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SE LEVANTARON AL AMANECER y salieron a la calle cuando los comerciantes levantaban con estrépito los cierres metálicos y abrían sus puertas para empezar el día. La niebla densa que cubría el mar daba paso a la mañana pálida, con un cielo sorprendentemente limpio y salpicado de nubes tenues. Fuera de la ciudad, los árboles seguían enterrados en las sombras.

Lydia cerró los ojos, y otra vez volvió a ver la misma imagen. Una mujer con un vestido azul claro, con flores azules en el dobladillo y en el cuello. Pero esta vez había algo distinto. Esta vez, la mujer se volvía y le hablaba. Lydia no le veía la cara, pero sentía sus manos suaves como las de una niña y le oía decir: «Dile que he venido». Nada más.

Abrió los ojos. Se había quedado dormida sin darse cuenta. Cuando llegaron al campamento, el sol brillaba con tanta fuerza que el cielo había perdido todo su color.

Era un mal momento para la administración colonial. A finales de agosto, Malasia había conseguido su independencia de Gran Bretaña. Lydia había visto los nuevos billetes de diez dólares en los que la efigie de la reina se había sustituido por un campesino y un búfalo arando un arrozal. Aún quedaban algunos funcionarios británicos, como Ralph, para ocuparse de las últimas disposiciones. Los demás se habían marchado. El nuevo primer ministro iba a nombrar un inspector general de la Policía, responsable de la seguridad interna, aunque estaba previsto que algunos policías británicos continuaran temporalmente en el país. Lydia no sabía en qué medida podían afectar a su vida aquellos cambios, pero era consciente de que se sentía menos cómoda en las calles. Por primera vez se sentía observada en todas partes, y empezó a tener más cuidado con su bolso.

Adil volvió la cabeza y miró a Lydia con sus ojos profundos.

—¿Qué ves cuando cierras los ojos?

—Recuerdos. Escenas. Ya sabes. Cosas que quiero recordar. A veces cosas que quiero olvidar.

—¿Quieres saber qué veo yo? —dijo él, sonriendo—. Bueno, a lo mejor no quieres.

—Dímelo —contestó ella, sonriendo a su vez.

—Veo a una mujer que no es consciente de lo fuerte que es.

—No sé. A veces todo parece demasiado.

—No te desanimes. Has llegado muy lejos —dijo Adil, haciendo con la mano el gesto de abarcar el espacio—. Sigues en el mundo, a pesar de todo lo que has tenido que pasar. Sigues peleando.

Los ojos de Lydia se llenaron de lágrimas.

—¿Cómo te sientes de verdad, Lydia? A veces no sé qué pensar.

Ella se encogió de hombros.

—Hay días buenos y días malos, ¿no? —dijo él.

—Supongo.

—Bueno, espero que este sea un día bueno. Creo que te vas a alegrar de ver a alguien.

Lydia vio que Adil llevaba un paquete envuelto en papel marrón.

—¿Qué llevas ahí?

Adil se dio un golpecito en la nariz.

Con un gesto de autoridad, enseñó rápidamente la placa y se abrió paso entre los guardias que vigilaban la entrada del campamento. Un coche blindado, lleno de policías malayos armados con metralletas, llenó del aire de olor a gases.

Al ver la cara que ponía Lydia, Adil explicó:

—Han seleccionado a algunas mujeres para… Bueno, lo llaman cohabitar con los terroristas, aunque como es lógico no viven con ellos, y ahora la policía las está utilizando como cebo. ¿Ves ese camión de ahí? Va lleno de mujeres y de PER. Personal del Enemigo Rendido.

—¿Por qué se rinden?

—La vida en la selva es un suplicio. Aquí tienen casa, comida y asistencia médica.

Lydia echó un vistazo a las cabañas.

—Una vez estuve con Jack en otro asentamiento. Este parece menos sórdido.

—Se pensaron como una solución temporal, pero ahora están un poco más limpios y tienen agua corriente.

Lydia se quedó mirando el camión, con los costados cubiertos con lonas, que ya empezaba a dar la vuelta.

—¿Ves las rajas que hay en las lonas? —preguntó Adil.

Ella asintió. Una pareja de mujeres policía, con uniforme caqui y placas plateadas en la camisa, rodeó el vehículo.

—Ahora obligarán a los hombres y a las mujeres que traen ahí a señalar a todos los que tengan cualquier tipo de relación con los rebeldes.

La gente esperaba su turno en la rueda de reconocimiento en una cola irregular, y avanzaba poco a poco, arrastrando los pies. En general todos parecían tranquilos, pero Lydia vio algún par de ojos hostiles que la seguían con la mirada.

—Algunos no parecen demasiado contentos —señaló.

Adil se encogió de hombros.

—A pesar de la independencia, todavía hay rebeldes chinos en la selva. Estos campamentos ahora están en manos de los malayos, y se empiezan a distribuir pequeñas parcelas de tierra entre la población. Eso ayuda.

No quedaba ni rastro del chaparrón de la noche anterior y el calor era abrasador. Aunque este asentamiento parecía más limpio, en las callejuelas del interior empezaron a ver gatos famélicos, y el olor a estiércol de cerdo y a fruta podrida hizo que a Lydia le entrasen náuseas. Oyó el graznido áspero de un pájaro enjaulado y sintió un olor a guindillas y a tamarindo al pasar por delante de las mujeres que cuidaban de los fuegos, mezclado con el aroma empalagoso del tabaco chino que fumaban los hombres reunidos en grupos pequeños.

Entraron en un callejón, sorteando pieles de plátano y cortezas de piña entre un continuo ir y venir de gente, y siguieron hasta el fondo, donde la calle terminaba en un pequeño claro del bosque. Un niño y una niña con el pelo negro y brillante jugaban en la tierra, rodando piedras para ver quién llegaba más lejos.

La niña reaccionó con una exclamación de fastidio ante la interrupción de los desconocidos. El niño flaco y desgarbado estaba a punto de imitarla, pero se quedó callado nada más abrir la boca y al momento dio un salto y echó a correr.

—¡Señora Lydia!

Se paró justo delante de ella, acobardado de repente. Lydia le tendió los brazos.

—¡Maz! No sabes cuánto me alegro de verte —dijo, abrazándolo. Después examinó su expresión. Tenía buen aspecto y sus ojos rebosaban inteligencia—. Has crecido, Maznan.

Se miraron el uno al otro.

—Sí, señora.

El niño bajó la mirada.

—Estoy viviendo otra vez con mi tía, señora. Mi madre se ha ido.

—Esto es para ti —dijo Adil. Y le dio el paquete.

Maznan agrandó los ojos mientras lo cogía.

—¿Para mí? ¿De verdad?

Adil asintió.

El niño se sentó en el suelo para rasgar el envoltorio. Primero cayó al suelo una comba enrollada y después una reluciente pelota azul salió rodando por el polvo.

—Ahora tengo que hablar con la señora —dijo Adil.

Maznan asintió, le dio la comba a la niña y, lanzando un grito de alegría, empezó a regatear con la pelota.

Adil cogió a Lydia del brazo y retrocedió unos pasos. Una vez más empezaban a concentrase las nubes y el viento golpeaba en un tejado de chapa.

—Quería que vieras que está bien.

—De acuerdo.

—Y explicarte por qué te pidieron que lo llevaras al norte.

Lydia estaba muy tranquila.

—Fue su tía, Suyin, quien te entregó a Maz, por orden de George Parrott. Esperaba que, al enterarse de su desaparición, la madre del niño fuera a buscarlo.

Lydia parpadeó, profundamente impresionada.

—Deja que te explique…

Pero ella le interrumpió.

—Y por supuesto tú sabías que yo estaba con Suyin mientras vaciabas el depósito del coche. No se me ocurrió pensar por qué sabías que ella estaba conmigo.

Llegó un grito de una cabaña. Al ver que salía una mujer, Adil se acercó, dispuesto a intervenir, pero ella lo amenazó con el puño y lanzó la pelota azul hacia el bosque. Adil salió corriendo detrás de la pelota, pero Maz llegó primero y se la lanzó a la niña de un puntapié. La niña se fue regateando por el callejón y Maznan se quedó con la comba y arrugó la frente.

Lydia cogió la comba.

—Es muy fácil. Verás. Enseguida le cogerás el tranquillo. Le enseñó a saltar y siguió hablando con Adil.

—A ver si lo entiendo. ¿Dices que George me utilizó para hacer que la madre de Maz saliera de la selva?

—Su madre sabía demasiadas cosas y estaba relacionada con uno de los principales líderes rebeldes. George Parrott quería detenerla.

—¿Quieres decir que ella estaba revelando información del gobierno?

Adil asintió.

—Trabajó seis meses en la oficina de Alec, pero se marchó al quedarse embarazada.

—¿Por qué se unió a los rebeldes?

—Su cuñado era un camarada de la guerrilla. Lo mataron en un intento de emboscada fallida a un convoy. Llevaron su cadáver a la ciudad, para que los demás escarmentaran. La madre de Maznan lo vio tirado en el barro, lleno de agujeros de bala, y juró vengarse. Maz también lo vio. Aquel hombre era su tío.

—Pobre niño —dijo Lydia—. Una vez me contó que quería mucho a su tío, pero que se había muerto. No dijo cómo.

—La madre de Maz dejó al niño al cuidado de su hermana. Con tres hijos propios, un bebé en camino y un marido muerto, la hermana se negó a cuidarlo poco después.

—Demasiadas bocas que alimentar.

—Exactamente. La madre de Maznan le dijo a su hermana que buscara al padre de Maz y le pidiera dinero.

—¿Por qué no fue a buscarlo ella misma?

—Porque ya llevaba algún tiempo en la guerrilla y no podía correr riesgos. —Adil guardó silencio y frunció las densas cejas. Se quedó unos momentos mirando el suelo antes de levantar la vista de nuevo.

Lydia miraba los intentos de Maz para aprender a saltar a la comba. Se notaba que nunca había tenido una, pero no se daba por vencido, a pesar de que la cuerda se le enredaba continuamente. Aunque había pasado muy malos momentos, seguía siendo un niño encantador y nunca se alteraba por nada.

Adil le explicó que no fue él quien planeó que Lydia se llevara al niño. Discutió con George. Le dijo que era peligroso y que podía no dar resultado.

—Y George te pagó para que te asegurases de que yo no pudiera continuar el viaje y tuviera que quedarme en casa de Jack.

—Esa era la única parte del plan que parecía sensata. Estarías más segura si Jack te acompañaba el resto del viaje. Cabía la posibilidad de que la madre de Maz se atreviera a aparecer por allí, y eso también sería más seguro para ti que un encuentro en la carretera. Confiábamos en que Jack te llevase personalmente a Ipoh. Por otro lado, Bert estaba al corriente del plan y a la búsqueda de la madre de Maznan. —De pronto guardó silencio y levantó una mano—. Lydia, siento no habértelo contado todo —añadió.

Parecía sincero: el arrepentimiento se reflejaba en sus ojos, pero Lydia se encogió de hombros. Cada vez que pensaba que ya no había más secretos, siempre quedaba algo por saber.

—Entonces, ¿el incendio?

—Nos desbarató los planes.

—¿Sabía Jack algo de todo esto?

—No.

Lydia intentó leer en los ojos de Adil.

—¿Dices que no sabías por qué George quería retrasar mi llegada a Ipoh?

—No lo sé.

—¿No tendría él algo que ver con el incendio?

Adil negó con la cabeza.

—Y ¿quién se llevó a Maz de casa de Jack? ¿Fue su madre?

—Con ayuda de sus camaradas y de Lili.

—Yo creía que Maz y su madre estaban juntos, detenidos.

Una vez más, Adil negó con la cabeza.

—Eso era lo previsto, pero… —Se encogió de hombros—. Hasta los mejores planes…

—¡Mira! —interrumpió Maz—. Ya he aprendido.

Se volvieron y comprobaron que, en efecto, ya dominaba la técnica de la comba.

—Eres un niño muy listo —dijo Lydia, y se acercó corriendo a él para cogerlo en brazos. Pero se quedó sin respiración al acordarse de las cancioncillas que cantaba Fleur cuando saltaba a la comba.

Llevaron a Maz y a su prima a tomar un pastel pegajoso. Lydia sonrió al verlo con la boca manchada de mermelada. Pidió otros dos pasteles y, cuando volvió a sentarse, Adil señaló el cielo, cada vez más negro. Tenía un minúsculo resplandor rojo en el centro que no auguraba nada bueno.

—Deberíamos volver enseguida. Se avecina una buena tormenta.

Lydia se inclinó para darle un beso a Maznan.

—Volveré a verte. Te lo prometo.

Cuando se pusieron en marcha, Lydia dijo adiós a los niños con la mano y Maznan hizo lo mismo, hasta que se perdieron de vista.

—¿Por qué haces una promesa sin saber si podrás cumplirla? —preguntó Adil.

De repente cayó una cortina de agua que salpicó de barro las piernas de Lydia. Demasiado confundida para decir nada, echó a correr hacia el coche.

Ya en el coche, habría sido imposible oír lo que decían si es que hubiesen dicho algo. La lluvia hacía tanto ruido que incluso ahogaba los truenos. A pesar de lo mucho que se alegraba de ver a Maz, la confesión de Adil había ensombrecido el reencuentro. Adil se concentró en la carretera, que en algunas zonas desaparecía bajo una capa de fango rojo muy resbaladiza. El aguacero lo borraba todo. No se veían los faros de otros coches que circularan en la misma dirección. Lydia respiró hondo, se pasó el pelo por detrás de las orejas y entrelazó las manos en las rodillas. El viento doblaba los árboles tualang, de seis metros de altura, hasta ponerlos casi en posición horizontal, y en las afueras de la ciudad arrancó los tejados de paja y levantó cabañas de hojalata como si fueran de juguete. No se veía un solo destello de luz en ninguna parte.

La tormenta fue breve pero intensa. El cielo del atardecer, a diferencia de lo normal, cobró un extraño color marrón anaranjado. Lydia fue recobrando poco a poco la perspectiva en mitad de tanta destrucción, y cuando por fin llegaron a casa de Adil, ya se había tranquilizado. La explicación era así de simple: George la había utilizado y Adil, aunque de mala gana, había formado parte del plan. Pero la cuestión era si él de verdad se lo había contado todo.

Adil se puso a hojear el periódico, The Straits Times. Después de dudar unos instantes, lo dobló por la mitad y se lo pasó a Lydia.

—Van a celebrar un homenaje a todas las personas desaparecidas o asesinadas durante la Emergencia —dijo. Y esperó unos momentos para ver cómo reaccionaba Lydia—. ¿Quieres ir? Iré contigo si así te resulta más fácil.

Lydia negó con la cabeza y le devolvió el periódico. No quería ni compasión ni condolencias, por sinceras que fuesen.

Al otro lado de la ventana, las casas y las tiendas cambiaban de color bajo la luz anaranjada, y la mansión china de la acera de enfrente resplandecía intensamente. Un murmullo continuo llegaba de la calle ahora que había parado de llover.

—Háblame de George —dijo Lydia, mientras Adil preparaba un café.

—Los japoneses destruyeron la mayor parte de los periódicos y los archivos del gobierno, pero conseguí hacerme con algunos recortes de prensa antiguos. Antes de la guerra estuvo metido en algo turbio, nada concreto.

—¿No confiabas en George?

—Tenía motivos para no confiar.

—Pero, aun así, trabajabas para él.

—Digamos que tenía sentimientos contradictorios. Los Parrott consiguieron salir justo antes de la invasión japonesa. Se fueron a Australia y se llevaron a Cicely. Todo rastro de sus posibles fechorías se esfumó en el caos que sucedió a la guerra.

—Pero tú seguiste indagando.

—Exacto.

La pausa produjo en Lydia una repentina sensación de agotamiento.

—Oye, ya está bien —dijo él—. No quiero verte así de triste.

Ella negó con la cabeza.

—No estoy triste. Solo que a veces me siento sola. Sin mis hijas, quiero decir.

—Lo comprendo —asintió Adil, y se quedó pensativo—. Quizá nos venga bien distraernos un poco. ¿Por qué no vamos al cine o algo así?

Lydia contuvo el aliento, asaltada por un recuerdo del pasado. De una ocasión en la que Alec y ella salieron con las niñas. Sería agradable salir otra vez, como si lo hiciera por ellas.

—¿Qué tal si vamos al circo chino? —dijo, con un suspiro.

—Lo que tú quieras —contestó Adil.

Se alegraba de salir con Adil. Por un lado, no lo asociaba con su pasado, y además, se sentía atraída por él como una serpiente por la melodía de la flauta de su encantador. Tanto si le había contado toda la verdad como si no, Lydia tenía la sensación de que no podía elegir. Lo que sentía por Adil no era ni la pasión física que había sentido por Jack ni la seguridad que en algún momento le había ofrecido Alec. Aún no sabía cómo llamarlo.

—Me alegro de haberte conocido en una emboscada —dijo, mientras cogía su bolso.

Adil frunció el ceño.

—¿De verdad lo recomendarías? —preguntó.

—No. Lo digo porque a Alec y a Jack los conocí en una fiesta. Y mira lo que pasó.

Adil era exótico e intenso, como Malasia. Lydia se acercó y le puso una mano en el hombro. Notó cómo él tensaba los músculos y aspiró el olor de la lluvia en su pelo. Adil la abrazó, sonriendo, y Lydia se dio cuenta de que cada vez que lo hacía sentía que una puerta se abría un poco más.

—¿No estás enfadada? —preguntó él.

—Ya no.

¿Qué importancia tenían el color o la clase social a estas alturas? Lydia volvió la vista al pasado y observó a la mujer que había sido en otro tiempo. Una mujer preocupada por los vestidos bonitos, las fiestas, las copas en el club de tenis y las partidas de bridge. Y a pesar de sus dudas, todo lo que ahora le interesaba estaba al lado de Adil, pensó, contemplando las sombras que arrojaba la luna llena por un hueco entre las nubes.