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ESQUIVÉ A LA PROFESORA QUE nos vigilaba mientras hacíamos los deberes y me quedé mirando mi expediente. Era una carpeta de color sepia, muy gorda, y casi no me atrevía a abrirla. La gente entrometida descubre cosas que en realidad preferiría no saber. Eso decía siempre la abuela. De todos modos, era probable que los servicios sociales corrieran con mis gastos de escolarización, cosa que no sería una sorpresa. Pero entonces me vino una idea a la cabeza. ¿Y si fuera Veronica? La puerta se abrió bruscamente.

Susan entró en la sala sonriendo de oreja a oreja.

—¿Cómo has salido?

—Salté por la ventana.

—¡Caramba! —exclamó, dándome un codazo—. ¿Todavía no lo has abierto?

Negué con la cabeza.

—Déjame a mí —dijo, con una sonrisa.

Le di la carpeta y me quedé mirando mientras la abría, ojeaba rápidamente la primera página, seguía adelante, leyendo por encima, se paraba y se le borraba la sonrisa. Se tapó la boca con una mano.

—¿Qué pasa? —pregunté.

Sin decir palabra, cerró el expediente y me lo devolvió.

En la primera página figuraba mi nombre, dirección, edad y otros datos de mis padres. La siguiente página me sorprendió. Miré a Susan y seguí pasando una página detrás de otra. Notas de las profesoras. Copias de cartas enviadas a mi padre en las que se le informaba de mi progreso académico y se daba cuenta de algunos incidentes de desobediencia sin importancia. Decían que, si bien mi actitud aún podía mejorar un poco, en general mi comportamiento era bueno y ya podía volver a casa. El colegio ya no podía hacer nada más por mí. Pensaban que avanzaría más y mejor en el entorno familiar.

—Pero él dijo que ellas creían que no aún no estaba preparada —balbuceé.

—Eso es una mezquindad —resopló Susan.

Pasé otra página y encontré una carta de mi padre en la que explicaba que mi madre había desaparecido y rogaba que no me lo contaran. Ya decidiría él cuándo llegaba el momento de comunicármelo. Mejor que mientras tanto siguiera en el internado, por mi estabilidad.

Me quedé atónita.

—Si no lo hubiera oído por casualidad, ¿me lo habría dicho él?

Susan me acarició la espalda.

—Mi padre quiere espacio para estar con Veronica. Por eso prefiere que me quede aquí.

Me horrorizaba pensarlo, y me levanté para apretar la mejilla contra la pared del dormitorio y sentir su frescor.

—Y quiere mandar a la abuela a una residencia —dije.

La idea de que la abuela se fuera de la casa en la que había vivido tantos años era muy triste. Además, ella no estaba tan mal. Me vino a la cabeza una imagen de Veronica, radiante de felicidad. Quizá estuviera detrás de todo, dándole a mi padre el dinero para pagar el internado y al mismo tiempo animándolo a librarse de la abuela.

—Mi padre quiere espacio —repetí.

—¿Qué?

Torcí la boca. Había hablado en voz baja, casi para mis adentros, olvidándome de Susan.

—Él solo quiere a Veronica y a Fleur. Está intentando librarse de todos los demás —dije.

—¿De verdad crees eso?

—No lo sé.

—¿Has visto algún recibo?

—Todavía no.

Estaba desconcertada. Si la abuela tenía razón, mi padre no podía pagar el colegio. Y si lo estaban pagando los servicios sociales, no soltarían un céntimo más de lo necesario.

Susan tenía curiosidad.

—Vamos, Em. A ver qué más hay —cogió la carpeta y pasó unas cuantas hojas más, hasta que se detuvo en las últimas.

—¿Qué pasa?

Me puso la carpeta en las manos y le tembló la voz.

—Emma, todas son de un abogado.

Vi una serie de cartas grapadas a los recibidos. Todas decían lo mismo, palabra por palabra.

Adjunto enviamos cheque correspondiente a los gastos de escolarización de la señorita Emma Cartwright, en nombre de nuestro cliente. Todas las enviaba un tal N. Johnson, del despacho de Johnson, Price y Cía., en Kidderminster.

—No lo entiendo. ¿Quién es el cliente?

—No lo dice.

—¿Y si escribo al abogado?

—No te lo dirán. Si el nombre no figura ahí es porque será confidencial.

Nos sentamos en la cama, en los pocos momentos de silencio que quedaban antes de que se abrieran las puertas en la otra punta del dormitorio y empezasen a entrar las demás chicas. Al verlas llegar, Susan se plantó delante de mí, con las piernas separadas.

—¿Qué os ha pasado a vosotras dos? —preguntó una de ellas. Las demás hicieron algún comentario jocoso, pero Rebecca lanzó un bufido de fastidio y nos soltó:

—Sois unas arpías. ¿Cómo habéis conseguido subir antes que nadie? Vosotras dos estáis tramando algo, ¿eh?

Noté que me ponía colorada, me alegré de haber escondido la carpeta debajo de la colcha y confié en que nadie me hubiera visto.