29
UN INTENSO OLOR A METAL Y a sudor impregnaba el ambiente en la estación y el ruido de la multitud, los trenes y los vendedores era agobiante. Sin embargo, Lydia tenía la sensación de que sus tensiones se diluían y después de varios intentos por fin encontró una cabina de teléfono. Marcó el número de Cicely, respiró hondo cuando su amiga contestó y trató de poner una voz neutra. Por un momento, al oír la voz de Cicely, indiferente y fría, estuvo a punto de desmoronarse, pero apretó el auricular contra la mejilla y respiró una vez más.
—No tengo adónde ir —dijo.
Cicely tomó aire.
—Entonces es verdad. ¿Dónde estás?
—Aquí. En la estación.
—No te muevas de ahí.
Lydia se secó el sudor de la frente y dio gracias de que Jack hubiera tenido la extraña premonición de enseñarle el dinero escondido debajo de la tarima. Necesitaba encontrar un trabajo, pero tenía lo suficiente para mantenerse a flote unos meses, y al menos había logrado llegar al sur de una pieza. Esta vez el viaje había transcurrido sin emboscadas, descarrilamientos o maniobras de distracción, con una normalidad sorprendente. Hasta el punto de que había tenido que pellizcarse para recordar que Jack y las niñas ya no estaban y que no volvía a casa con Alec.
Estaba tomando un granizado de limón cuando llegó Cicely, impecablemente vestida, y rozó con labios fríos la mejilla de Lydia.
—Puedes contarme todo en el camino.
Cicely abrió la puerta de su casa de la ciudad y dirigió una mirada alrededor. Era una casa maravillosa, situada en una zona adinerada de la ciudad, que antiguamente había pertenecido a un mercader.
—Estupendo. No hay señales de Ralph. Los hombres nunca se enteran de lo que pasa. Cariño, estás hecha una pena. Creo que te vendrá bien darte un baño y comer algo.
—Yo siempre había creído que los hombres eran quienes sabían lo que pasa —dijo Lydia.
Cicely se rio y señaló a Lydia con un dedo.
—Tienes mucho que aprender, niña.
Cruzaron el vestíbulo en calma.
Cicely se acercó a Lydia y la cogió de la mano.
—Cielo, ya sabes lo mucho que siento lo de Emma y Fleur. Y ahora también Jack. Ha tenido que ser espantoso, pero al menos ha muerto igual que vivió.
A Lydia se le revolvió el estómago.
—Alguien le tendió una trampa en la carretera.
—¿Tienes idea de quién fue? —preguntó Cicely.
Una imagen de Lili pasó fugazmente por la cabeza de Lydia, pero se encogió de hombros.
—También ha desaparecido un niño al que estaba cuidando —dijo—. Tengo que averiguar si se encuentra bien. —Se apoyó en la pared—. Quizá debería empezar por Harriet Parrott. Lo digo por los contactos de George. ¿Me ayudarás?
—Voy a llamarla. Le diré que pasarás por allí mañana a las doce en punto. Puedes quedarte conmigo todo el tiempo que haga falta. ¿De acuerdo? —concluyó Cicely, con una amplia sonrisa—. Para eso están las amigas.
Lydia la siguió hasta una exquisita suite de invitados en la planta de arriba.
—¿Es del gusto de la señora? —preguntó Cicely—. No tendrás que bajar si no quieres. Pediré que te traigan la comida.
Cuando se quedó a solas, Lydia soltó la bolsa de viaje y contempló por la ventana, a lo lejos, el estrecho de Malaca. La lluvia emborronaba la escena y mezclaba los colores con tenues tonalidades azules y lilas. Relajó los hombros y solamente entonces se dio cuenta de lo tensa que estaba. El dormitorio daba a un patio ajardinado, a un jardín acuático con lirios gigantescos y una fuente. Lydia se paseó por la suite, decorada en tonos dorados y rosa pálido. No podía ser más distinta de la casa de Jack. Constaba de dormitorio, cuarto de baño y sala de estar. Y eso era justo lo que necesitaba en aquel momento: un refugio.
Empezaba a aprender, cuando los recuerdos del asesinato de Jack amenazaban con derrotarla, a posar la palma de la mano a la altura del corazón y respirar hondo. Esto la tranquilizaba, y poco a poco el pulso se volvía más lento y el pánico se diluía. También, para no morirse por dentro, y a pesar de que no podía aguantar el llanto, se acordaba de los buenos momentos y del amor que habían compartido. Hacía cualquier cosa por ahuyentar la imagen de Jack muerto y tendido en el asfalto. Pensar en eso acabaría con ella.
Se despertó con la luz de un cielo inmenso y claro, que no revelaba ningún indicio de tormenta. Esos eran los días que a ella le gustaban.
Le impresionó el espejo del cuarto de baño, llamativo y bien iluminado, esmaltado con lirios enroscados en las esquinas y con esbeltas palmeras a los lados. «Indio», pensó. Hundió los hombros al verse reflejada de cuerpo entero, flaca, con los ojos hinchados y enrojecidos y la piel llena de manchas. Al recordar el renacer de su esperanza para el futuro —su falda bonita, los labios pintados— momentos antes de que mataran a Jack, parpadeó y tiró a la basura su preciado frasco de Shalimar. Aquella fragancia se había vuelto demasiado dolorosa. Se lavó la cara con agua fría y se peinó el pelo húmedo con los dedos. Oyó un taconeo en el pasillo, y Cicely entró en la suite, cargada con una bandeja de ébano e incrustaciones de plata, dejando a su paso una estela de aroma a Chanel N.º 5.
Lydia salió del baño completamente desnuda y con los brazos abiertos.
—Mírame. ¡Mira!
—Estás horrenda. Ya lo sé —se rio Cicely—. Pero eso tiene fácil arreglo. Te he pedido cita. A las ocho vamos a la peluquería y después de compras, pero antes tenemos que trazar un plan. —Se acomodó en un sofá de cretona rosa claro, debajo de la ventana, y dio unas palmaditas al asiento de al lado.
—Estaba pensando en Jack —dijo Lydia.
Cicely hizo una mueca.
—Lo sé, cariño. Ha sido una mala suerte asquerosa. —Señaló al otro lado de la habitación—: Puedes ponerte esa bata de ahí.
Lydia fue a ponérsela. De seda, naturalmente.
—¿Sabes que me pidió que nos casáramos? —dijo. Y se le cerró la garganta, como si fuera a ahogarse con aquellas lágrimas siempre tan cerca.
Sin inmutarse por nada, vestida con un traje azul hielo y luciendo con ostentación un collar que parecía de esmeraldas, Cicely negó con la cabeza.
—Cariño, ahora tienes que olvidarte de Jack.
Lydia suspiró, notando el sudor en lo alto de la frente.
—Eso es muy fácil decirlo.
—Lo mejor es pensar en otras cosas, hacer planes. No dejarse arrastrar por la desesperación.
Hubo un silencio.
—¿Cuál es tu secreto? —dijo Lydia para cambiar de tema—. No parece que este clima te afecte.
—El agua. Me ducho muchísimo —se rio Cicely.
—Yo nunca conseguiré acostumbrarme a este calor, con agua o sin agua.
Pensó en la poza del río. En los buenos ratos que había pasado allí con Jack y Maz. En el delicioso contraste del agua fresca con el calor abrasador del día, y se dijo que era una manera genial de combatir el calor. De pronto se acordó del hombre al que había conocido en el tren. Adil. Recordó el viaje que hicieron juntos, hacía ya tanto tiempo. Sintió calor en las mejillas. Eso había sido antes de que todo se torciera por completo. Antes de la muerte de Emma y de Fleur. De la de Jack.
—¿En qué piensas? —preguntó Cicely.
Lydia no sabía por qué, pero no quería compartir con Cicely sus pensamientos más íntimos.
—En nada importante —dijo—. Me estaba acordando de algunas cosas. Conocí a otra persona que nunca se altera por nada. Como tú.
—¿Quién? Yo creía que era la reina del hielo en Malasia.
—Un hombre, no una mujer. Se llamaba Adil. Lo conocí cuando iba al norte. Al principio no sabía qué pensar de él.
Cicely hizo un gesto impreciso y fugaz.
—El rey del hielo, entonces —señaló.
—Le salvó la vida a una mujer. En el tren. No se me olvidará nunca.
Cicely acarició sus esmeraldas.
—Parece un tipo decente. De aquí, supongo. Con ese nombre.
Lydia asintió.
—La mujer estaba a punto de saltar del tren y él se lo impidió. Se portó muy bien conmigo. Sin tener por qué. Por pura amabilidad.
—¿Por qué iba al norte?
—Tenía algún asunto que resolver, según dijo…
—¿Te gusta? —interrumpió Cicely, acariciando el collar de esmeraldas—. ¿Verdad que es una maravilla? Me lo regaló Ralph anoche. Se siente culpable.
—¿Te es infiel?
Cicely se encogió de hombros.
—Continuamente. Con chicas chinas.
Lydia se acordó de la relación que Jack tenía con Lili.
—¿Más de una vez? —preguntó.
—¿Me estás llamando mentirosa, cariño?
Lydia negó con la cabeza.
—¿Cómo lo consientes?
—No te tomes las cosas tan en serio, cielo. Eso pasa a todas horas y yo le pago con la misma moneda.
Lydia se acordó de los cotilleos de Alec, de su expresión de desprecio al referirse a las hazañas de alcoba de Cicely.
—Al menos a Ralph le gustan las chicas. No como a otros de los que están en las alturas. No digas nada, pero me da mucha lástima de Harriet.
Lydia se quedó boquiabierta.
—Vamos, Lyddy. En este puñetero país todo está en venta. Sobre todo ahora que estamos a punto de retirarnos.
—¿Es el fin de una era?
—Más bien es el fin de un imperio, cariño —dijo Cicely, poniendo los ojos en blanco y soltando una carcajada.
Lydia observó los pómulos cincelados de su amiga, sus labios pintados, su pelo rubio y lacio. ¿Es que no era sensible a nada?
—Alec puede haber sido muchas cosas, pero al menos no era como Ralph y George —dijo.
—Alec no era un santo —contestó Cicely, sacudiéndose una pelusilla de la falda y mirando a Lydia con gesto divertido.
Lydia volvió a quedarse boquiabierta.
—¿Me estás diciendo que lo intentó?
Cicely asintió.
—¿Contigo? —dijo Lydia.
—¿Con quién si no? —resopló Cicely.
Lydia trató de reírse y de restarle importancia, pero la confesión la había pillado desprevenida y se levantó, abrió las puertas vidrieras y salió al balcón de hierro forjado. Una oleada de ruido subió de la calle: timbres de bicicleta, el rugido del tráfico y un sinfín de voces. Chinas, malayas, indias.
—Eres una romántica sin remedio, Lydia Cartwright. Bueno, ¿qué tenemos que hacer? Esa es la gran pregunta. ¿Tienes una foto del niño?
Lydia negó con la cabeza.
—Vamos, cierra la ventana y ven aquí. Tenemos que trazar un plan de campaña. Voy a llamar a Harriet ahora mismo. Y recuerda, guapa, si necesitas dinero no tienes más que pedirlo.
Lydia asintió.
—Gracias. Más adelante tendré que buscar trabajo, pero de momento tengo suficiente para ir tirando.
Vio que Cicely la miraba fijamente.
—No sabía que… Lo de Alec.
Sin embargo, al margen de lo que dijese Cicely, Lydia pensó que era el sentimiento de culpa lo que la empujaba a ofrecerle dinero, y le sorprendió mucho no haber sospechado nada jamás.