13

LA VENTANA TENÍA TRES PAÑOS era de cristal emplomado que formaba figuras de rombos. Al ver el cielo de verano, sonrosado por el sol, me entró nostalgia de casa. Aún me acordaba del olor a tierra de aquel rincón, debajo de la casa de Malaca, donde me escondía para espiar. Siempre que salía de allí, arrastrándome, con la ropa y el pelo sucios, mi hermana me olisqueaba, levantaba la nariz y decía: «Puaj. Apestas». Ella nunca se metía ahí debajo. Y mamá me decía: «Vamos a ver, Emma. ¿Qué te he dicho? Te van a matar a picotazos».

Me moría por ver los ojos de mi madre, con aquellas pintitas de colores. La imaginaba recogiéndose el pelo y riéndose cuando todo se desmoronaba. Pero ¿seguiría riéndose, sin nosotras? ¿Sin mí? Cada vez me costaba más verla en mis sueños. Cuando aparecía, me ahogaba de tanto oler su perfume y tanto quererla.

Llevábamos seis meses en Inglaterra, pero los recuerdos de Malasia no me abandonaban. Echaba de menos a los animales y las enredaderas que se enroscaban en los troncos de los árboles que había al fondo del jardín y nos seguían hasta la ciudad. Si tenías la mala suerte de que una se te pegara al pelo, podía acabar enrollándose alrededor del cuello y arrastrándote por debajo de la maleza. En los árboles de Worcestershire no había enredaderas, pero yo las buscaba por si acaso.

Era temprano y, mientras mi hermana aún dormía, la abuela y yo nos pusimos a trabajar con la casa de muñecas que estábamos haciendo para regalársela a Fleur cuando cumpliera nueve años. Ella esperaba un juego de té de plástico, así que teníamos que hacerlo a escondidas. El abuelo se ocupó de clavar las maderas mientras estábamos en el colegio, y la abuela y yo la pintamos y decoramos en el dormitorio de la abuela, para que Fleur no nos viese. Ya habíamos empapelado las paredes con restos de papel pintado naranja y habíamos pegado trocitos de linóleo marrón en el suelo. Yo estaba cosiendo una de las muñecas. La abuela, con su delantal y en zapatillas, estaba haciendo una mesa y unas sillas con cajas de cerillas. Ya había terminado la mesa y estaba empezando con las sillas cuando llamaron a la puerta.

—¿Estás ahí? —Era papá.

Refunfuñé.

Volvió a llamar.

—Veronica y su hermano vienen a comer. Estarán aquí a las once. Dentro de dos horas. Espero que estés en casa, Emma. Todo el tiempo. A ver si sigues el ejemplo de tu hermana. ¿Entendido?

A diferencia de mí, Fleur se sentaba en las rodillas de papá, siempre tan cariñosa y con sus hoyuelos en las mejillas, y él se derretía y no paraba de sonreír. De un tiempo a esta parte se estaba volviendo menos mimosa y cada vez se parecía más a él: tenía los mismos ojos azules y fríos y el mismo pelo obediente. Oí el tictac del reloj en la repisa de la chimenea. Podía no contestar, fingir que no estaba. Pero él entraría y me vería. La abuela me dio un codazo.

—Sí, papi —dije, intentando aparentar que sonreía.

Veronica no estaba mal. Cuando su marido cayó enfermo, el señor Oliver fue a ayudarla a Malasia, donde tenían un colegio especial. Y después, cuando su marido murió, fue tan bueno, según mi padre, que acompañó a su hermana a Inglaterra. Veronica estaba un poco triste, cosa que yo comprendía, pero mi padre sonreía más cuando ella venía a vernos.

La abuela tenía tarea en la cocina, así que escondimos la casa de muñecas en el ropero y yo me preparé para escaparme e ir a ver a Billy.

Fleur se levantó justo cuando yo estaba terminando de ponerme la última capa de ropa y apareció en la puerta, con las manos en jarras. Le encantaban las muñecas, así que tuve que esconder la que había estado cosiendo debajo de la almohada al ver que Fleur se acercaba a mi cama. Dijo que sabía que estaba tramando algo y que si no se lo contaba se chivaría. Me enfadé tanto que casi se lo cuento, de la rabia que me dio. Pero Fleur era pequeña, y eso sería muy mezquino por mi parte. Además, pronto iba a necesitar gafas, así que me di unos toquecitos en la nariz y le dije que se metiera en sus asuntos. Hizo unos cuantos pucheros, pero al ver que yo no cambiaba de opinión, se encogió de hombros de una forma muy graciosa, como una persona mayor.

—¿No irás a salir? —preguntó.

—Solo un rato. No se lo digas a nadie, ¿vale?

Fleur ladeó la cabeza y me miró con los ojos entrecerrados.

Billy y yo teníamos una cosa en común: a los dos nos encantaba utilizar la imaginación. Llevábamos cerca de un mes buscando nuevas maneras de vivir, y eso hacíamos todos los domingos en el granero. Él nunca llegaba antes de las diez, pero ese día ya estaba allí cuando yo empecé a subir por la escalerilla.

—Qué bien —dijo, enseñando los dientes al sonreír—. No sabía si vendrías. ¿Puedes quedarte toda la mañana?

—Tengo que volver a las once —refunfuñé.

Billy era un bromista, además de malo, como yo. Chocamos las manos y dijimos en voz alta: «Malo como yooo». Después nos reímos. Me tocaba a mí dar con la respuesta a un problema que nos salvaría la vida. Si no se me ocurría nada, tenía que quitarme una prenda de ropa. Para asegurarme de no meterme en líos, me había puesto un chaleco, una camiseta de algodón de manga larga, un vestido, una rebeca, unos pantalones cortos, unas medias y una falda. Todo debajo del abrigo de invierno. Estábamos en agosto y me estaba asfixiando.

Él llevaba poca ropa. Estaba de pie, con las piernas flacas asomando por debajo de los calzoncillos, y un jersey lleno de agujeros que había heredado de su hermano y no le cubría el pecho del todo. Pensé que no era justo, así que le di mi abrigo. La familia de Billy era muy pobre, principalmente porque su padre bebía. Eso decía mi abuelo. Tenían una casita en las afueras del pueblo. A veces Billy olía un poco a pis, aunque él aseguraba que se había lavado. Pues no te has lavado bien, le decía yo, olisqueando el aire.

Empezamos a imaginar y al momento perdí la noción del tiempo.

—¿Y si viéramos a través del sonido en vez de a través de la luz? —dijo él, acariciándose un supuesto bigote, levantando la barbilla y haciendo una mueca extraña con la boca, como un profesor chiflado.

Me reí.

—¿Quieres decir como murciélagos?

—¡Sí! Ciegos como murciélagos.

Cuando me acordé de que tenía que irme, estábamos tumbados en el heno, en ropa interior, dándonos manotazos el uno al otro para entrar en calor.

—¿Qué hora es? —grité.

—No sé.

Miré el reloj. ¡No! Las doce y media. En casa comíamos siempre a la una menos cuarto en punto. ¿Cómo había podido olvidarme otra vez?

Me levanté de un salto y empecé a ponerme la ropa apresuradamente mientras él me miraba de arriba abajo.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Tienes paja en el pelo.

Di un paso atrás, me pasé los dedos por el pelo, bajé por la escalerilla, me enganché con los cordones de los zapatos, que no me había atado, aterricé en el suelo y llegué a casa sucia. Entré por la puerta de atrás, con la esperanza de que no me vieran. Podía decir que estaba haciendo algo en el jardín. Papá, la abuela y Veronica estaban en la cocina junto a la mesa ya puesta con un hule de cuadros nuevo. Veronica estaba muy guapa, llevaba los labios pintados de rosa y un vestido de algodón de falda larga que crujió al darse media vuelta. Mi padre parecía un palo, con los labios apretados y la piel de un tono gris amarillento ahora que había perdido el bronceado de Malasia.

La abuela se arregló el pelo, puso una gran sonrisa y le salieron arrugas alrededor de los ojos.

—Vaya, ya ha llegado la deshollinadora —dijo.

Yo miré el suelo de linóleo marrón.

—¿Qué te dije, Emma? —preguntó mi padre.

Me arriesgué a mirarlo a la cara. Hubiera sido mejor que me callara, pero no pude aguantarme. «No pares de hablar —pensé—, hazles reír».

—Me he entretenido enseñándole a Billy cosas de monos. Quería saber qué les gustaba comer. Le dije que pierna de cordero. No se lo creía, pero es verdad, ¿a que sí? Mamá me contó que una vez dejó una pierna de cordero en la encimera y la mordisquearon. Eso significa que les gusta.

Sorprendí a la abuela sonriendo y tapándose la boca con una mano, pero al ver cómo tensaba mi padre la mandíbula, comprendí que estaba empeorando las cosas.

—Ya está bien, Emma —dijo con severidad. Y vi cómo se le movía la nuez, arriba y abajo.

—No te alteres, hijo —terció la abuela—. No lo ha dicho con mala intención. Solo es un poco pillina. No ha hecho nada malo.

Veronica sonrió y me dijo hola.

Le di la espalda, sin decir nada. La abuela empezó a quitarme pajitas del pelo.

—Bueno, ha llegado a tiempo para comer —dijo—. Aunque no entiendo por qué te has puesto tanta ropa. Más vale que te la quites y te laves bien las manos y la cara, pichón.

Me imaginé cómo me estaban mirando la cabeza. De momento no había señales del hermano de Veronica. Eso me tranquilizó, pero entonces el abuelo vino de la sala de estar y vi que el señor Oliver lo seguía.

Después de comer, papá dejó a los abuelos en la consulta del médico y fue a dar una vuelta en el coche con Veronica y Fleur. El abuelo tenía palpitaciones y únicamente en esos casos la abuela conseguía convencerlo para ir al médico. El médico estaba de guardia todos los días, y habría podido venir a casa a ver al abuelo, pero la abuela se empeñó en que le sentaría bien tomar el aire. A mí me mandaron a mi habitación, castigada, por llegar tarde y por ser grosera con Veronica. La verdad es que sabía por qué había sido grosera con ella. Quería pedirle disculpas, pero no me salían las palabras. La única que al final salía perdiendo era yo. Eso diría mi madre.

—Pero ¿quién va a cuidar de Emma? —preguntó la abuela.

—Ah, eso no es problema —dijo el señor Oliver, haciéndome un guiño.

Se me disparó el corazón. Me entraron ganas de gritar: «¡No me dejéis con él!». Pero ya podía decir lo que fuera, que ellos pensarían que me lo estaba inventando. Subí a mi cuarto, abrí la ventana sin hacer ruido y pensé si podía saltar. Los demás seguían hablando en la puerta.

—No sé qué le pasa —oí que decía mi padre—. Siempre ha sido una niña difícil, pero ahora está peor que nunca. La culpa la tiene su madre, por dejarla corretear por ahí como una salvaje.

Me imaginé a mi padre lanzando las manos al aire, poniendo los ojos en blanco y moviendo la cabeza con gesto preocupado mientras miraba a Veronica sonriente, como dando a entender que se sentía indefenso.

Y oí que Veronica contestaba:

—No seas tan duro con ella. Echa de menos a su madre. —Y eso hizo que me sintiera el doble de mal por haberle dado la espalda.

Cerré los ojos con fuerza y pensé en Malasia, en las zonas más recónditas, donde no había estado nunca, y las imaginé a media noche, al despertar de un sueño.

Nuestro jardinero nos decía que tuviéramos cuidado con la atracción del atardecer, porque era entonces cuando los demonios salían a jugar entre las sombras de las hierbas altas. Engatusaban a los niños con dulces de coco y algodón de azúcar, pero solo aparecían cuando alguien se había perdido. Por eso había que tener cuidado de no perderse, y si uno se alejaba demasiado cuando intentaba encontrar el camino, los demonios lo tentaban con limas dulces y árboles de azúcar. Y al que los siguiera, aunque fuera una sola vez, nadie volvía a verlo.

De todos modos, yo me sentía más segura allí que en Worcestershire si me dejaban sola en una casa con el señor Oliver.