo parpadear. Tenía la cabeza cargada. Los árboles se desplegaban como una sucesión de olas, con invariable monotonía. Otra vez regresó Lydia a los comienzos con Alec y repasó escenas, como si buscara algo.
Se vieron poco después para tomar unos sándwiches de fiambre y lechuga en el Fiddler’s Arms. Alec la invitó a tomar café en sus habitaciones, y una vez allí, con un cigarrillo en la mano, cubrió la ventana con una cortina que no dejaba entrar la luz y apagó la lámpara, pero hasta el resplandor de los cigarrillos estaba prohibido. Él le rozó la cara sin querer y ella notó que se ponía colorada.
—¿Has oído hablar del hombre al que pusieron una multa de diez chelines por encender una cerilla para buscar su dentadura postiza? —bromeó ella, para disimular los nervios.
Él no se rio. Se limitó a coger el bote de café Camp. En la etiqueta, un criado indio, con turbante, atiende a un oficial con falda escocesa que disfruta del brebaje sentado tranquilamente.
Cuando se presentó la oportunidad de ir a Malasia, Alec describió el cielo estrellado del trópico, las noches bebiendo Pimm’s y las playas plateadas y ribeteadas de palmeras, en las que no hacer nada. Para eso, claro está, tenían que casarse.
Lydia suspiró. Ahora cambiaría todo eso, tan contenta, por un poco de clima británico. Estaba pensando lo mucho que echaba de menos el paso de las estaciones cuando se oyó una explosión y el autobús dio un bandazo, lanzando a los sobresaltados pasajeros unos contra otros. A esto le siguió un gran estruendo, y el vehículo se detuvo con una sacudida. Fuera se oyeron voces estridentes que daban órdenes en chino. Lydia abrazó a Maznan y se aseguró de que no estuviera herido. El niño la miró desde abajo, con unos ojos enormes, como si intentara descifrar si de verdad podía confiar en ella.
Ella le acarició el brazo y se volvió a la mujer india.
—¿Qué ha pasado? —susurró.
Su compañera de asiento se llevó un dedo a los labios y cubrió la cabeza de Lydia con su chal de flores.
—Rebeldes. Agáchese. Apóyese en mí.
Lydia escondió al niño con el chal mientras ocultaba su rostro. Se acordó de la blanca luz cegadora de la granada que lanzaron en el mercado abarrotado y una oleada de pánico le recorrió de la cabeza a los pies. Comunistas. ¿Qué querrían? ¿Venían a reclutar gente para el Min Yuen, su organización de suministros, o tramaban algo peor? Levantó la vista y vio que los rebeldes, harapientos y flacos, arrastraban a dos chinos que iban sentados en las primeras filas. Como un fogonazo, se acordó de las historias que se contaban sobre las atrocidades de los terroristas. Bajó la mirada, consciente de cómo se iba propagando el miedo entre los tensos pasajeros. El niño empezó a contar. Satu, dua.
Por la ventana polvorienta vio que la carretera se adentraba aún más en la selva en aquella zona. Ataron a los dos pasajeros chinos a un árbol alto e hicieron bajar a más hombres. En cuanto ponían un pie en el suelo, los maniataban. Chillando como macacos que se quemaran la boca con guindillas, los arrastraban unos metros y los obligaban luego a correr. Los demás seguían en el autobús.
Lydia y su compañera de viaje cruzaron una mirada. La mujer india se encogió de hombros, con expresión de duda. El niño tembló al oír los disparos. Lydia se mordió el labio y se obligó a apartar la vista de la ventanilla. No se oía nada más que el eco de los disparos, y un único pensamiento, aterrador, resonaba en la cabeza de Lydia. Se llevó una mano al relicario y lo apretó con fuerza.
Los pájaros seguían cantando. Se atrevió a mirar, y una oleada de rabia reemplazó al miedo. No era así como se había imaginado Malasia. Alec no le había hablado de la interminable batalla contra los mosquitos, ni del calor y la humedad, que se levantaban como un muro, ni de la guerra que los malayos llamaban la Emergencia.
Se fijó en un hombre rapado que iba sentado en las primeras filas, muy quieto. No lo había visto antes, pero, ahora que el autobús estaba medio vacío, su cabeza afeitada y sus hombros destacaban por encima de los demás. Vestía una túnica malaya, de colores discretos, pero al levantarse dejó a la vista un sarong bordado con hilos de color turquesa y plata. Su estatura llamaba la atención. No parecía un malayo corriente; tenía un aspecto más cosmopolita. Quizá euroasiático. Con el rabillo del ojo, Lydia vio que dos de los insurgentes se acercaban a ella por el pasillo. Los miró a la cara y aguantó la respiración. Uno de ellos se pasó la lengua por los dientes y levantó un labio con gesto despectivo, apartando al hombre alto de un empujón. El pasajero volvió la cabeza hacia Lydia con gesto grave. La miró con unos ojos inquisitivos y oscuros, tenso, como preparado para saltar. Sus miradas se cruzaron un segundo.
La mujer india abrazó a Lydia y al niño, pero fue inútil. Los hicieron bajar a los tres a punta de pistola. A Lydia se le paró el corazón unos momentos, pero el niño se levantó sin dudarlo y le dio la mano. Ella se incorporó con dificultad, con el trasero dormido por culpa del asiento de metal. Por la ventanilla vio el techo de nubes bajas y negras que cubría el cielo. Agarrándose con fuerza a Maznan, consiguió bajar del autobús.