32
TENÍA EL ÁNIMO POR LOS SUELOS después de ver a la abuela. Era un día precioso, aunque seguía haciendo frío. Ya estábamos en abril, y la primera persona a la que vi, después de un fin de semana en casa, fue a la hermana Ruth. Me dio la impresión de que estaba merodeando por el vestíbulo y, después de mirar por encima del hombro con aire furtivo, me cogió de un brazo y me hizo salir otra vez al jardín.
—Tengo cierta información —explicó, parpadeando para protegerse del sol y dirigiendo la vista a la tierra agrietada y maltratada por el invierno—. Prométeme que no dirás que yo te lo he contado.
Asentí, perpleja.
Se puso coloradísima.
—Espérame en el jardín después de comer, detrás de los rododendros, al lado del bosque.
Esto me animó. La hermana Ruth era la rectitud personificada. Eso de «espérame en la biblioteca con una vela encendida» no era nada propio de ella, pero a mí me encantaba.
Después de comer, esperé en el sitio acordado, preguntándome a qué venía tanto secreto. Un par de chicas pasaron corriendo, pero no me vieron. Era un buen sitio para reunirse. Los rododendros me ocultaban de los paseantes entrometidos, y hasta había tenido que esquivar a Susan y me sentía un poco mezquina.
Vi llegar a la hermana Ruth, con un gran cesto de mimbre, y juntas echamos a andar por el bosque. No había vuelto por allí desde la noche en que me escapé. De día parecía inocente, sombrío, aunque con zonas de luz donde el sol se filtraba entre los árboles.
—¿A qué viene tanto secreto? Y ¿para qué es el cesto?
—Ya te lo contaré. El cesto es una artimaña. He pensado que así parecería que tengo un propósito.
La miré, con una sonrisa.
—¿Qué tal has pasado el fin de semana en casa? —preguntó, mirando por encima del hombro.
—Bien.
—Emma. ¿Qué sabes de tu madre? Se llama Lydia, ¿verdad?
Hice una mueca.
—Es una pregunta un poco rara.
—Me refiero a dónde nació.
Aplasté con los zapatos las hojas muertas y la gravilla del suelo.
—No mucho. Nació en un convento y la criaron las monjas.
—¿Nunca habla de su madre?
—No, solo hablaba de una de las hermanas.
—¿De la hermana Patricia?
Me quedé pensativa unos momentos.
—Podría ser.
Me cogió de un brazo y de nuevo dirigió la vista hacia el colegio.
—Escúchame, Emma. En el retiro de Semana Santa he conocido a alguien que conocía a la hermana Patricia. Se llama Brenda, y estuvo cinco años en el mismo convento que la hermana Patricia. En el de St. Joseph. Por desgracia, la hermana Patricia ha muerto.
—¿Cómo sabe que era la misma hermana Patricia?
—Me contó que, antes de morir, la hermana Patricia le abrió su corazón y le habló de una niñita a la que llamaron Lydia. Por lo visto ella estaba presente cuando nació la niña.
La hermana Ruth ladeó la cabeza y asintió, para animarme. La voz de mi madre resonó en mis oídos, como si estuviera hablando solamente conmigo. Abrumada por lo mucho que la echaba de menos, sentí frío, a pesar del sol.
Intenté sobreponerme.
—Pero ¿quién era la mujer que dio a luz? ¿Murió?
La hermana Ruth negó con la cabeza.
—Brenda solo consiguió sacarle a la hermana Patricia el nombre de pila de la mujer, pero, por lo que dijo, creo que no ha muerto.
—¿Entonces?
Volvió a sonreír y me estrujó la mano.
—La hermana Patricia le dio a Brenda un retrato. Una miniatura de la joven que dio a luz. Me pareció que deberías tenerlo, aunque legalmente tendría que dárselo a la directora para que ella se lo entregue a tu padre.
Miré al fondo del bosque, donde una hilera de lirios silvestres cobró vida en un rayo de sol.
Ruth entornó los ojos para mirarme.
—Vamos a sentarnos en el banco.
Buscó entre los pliegues de su hábito y sacó un retrato pequeño.
—La hermana Patricia lo conservó todos estos años. Mira, en la esquina de abajo, a la derecha, hay unas iniciales.
El pelo era más claro, casi rubio cobrizo, pero me dio un vuelco el corazón al ver los ojos de mi madre. Exactamente del mismo color avellana, con motas azules y verdes, y las cejas arqueadas, una ligeramente más alta que la otra; la misma cara ovalada y la misma boca grande. Puede parecer extraño, pero lo cierto es que el retrato despertó en mi memoria el olor de mamá. De su piel y de su pelo. La vi en nuestro jardín, envuelta en una nube de mariposas grandes como pájaros, y también recordé el olor del tabaco de pipa de mi padre, que estaba sentado, leyendo The Straits Times.
—La madre de Lydia le rogó a la hermana Patricia que cuidara del retrato y que no se lo diera a tu madre hasta que hubiera cumplido dieciocho años. Bueno, tu madre se escapó cuando tenía diecisiete, y la hermana Patricia nunca más volvió a verla.
Resoplé.
—Eso es absurdo. ¿No intentó buscarla?
La hermana Ruth negó con la cabeza.
—Ella quería, pero la madre superiora pensó que era mejor dejar las cosas como estaban.
—Pues yo creo que deberían haber buscado a mi madre. O al menos haberlo intentado.
—Puede que ella entonces pensara que estaba bien. Miré a otro lado. Los lirios estaban ahora en sombra y, a pesar de lo bien que había empezado el día, una hilera de nubes grises comenzaba a desplegarse por el cielo. Agaché la cabeza y clavé la punta del zapato en el barro que rodeaba el banco, trazando líneas en zigzag.
—¿Cuál era la fecha de nacimiento?
—El 6 de agosto de 1924.
Se me cortó la respiración.
—El 6 de agosto es el cumpleaños de mi madre. Y nació en 1924.
La hermana Ruth me acarició la mejilla.
—¿Cómo se llamaba esa mujer?
—Eso es lo mejor —contestó la hermana Ruth con una sonrisa—. Se llamaba Emma, pero Brenda no sabe el apellido.
¿De verdad estaba hablando de la madre de mi madre? De la mujer a la que mi madre no había llegado a conocer. Repasé el relato. Una monja que se llamaba Patricia, una niña que se llamaba Lydia, nacida el mismo día que mi madre, y una mujer que se llamaba Emma. Mamá siempre decía que yo me llamaba como su madre. Estaba casi segura de que el retrato que tenía en la mano era el de mi abuela. La abuela de quien, hasta aquel momento, no sabía absolutamente nada.
Todo el mundo creía que mi madre estaba muerta, pero yo no, y me entraron unas ganas enormes de que mamá viera el retrato de aquella mujer que quizá fuera su madre, tal como yo esperaba. No quería volver a clase, con aquel retrato burbujeando en mi cabeza. Sin embargo, sonó el timbre y no tuve más remedio.
—Gracias, hermana Ruth —dije, dándole un beso en la mejilla. Y crucé el jardín corriendo para entrar en el colegio.
En el dormitorio, antes de ir a clase, volví a mirar el retrato. Aquella mujer se parecía muchísimo a mamá. Recé para que mi madre siguiese viva y, mientras lo hacía, saboreé la fragancia de las flores de hibisco, oí el toc-toc del chotacabras y el zumbido de las abejas de la miel. Sobre todo, oí el silbido de las culebras al deslizarse entre las hierbas altas por detrás de nuestra casa.
Todo el mundo decía que Malasia era un sitio peligroso, pero no era el peligro lo que yo recordaba.
Yo recordaba lo bonitas que eran las puestas de sol, cuando el cielo brillaba como el oro y la selva aguardaba detrás de las montañas oscuras. Estábamos allí cuando tuvimos el accidente y mamá perdió uno de sus pendientes de lagartijas con los ojos de esmeraldas. Me acordaba porque ocurrió cuando volvíamos a casa, después de una boda. El día anterior, papá y mamá se habían peleado y había muy mal ambiente.
Y después nos vinimos a Inglaterra.
Hice repaso de cómo estaba siendo el día. Había empezado con el ánimo por los suelos, y ahora mi corazón estaba rebosante de esperanza. Con suerte, si mi abuela aún vivía, conseguiría encontrarla. ¿Quién iba a imaginárselo? Miré el retrato por última vez y me fijé en las iniciales: C. L. P., pintadas en negro. El primer paso sería averiguar quién era el artista.