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ME TUMBÉ EN LA CAMA Y TRATÉ de leer, con la esperanza de que el señor Oliver se quedara dormido y no se moviera hasta que los demás hubieran vuelto. Ya había leído Heidi y Un caballo llamado Furia. Era hora de leer La isla del tesoro, uno de los pocos libros que había en casa. Me impresionó cuando la abuela dijo que habían tenido que entregar todos los libros durante la guerra. Necesitaban el papel para las cartillas de racionamiento. Papá nos prometió que nos compraría tebeos por correo. Yo le había pedido Eagle, pero dijo que eso era para niños, y lo que apareció en la puerta fue Girl.

Un aburrimiento.

De todos modos, había ocurrido algo muy emocionante. El viernes llegó un sobre para papá, con matasellos de Malasia, y lo dejaron en la mesita del vestíbulo. Pensé que seguramente mamá había vuelto a casa y había leído mi carta, y sentí mucho que no me hubiera escrito a mí también. Papá no estaba en casa y yo me pasé el día yendo al vestíbulo, cogiendo la carta, llevándomela a los labios, convencida de que era de mamá y que en ella nos anunciaba cuándo vendría. Como el sobre estaba escrito a máquina, no podía descifrar nada por la caligrafía. Pero ¿quién más podía escribir a papá? Quería saberlo, pero había vuelto a meterme en líos y no era un buen momento para preguntárselo a él.

En la luz pálida del verano inglés sentía nostalgia de cuando jugaba al calor del sol de Malasia hasta que se hacía de noche y el sol se sumergía en el mar. Echaba muchísimo de menos a mi madre y estaba muy ilusionada pensando en todos los sitios a los que iríamos. El granero, y el callejón que había detrás de la iglesia, donde vivían los gatos. El largo paseo alrededor del pueblo.

Procuraba no pensar en el señor Oliver, y estuve siglos contando las rosas deslucidas de la moqueta y las rayas del papel pintado de las paredes. Con los restos de una y otra cosa habíamos decorado la casa de muñecas que estábamos haciendo para Fleur. La abuela incluso había hecho unas flores artificiales y un arbolito, para coserlos a la entrada.

Miré por la ventana el campo salpicado de vacas negras y blancas y la larga línea de árboles oscuros justo al final. Se me ocurrió refugiarme allí mientras el sol iluminaba el jardín y los tejados del pueblo se volvían de color plata. Podría espiar desde mi escondite hasta que viese llegar el coche.

Pero a pesar de que era verano, el sol se ocultó y el día se volvió lluvioso y gris. Tenía hambre. Casi no había comido, y habría dado cualquier cosa por un sándwich de jamón. Había rosquillas y merengues cubiertos de chocolate para merendar, y la abuela había hecho un bizcocho de frutas, pero no me atrevía a bajar de puntillas. Si el señor Oliver estaba dormido, no quería arriesgarme a despertarlo. Otra vez miré por la ventana, pensando que quizá volvieran antes de lo previsto, pero no vi nada más que el puesto ambulante de pescado con patatas fritas, con su cartel de «Comida sobre ruedas» impreso en un costado de la furgoneta.

Saqué mi cuaderno, me senté en el suelo con las piernas cruzadas y me obligué a concentrarme en mi último relato. Trataba de una muerte y estaba ambientado en España, en un monasterio del siglo XVII. Me moría de ganas de enseñárselo a mi madre. El abad había muerto en una cripta preciosa, después de tomar un veneno. Todo el mundo sabría lo que había hecho, pues dejó una nota en la que explicaba que iba a quitarse la vida porque no podía seguir viviendo consigo mismo. De momento no se me había ocurrido una razón, pero tenía que ser algo dramático. El suicidio era un pecado horroroso, y el joven monje que encontraba la nota decidía destruirla para proteger a su maestro.

Intenté imaginarme cómo iba a deshacerse del papel, pero me distraía el olorcillo a pescado con patatas fritas que salía por una ventanilla de la furgoneta. Me levanté, me acerqué a la ventana y otra vez vi al vendedor, con su uniforme blanco y su gorro de cocinero. Se me hizo la boca agua. Algo me impulsó a volver la cabeza, y allí estaba el señor Oliver, bloqueando la puerta. No le había oído subir las escaleras, pero se me cortó la respiración, corrí a mi cama, pegué el trasero a la pared y me protegí con una almohada de cintura para abajo. Lo vi avanzar, con su cara blanca y fofa. Se me revolvieron las tripas y me entraron ganas de hacer pis.

—Hola —dijo, cerrando la puerta.

Quería salir corriendo, pero mi cuerpo no obedecía. No sé por qué era incapaz de moverme.

Levantó la ceja izquierda y me miró de un modo extraño. Se sentó en mi cama y vi que tenía las solapas cubiertas de caspa. Me cogió de la barbilla con una mano y tiró para acercar mi cara a la suya.

—Váyase, por favor —le dije.

—Tenía muchas ganas de verte —dijo. Y empezó a acariciarme la frente—. Esto te gusta, ¿verdad que sí?

Me aparté.

—Vamos, no tienes de qué tener miedo —dijo. Entrecerró los ojos y me soltó la barbilla.

Por un momento pensé que iba a marcharse, pero entonces me sujetó de los brazos.

—Todo será más fácil si te estás calladita y quieta —dijo.

Me tumbó de un empujón.

Quería gritar, pero de mis labios salió apenas un chirrido. Me resistí e intenté rodar para escaparme por un lado de la cama. Me agarró con fuerza y me quitó la almohada. Con la otra mano me inmovilizó.

—Suélteme —supliqué—. Por favor. No diré nada. Lo prometo.

—No seas boba. Por supuesto que no dirás nada.

Me subió un poco la falda y me acarició el muslo izquierdo por dentro. Estaba tan asustada que creí que iba a hacerme pis en la cama. Ya conocía aquella sensación de miedo, pero esta vez era peor. Mucho peor. De nuevo traté de quitármelo de encima.

Y aunque vio que mis ojos se llenaban de lágrimas, sonrió.

Necesitaba a mi madre. La veía con tanta claridad que me dolía. Mami. Mami. Mami. ¿Dónde estás? El pulso me latía en los oídos, y en mi imaginación ya había salido por la puerta y corría a encontrarme con ella. Había oído hablar de gente que podía salir de su cuerpo, y había oído decir que si uno se concentraba mucho lo conseguía. Lo intenté, pero no dio resultado.

Miré el papel pintado y empecé a contar las flores, pero solo podía pensar en mi madre. Al notar aquellos dedos en mi piel, un rugido estalló en mi cabeza y sentí un dolor tan fuerte en el pecho que no podía respirar. El señor Oliver era un hombre fuerte, pero quizá, si esperaba a que se distrajera y dejara de sujetarme con tanta fuerza… Quizá entonces… Una ráfaga de viento pasó silbando por debajo de la puerta. No había otra solución. En aquel momento cualquier castigo me traía sin cuidado. En la mesilla de noche: ahí estaban. Habíamos estado jugando con ellos el día anterior, Fleur y yo. Me moví hacia el borde de la cama.

—Veo que por fin has decidido que te gusta —dijo él, tomando mi acercamiento por obediencia y deslizando los dedos por debajo del elástico de mis braguitas.

Me entraron arcadas, pero aguanté y seguí esperando.

Él cerró los ojos y empezó a jadear. Apartó la mano izquierda, con la que me inmovilizaba, para secarse el sudor de la frente. «Ahora —pensé—. Hazlo». Moví un brazo con mucho cuidado, para que no se diera cuenta, y abrí el cajón. Agarré el dardo y se lo clavé en el cuello con todas mis fuerzas.

La otra mano del señor Oliver seguía en el elástico de mis braguitas, pero ya no se movía. Entonces abrió los ojos y se puso completamente rojo. Por un momento tuve la sensación de que iban a estallarle los ojos.

Sacudió la cabeza hacia un lado. Apartó la mano de mí y se la llevó al cuello. El dardo se había clavado bien. Se miró los dedos manchados de sangre, desinfló las mejillas y empezó a toser y a escupir. Con los dientes apretados, movió los labios y farfulló una sola palabra: «Zorra».

Y entonces se revolvió contra mí.

No me asusté al ver la sangre, y encajé el golpe. Volvió a pegarme. Logré escapar de la cama, bajar las escaleras a todo correr y salir de casa.

Dejé atrás los cobertizos de la granja abandonada donde los chicos jugaban a la guerra y a piratas, porque de noche daban mucho miedo. Dejé atrás el bosque donde Robin Hood conspiraba con lady Marion. También me asustaba. Seguí corriendo hasta que la punzada en el costado me dobló por la mitad y tuve que apretarme con la mano. Cuando por fin llegué al granero, jadeando, apenas quedaba luz.

Subí por la escalerilla y me senté en el suelo de tablones, con la cabeza entre las rodillas. Poco después me sobrepuse al mareo y me escondí debajo del heno, para protegerme del mundo. Ni siquiera me preocupaban las ratas. Me imaginé qué estaría pasando en casa. La impresión de Veronica. La sangre. El enfado de mi padre. El señor Oliver mentiría, diría que él no había hecho nada, que yo lo había atacado sin ningún motivo. Y aunque yo contase la verdad, ellos lo creerían a él en vez de a mí. Pero ¿y si hubiera muerto? ¿Y si lo hubiera matado? Me eché a temblar.

Billy vendrá por la mañana, pensé. Me ayudará a huir. Primero me esconderá y después me ayudará a huir. Iría a Liverpool, viajaría en un barco de polizón y encontraría a mi madre. Estaba orgullosa de no haberme desmayado al ver la sangre, cosa que a mí madre sí le habría ocurrido.

Ay, mamá.

Cuando la soledad se acercó poco a poco, sentí como si me hubiera caído en un pozo muy hondo del que no lograría salir jamás y lloré por mi madre como nunca había llorado.