14

LYDIA SE DESPERTÓ EN UNA habitación inundada de sol, con una taza de té frío en la mesilla. La joven china debía de haber entrado a abrir la ventana. Lili. ¿No era así como se llamaba? Se sentó en la cama, estiró los brazos, bostezó y, por primera vez en varios días, notó energía en la sangre. Iba a hablar con Jack. Estaba impaciente. Lo cierto es que hablar no contaba, ¿o sí?

Una ducha helada, un libro de la estantería y el desayuno en el porche.

En una mesita de madera, junto a un cuenco de mangostanes, había una cafetera, un plato con tostadas y un ejemplar del Malay Mail. Decidió disfrutar de la tranquilidad hasta que volviera Jack. Aunque el sol todavía no calentaba con toda su potencia, la tierra ya desprendía oleadas de calor y el aire estaba impregnado de olor a carbón. Cerca del porche, los árboles del caucho, con sus copas redondeadas, se erguían altos como torres, rebosantes de hojas oscuras y relucientes y con incisiones en la corteza. Un dulce y extraño olor a látex lo envolvía todo. Aquel era el mundo de Jack, y Lydia aspiró su aroma con fuerza.

Alrededor de una plataforma de madera, un amplio césped cercaba la casa por tres de sus lados. En la parte de atrás, un pasillo cubierto comunicaba la vivienda principal con las habitaciones del servicio, y de lejos, más allá de la plantación, llegaban los intensos aromas de la selva.

Lydia dejó el libro, se tomó otra de taza de café sin azúcar y fue a explorar la casa por fuera. Era grande y laberíntica, de ladrillo y madera, con cubierta de teja y persianas marrones. Si no fuera por la Emergencia, sería preciosa. Era preciosa.

Ahí vivía Jack cuando no estaba con ella. Allí había estado el año que duró su romance. Y, aunque Lydia lo había imaginado un millón de veces, nunca lo había visto hasta ese momento. Y ahora, como para compensar el tiempo perdido, veía a Jack en la sombra de cada árbol y lo oía en el rumor de cada hoja. A pesar de las promesas que le había hecho a Alec, y de que había sido ella quien había puesto fin a la relación, casi no se atrevía a reconocer ante sí misma cuántas ganas tenía de ver a Jack.

Detrás de la casa crecían algunos frutales, alejados de la plantación. Plátanos, papayas y chakkas. Y por detrás de un árbol alto, el sol iluminaba las docenas de loros fluorescentes que alzaban el vuelo uno tras otro.

Entró en la casa por una puerta vidriera y se encontró en un despacho amplio, con las paredes forradas de madera. No había alfombras ni cuadros, nada más que una lámpara encima de un escritorio de metal y una silla de aspecto cómodo. De las dos puertas lacadas, eligió la que estaba más lejos y sin hacer ruido llegó a otro vestíbulo pintado de un color claro. Este distribuidor tenía dos puertas marrones, las dos entornadas. Asomándose, Lydia descubrió que una de ellas daba a un pasillo mal iluminado y la otra al dormitorio de Jack. Entró con sigilo.

Era una habitación oscura y fresca. Las ventanas estaban abiertas de par en par, para que entrase el aire a través de la mosquitera, pero las láminas de la persiana estaban inclinadas, y la puerta, que daba al porche, cerrada a cal y canto para impedir el paso del sol. Lydia aspiró con fuerza y notó el olor a cuero de la loción para después del afeitado que usaba Jack, al tabaco que fumaba y a su sudor. Pero había otra fragancia. Un aroma ligeramente exótico.

Buscó con la mirada y se fijó en un montón de ropa recién lavada y en el suelo reluciente. Aquel no era el Jack al que ella conocía: sin domesticar, un hombre que únicamente se sentía vivo cuando se apasionaba por algo.

Se acercó al baño, atraída por el olor del jabón. Era una oportunidad espléndida para curiosear en el mundo secreto de Jack. Los productos de aseo reposaban en un estante de cristal, encima del lavabo ligeramente descolorido, y a su derecha había un espejo de aumento para afeitarse. A la izquierda había un armario de cinc. Una toalla húmeda colgaba del borde de la bañera, y la alcachofa de la ducha goteaba intermitentemente. Lydia cogió la toalla y se la llevó a la cara. Olía a tabaco, a jabón de brea, pensó. Se lavó las manos en el lavabo y se refrescó la cara. El agua salía fresca, aunque un poco teñida de óxido. Se secó la cara y las manos con la toalla de Jack, la dejó doblada como la había encontrado y, dando media vuelta, se detuvo delante de un armario empotrado. No debería, pensó. Pero levantó la mano y giró la llave.

Además del cepillo y la pasta de dientes de Jack, había un tarro de crema Pond’s, un pintalabios y un frasquito de perfume.

Cruzó los brazos, resopló y se sentó bruscamente en el borde de la bañera. Una voz, en su fuero interno, le decía que no fuese tonta. Seguro que Jack había estado con otras mujeres. Eso decía Alec. Y hasta Cicely lo había insinuado, incluso mientras estaba con Lydia. Pero era él quien le había rogado. «Márchate —le había dicho—. Ven a vivir conmigo». La había besado y le había suplicado que no lo abandonara.

Lydia sabía que Jack había firmado un contrato por cuatro años y en él se estipulaba que no podía casarse ni vivir con nadie, pero cuando se lo recordó, Jack dijo que había maneras de resolverlo. Había ahorrado dinero para rescindir el contrato. Se llevarían a las niñas, volverían a Inglaterra. Al final, Lydia no fue capaz. Alec se encargó de que no lo fuera.

Se le aceleró el pulso. ¿Quién podía ser aquella mujer? Bueno, para empezar, era posible que esas cosas ya estuvieran allí antes de que ella conociese a Jack. Cogió el lápiz de labios, de una marca que no conocía, y lo abrió. Rosa pálido. Brotes, decía en la base de la funda. El frasquito de perfume tenía solo dos caracteres chinos en la etiqueta, que por supuesto Lydia no entendía. Se humedeció la muñeca con una gota. ¿Jazmín? No. Sin duda era la misma fragancia que no había descifrado en el dormitorio de Jack. Se le cayó el alma a los pies. Aquella mujer no era cosa del pasado. Miró el reloj. Eran casi las doce. Jack no podía encontrarla allí. Se tranquilizó, se escabulló por la puerta que daba al porche y volvió a sentarse en la fachada principal.

Con una mano en el corazón, hizo un esfuerzo para sonreír cuando Maz se acercó corriendo y se sentó a su lado con mucho alboroto. Empezó a parlotear y a señalar las bandadas de mariposas, tantas que era imposible contarlas, y juntos escucharon con mucha atención el trino agudo de un picaflor. Aunque estaba dolida, no tenía ningún derecho a enfadarse. Al fin y al cabo, pronto se iría con su familia. Así, cuando Jack llegó por fin, Lydia se había tranquilizado y tenía un semblante sereno.

—Pareces mejor —dijo él, resoplando y dejándose caer en un sillón mientras se apartaba el flequillo de los ojos cansados.

—Estaba hecha un asco. Debí de darte un susto de muerte. Como puedes imaginar, no empecé el viaje con esas pintas. La verdad es que iba bastante mona. —Sonrió. Su vestido marinero azul marino, con el dobladillo blanco, había terminado en la basura, destrozado.

—Yo siempre te veo bien —se rio Jack—. Aunque te prefiero con el pelo largo. ¿Ese corte es lo que llaman «a lo garçon»?

Lydia se pasó los dedos por los mechones cortos.

—No exactamente. Así estoy más cómoda.

Jack comió a toda prisa, como si estuviera en alerta roja, una sopa de curry con fideos y un pollo satay.

—¿Qué es eso? —preguntó Maz.

—Es un petirrojo-urraca. ¿Por qué no vas a ver si lo encuentras?

Mientras Maz iba en busca del pájaro, Lydia pudo contarle su historia a Jack, y solo cuando habló de sus hijas se le hizo un nudo en la garganta.

—¿Estás segura de que están en Ipoh? —preguntó él.

—En la residencia. Eso dijo George. ¿Podemos quedarnos un par de días? —Señaló a Maz, que correteaba entre los árboles guardándose en el bolsillo las piedras más bonitas que encontraba.

—Quedaos unos días más. Tengo que ir a Ipoh el fin de semana que viene. Puedo llevaros en la furgoneta. En realidad, la oficina de la empresa está al lado de la sede del gobierno, así que te puedo dejar en la misma puerta. ¿No es allí donde está destinado Alec?

Lydia asintió y le dio las gracias.

—Tienes una casa muy bonita —señaló, abarcándola con un gesto del brazo.

—No está mal. Era del antiguo dueño. Mi jefe no la quería, así que yo era el siguiente. Los japoneses la ocuparon durante la guerra y la dejaron en un estado bastante lamentable.

Lydia no dijo nada del perfume que había visto en el cuarto de baño, y buscó algún tema de conversación, pero aquel frasquito se interponía entre ellos, y le costaba encontrar las palabras.

—¿Cómo te van las cosas por aquí?

—No demasiado bien. Varios trabajadores han recibido amenazas. Ayer encontramos a uno atado y muerto. Lo habían matado a machetazos con un parang. Los bandidos chinos no malgastan las balas con los suyos. —Enarcó una ceja—. Las reservan para nosotros. Y anoche quemaron un camión de la finca.

—¿Hubo muertos?

Jack soltó el aire despacio.

—No —dijo—, pero ayer fue un día infernal. Quizá por eso estuviera tan agotado cuando llegaste.

Lydia se encogió de hombros.

—No tiene importancia.

—Después de comer suelo echar una cabezadita. Es la mejor manera de huir del calor de la tarde.

Se levantó, se estiró, aflojó los músculos de los brazos y se puso detrás de la silla de Lydia. Empezó a masajearle los hombros. Lydia estaba sudando y no quería reaccionar, pero arqueó la espalda sin poder evitarlo. Él le acarició el cuello con una mano mientras deslizaba la otra hasta la curva de su pecho, y ella le rozó la muñeca, cubierta de vello rubio. Era una muñeca ancha y fuerte. Volvió la palma de la mano de Jack y le llamó la atención el contraste de su palidez con el resto de la piel bronceaba. ¿Era tan importante?

—Dios mío, Lyd. Tienes los hombros como piedras.

Se puso delante de ella y se inclinó para observarla. Un temblor recorrió a Lydia. Abrió la boca y se echó hacia atrás. Jack la cogió de la barbilla para obligarla a mirarlo a los ojos y le cubrió la boca con sus labios.

—Vamos —dijo, tirando de ella—. Sé lo que necesitas.

—¿Y el niño? —preguntó ella, cuando Maz apareció a su lado.

—No he visto al pájaro —dijo Maz, haciendo una mueca.

Jack le hizo cosquillas debajo de la barbilla.

—Ya lo verás otra vez. Ahora, jovencito: a la cama.

Lydia llevó al niño a su habitación, lo acostó y cerró la puerta.

Antes de llegar a su dormitorio, Jack abrió una puerta que daba a un cuarto con las persianas cerradas.

—Debería habértelo dicho anoche. Si atacaran la casa, coge al niño y escondeos aquí. En ese armario hay agua y latas de conserva.

Lydia miró las paredes, forradas hasta el techo de sacos de arena.

—Y ¿cómo lo sabré?

—Lo sabrás. Si es de noche, los centinelas darán la voz de alarma aporreando latas vacías y harán un ruido de mil demonios. Todas las luces de la casa se apagarán automáticamente y no debes hablar.

—¡Madre mía!

—No te preocupes. No estarás aquí mucho tiempo. ¿Sabes manejar un arma?

Lydia dijo que no y se puso a tararear una melodía. A Alec le sacaba de quicio que tararease, pero cuanto más nerviosa se ponía, más le costaba evitarlo.

—¿Qué canción es esa? —preguntó Jack—. La conozco.

—Extraños en el paraíso.

Jack se rio.

—¿No lo somos todos…? Por cierto, el teléfono está en la pared del vestíbulo. Podrían llamarte mientras estás aquí.

—Llamaría a las oficinas de Ipoh para hablar con Alec, pero George dice que han cortado las líneas.

—Es verdad. Aquí la policía comprueba la línea a diario, para asegurarse de que no la han cortado también. Utilizan un código especial, así que es mejor que no contestes. Volverán a llamar de todos modos. Y nunca abras la puerta de noche.

Lydia se acordó de las historias de penunggu que había oído contar; de fantasmas gamberros que llamaban a los timbres o te despertaban por teléfono a media noche. Y sonrió.

—¿Algo más que me convenga saber?

—No. Solo que estés atenta a los ciempiés gigantes, los escorpiones venenosos y las víboras asesinas.

Se rio y la cogió de la cintura, empujándola contra la pared.

—¿Aquí o en la cama? —preguntó.

Una oleada de culpa asaltó a Lydia. Pensó en Alec y contuvo la respiración, pero el impulso del momento pudo más que nada. Se desprendió de la culpa y, con una gran sonrisa, se permitió ser libre. En el dormitorio, relativamente fresco, se desabrochó enseguida los botones del vestido camisero y lo dejó caer al suelo como un charco de rayas verdes. Jack ya estaba acostado entre las sábanas de algodón fino y el ventilador le alborotaba el pelo rubio. Con los ojos cerrados y las manos entrelazadas detrás de la cabeza, tenía esa sonrisa con la que parecía decir: «Ven, aquí me tienes». Lydia se metió en la cama y notó un olor a almizcle en la piel tibia de Jack. Reaccionó con un cosquilleo instantáneo y apoyó la palma de la mano en el pecho de él. Sintió su latido y lo miró a la vez que él la miraba fijamente, con sus ojos azules y claros. Un escalofrío de deseo se apoderó de Lydia.

—¿Te gusta esto? —dijo él, observándola muy de cerca, mientras empezaba a acariciarle la cara interna de los muslos con sus manos grandes.

Lydia sintió el calor de Jack y el tacto áspero de sus manos en todo su cuerpo. ¡Ah! ¿Qué estaba haciendo? Eso no podía pasar. Tenía que ponerle fin. Se lo había prometido a Alec. Pero ¡necesitaba tanto el contacto con Jack, lo necesitaba tanto a él! Sabía que no debía, pero no podía parar. Era como si llevara a Jack dentro de su propia piel, y lo deseaba tanto que se le llenaron los ojos de lágrimas. Se mordió un labio.

Jack parecía desconcertado. Se rascó la barbilla.

—No llores. Eh, Lyddy. Sabes que te quiero.

Le secó las lágrimas saladas, se lamió los dedos y recorrió con ellos el cuello suave de Lydia.

—En el sexo, la mujer es lo que cuenta —dijo, con una sonrisa—. Muchos hombres no lo saben.

Ella se rio.

En el bochorno de la tarde, Jack exploró la piel de Lydia por detrás de sus rodillas y por detrás de sus orejas. Acarició sus rizos húmedos en la nuca y le besó los párpados.

Por encima del hombro de Jack, Lydia contemplaba la luz plana en las paredes, en la puerta, en los pliegues de las sábanas. Con Alec, si se tomaba tres copas podía fingir. Con Jack era distinto. Tomó aire y se zambulló en su olor animal, y aunque no lo dijo, sabía que el peligro aumentaba aún más su deseo.

—Joder, Lydia, eres absolutamente follable —dijo él. Y rodaron por la cama, abrazados y ardiendo.

Más tarde, rascándose las heridas de los tobillos, Lydia observó a Jack mientras se afeitaba. El dormitorio se llenó de olor a brea cuando la navaja se deslizó sobre su piel. Lydia se rio de las contorsiones faciales que hacía: la nariz a la derecha, la nariz a la izquierda.

—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó Jack.

—Tú.

—Pues tendrías que ver la cara que pones tú cuando te pintas los labios.

Con una mano en la cadera, hizo una mueca delante del espejo, formando una «O» grande con la boca y pasándose un dedo como si fuera un pintalabios. Después se acercó a Lydia, le acarició la mejilla y la besuqueó en un lado del cuello.

—¡Dios, Lyd! ¡Cuánto te he echado de menos!

—¿De verdad?

—¿Qué pregunta es esa?

Otra vez en la cama, Lydia se cubrió con la sábana. ¿La había echado de menos? Se acordó de aquel frasquito de perfume y sintió el dolor de la separación.

Cuando Jack volvió a su trabajo, Lydia se quedó dormida hasta que la despertó una brisa que hacía crepitar los árboles y formaba una corriente fresca en el dormitorio. Se dio una ducha, se secó el pelo con una toalla y salió a dar un paseo con Maz a la luz verdosa del atardecer. Caminaron a la sombra de los árboles más cercanos, que levantaban sus ramas sedosas hacia la luz. Mucho antes de que Lydia oyera el ruido de unas pisadas que se retiraban apresuradamente, haciendo crujir hojas y ramas, Maz ladeó la cabeza. Aquel gesto bastó para recordar a Lydia que el peligro acechaba en todas partes.

—Es mejor que volvamos —dijo—. Al menos al porche.

El aire se llenó de ruidosos enjambres de insectos. Jack apareció con sus botas de selva y cubierto de polvo. Se le iluminó la cara al verlos y volvieron paseando todos juntos. De pronto se paró en seco, se agachó y cogió algo entre las manos, formando con ellas una copa cerrada. Separando levemente las palmas, le enseñó a Maz una delicada polilla roja y verde, con las alas desplegadas.

—¿Por qué no vuela? —preguntó el niño, con los ojos chispeantes de curiosidad.

Jack se encogió de hombros.

—Me temo que está muerta —dijo—. Vamos o nos comerán vivos.

La luz se retiraba muy deprisa y por todas partes resonaban los alaridos de los monos. Volvieron justo a tiempo de ver cómo se ponía el sol, teñido de naranja.

—Mira, Maz —dijo Jack—. Antes de que la luz se vaya del todo.

Maz se rio mientras Jack le enseñaba un destartalado nido que había debajo del porche, construido con ramitas, musgo y hojas secas.

—Es el nido de una urraca-petirrojo, pero los pájaros han volado.

Lydia estaba observando el cielo.

—Las puestas de sol aquí son preciosas. Pero terminan enseguida.

Jack le pasó un brazo por los hombros y la estrechó contra sí. Luego, con aire de agotamiento, se apoyó en la barandilla, encorvado. Lili se acercó, con gesto impenetrable, y se inclinó para hablar con Jack. A continuación se irguió y se quedó muy quieta, a la espera. Jack se alejó un paso de Lydia y contestó a la muchacha en chino. Hubo un momento extraño, como de tensión contenida, cuando Lili entornó los ojos y se retiró con un gesto duro. Había algo inquietante en su mirada, y Lydia se levantó y miró a Jack con aire interrogante al ver que él no decía nada.

—Nunca sonríe —dijo Lydia. Y volvió a sentarse.

Jack se sentó enfrente, separando las piernas bronceadas.

—No. Ahora no. Supongo que tienes razón —dijo. Y la miró con una expresión ausente, con arrugas alrededor de los ojos.

El silencio se prolongó demasiado.

Lydia miró el reloj.

—Maz debería acostarse. Voy a llevarlo a la cama.

Jack parecía aliviado.

Al llegar al dormitorio, Lydia vio que una hilera de piedrecitas rodeaba las dos camas.

—Cincuenta y siete —dijo el niño—. Para que nos protejan.

Lydia añoraba mimar a sus hijas, y, al no tenerlas, abrazó a Maz. El niño cogió su mano y la cubrió de besos.

Cuando volvió al porche, un golpe de brisa trajo de pronto un olor cítrico, a flor de pomelo.

—Háblame de tu trabajo —dijo Lydia, acercando una silla a la de Jack—. Háblame de la plantación. ¿Qué haces, día a día?

—No es lo que esperaba, eso te lo aseguro. Me caigo en los ríos y tengo que abrirme camino a machete limpio entre matorrales que me llegan a la altura de los hombros. Supongo que eso me mantiene en forma.

Lydia cerró los ojos.

—La extracción del caucho es todo un arte —continuó Jack—. Si no se hace el corte exacto, el árbol sangra y muere. —Suspiró—. Y no te imaginas lo triste que es ver arder docenas de árboles buenos. Les prenden fuego sin que podamos impedirlo.

El ruido de una motocicleta interrumpió sus palabras, y alguien lo llamó por su nombre desde la entrada.

Se levantó, se estiró y, flexionando los músculos de los brazos, rodeó el porche para ir a su despacho, en la parte de atrás. Era casi de noche. Esa hora tranquila en el trópico, cuando los ruidos del día han cesado y el mundo espera la llegada de los ruidos de la noche. Lydia ahuyentó los mosquitos con la mano y tuvo la sensación de estar fuera de lugar. Muy lejos de su vida real. De su ser real. Los minutos pasaban muy despacio. Oyó el aleteo de un pájaro seguido del grito de un animal desconocido, y se levantó de un brinco cuando una bandada de murciélagos pasó volando por encima de su cabeza.

Oyó decir a Jack: «¡Joder!». Y hablar luego cada vez más bajo, hasta que su voz se convirtió en un murmullo.