27

EN LOS SEIS MESES QUE siguieron a la desaparición de Maz, Lydia osciló entre la esperanza de que el niño estuviera con su madre y el miedo a que no fuera así. Lo más duro era la incertidumbre. Pero sus llamadas —a la Oficina del Distrito, a la policía, a todo lo que se le ocurrió— no arrojaron ninguna pista. Jack lo buscó en Ipoh y en todas las aldeas cercanas, pero Maz sencillamente se había esfumado.

Lydia estaba muy desanimada. El cielo sofocante y gris como el hierro no ayudaba en absoluto. Era por la tarde y había habido nuevos ataques terroristas en la plantación. Jack estaba al teléfono, hablando con su jefe, pasando un mal rato intentando convencer a Jim de que permitiese quedarse a Lydia. Se peinó con los dedos el pelo alborotado, para arreglarlo un poco, y suspiró. Por lo visto, algunos policías malayos que estaban al servicio de Jack eran corruptos, y eso no facilitaba las cosas.

Jim era comprensivo, pero no podía permitir que la presencia de Lydia interfiriera en el buen funcionamiento de la finca, y ella lo sabía. Sin embargo, quien sustituyera a Jack como director tardaría en adaptarse, en aprender a convivir con la soledad, en identificar las dificultades y las complejidades de la plantación, y en ganarse la confianza de los demás. Además, era un trabajo duro físicamente. Su sustituto tendría que ser un hombre fuerte y con aguante para abrirse camino entre la asfixiante maleza y las hierbas altas a golpe de machete, y también para tratar a diario con la cuadrilla de trabajadores hostiles. Eso sin contar la amenaza constante de los rebeldes chinos. Si había peligro, y era lo más normal, a Jack no le quedaba más remedio que pasarlo por alto.

Lydia levantó la vista cuando Jack colgó el teléfono. Él se encogió de hombros:

—Me dará una respuesta —dijo.

Ella pensó en todas las veces en que le había gritado y se sintió culpable. Jack tenía buen corazón, pero cuando se conocieron no podía imaginarse que sucedería todo lo que sucedió después. Lydia lo observó con atención. Ahora se tenían solamente el uno al otro, y Jack hablaba de su futuro con los ojos radiantes.

—Ven a la cama —dijo—. Hace demasiado calor para cualquier otra cosa.

De un tiempo a esta parte hacían el amor con más ternura y más dulzura. Se recostaron en las almohadas y Jack apoyó un brazo moreno en la cintura de Lydia. Ella le acarició el vello del brazo, y su pulsera de plata lanzó destellos de luz. El sol entraba por las persianas mientas Jack le hacía cosquillas en los costados hasta que Lydia lloró de risa. Oyeron cantar a una urraca-petirrojo junto a la ventana y Jack cubrió las persianas con un sari naranja y dorado. Una luz rosada inundó la habitación.

—Me gusta tu pelo así, largo —dijo Jack, entresacando un mechón plateado.

—¡Ay! —se quejó ella.

Él le apartó de la cara la melena húmeda, se llevó a la boca la mano de Lydia y le besó la palma.

—Me gusta —repitió, poniendo a contraluz el mechón de pelo, que cobró un tono entre rosa y plateado.

Lydia arrugó la frente.

Se sumieron en un apacible silencio. Jack acariciaba con un dedo las venas azules de la muñeca de Lydia.

—Háblame de las niñas otra vez.

Lydia se animó. Ya no temía la presencia silenciosa de sus hijas, incluso la buscaba. Revivía continuamente el día en que nacieron, su época de bebés rollizos, las navidades, las ocasiones especiales. Ahora que había pasado lo peor, la muerte de las niñas formaba parte de ella, pero el recuerdo de la rutina diaria empezaba a borrarse. Sus primeras palabras, sus pupilas enormes y sus mejillas ardiendo cuando estaban malitas. Sus expresiones divertidas, su risa. Por eso, por miedo a olvidarlas, le levantaba el ánimo hablar de ellas. Jack lo sabía, y la abrazaba mientras ella recordaba en voz alta. Lydia arqueó la espalda, acoplándose al cuerpo de Jack, y sintió su aliento en el oído, muy cerca.

—Emma siempre leía tumbada boca abajo, moviendo el pie izquierdo en el aire. Teníamos un arcón de madera de alcanfor, muy grande. Yo guardaba en él los disfraces y las niñas se peleaban para ver a quién le tocaba ponerse el disfraz de cocodrilo de Peter Pan.

Echaba de menos aquellos días tan atareados. A Fleur, tendiendo una mano y diciendo: «Te quiero, mami». A Emma, que volvía cubierta de barro y de arañas. Pero sus hijas ahora serían mayores. Emma tendría casi catorce años y Fleur diez. Intentaba imaginar qué aspecto tendrían, pero le dolía demasiado. En esas ocasiones prefería pensar en Jack. Era fuerte y guapo, y le estaba muy agradecida por cómo la había acogido. Le encantaban su pelo rubio, con el flequillo por encima de los ojos, y las manos enormes con que se lo retiraba.

Jack la abrazó con fuerza, con mucha fuerza, como si fuese parte de ella, y después se apartó, con los ojos húmedos. Buscó debajo de la cama y esparció unos pétalos sobre las sábanas.

Lydia se echó a reír.

—¿Qué es esto, demonio guapo? ¿Una nueva técnica de seducción?

—Podríamos casarnos. En cuanto termine el contrato.

—¿Como todo el mundo?

Hubo un silencio por unos momentos.

—¿No necesitamos el certificado de defunción de Alec? George dijo que se ocuparía de tramitarlo, pero no he tenido noticias.

—Recuérdaselo —dijo Jack—. Pero, en principio, ¿qué me dices?

Lydia lo besó en los labios con fuerza y sintió una oleada de felicidad.

—Te digo que sí.

—En ese caso, señora del oficial de la plantación, tengo algo para usted.

Subrayó sus palabras con una amplia sonrisa y después de los suspiros y los gemidos encendió un cigarrillo y se lo fumó mirando el techo.

—Eres un maníaco sexual —dijo Lydia, apoyando la barbilla en el hombro de Jack.

Él flexionó los músculos y se rio.

—Quiero preguntarte una cosa.

—¿Quieres repetir?

—¿Dónde te gustaría vivir?

—¿En Malasia?

—En general.

Ella levantó las cejas.

—No sé. No lo he pensado. Y ¿a ti?

—En Australia. He pensado en Perth. Allí se puede ganar dinero. Un amigo mío está poniendo en marcha una mina de cobre y necesita un socio.

—¿Cómo es?

—No lo sé muy bien. Montañas, por supuesto. Y mar.

—¿Está en la costa?

—Sí. Podríamos tener un barco.

Lydia se rio y se acurrucó contra él.

—Suena de maravilla, Jack.

Se le ocurrió una idea, y tuvo la sensación de que la esperanza renacía de repente. Si se casaban podría tener otro hijo. Juntos construirían una vida nueva. Si aún quedaba algo roto dentro de ella, de esta manera se repararía. La pérdida de sus hijas era una cicatriz que llevaría para siempre, tan honda que al principio era incapaz de entender la vida sin ellas. Pero aquí estaba. Había sobrevivido. ¿Sería posible que llegara el momento en que el recuerdo de las niñas no dominase todos y cada uno de sus días?

En la intensidad de la tarde, cuando la necesidad de dormir se impuso finalmente, los despertó el timbre del teléfono. Jack fue al vestíbulo para contestar.

—Sí, claro. Voy para allá inmediatamente —le oyó decir Lydia.

Volvió al dormitorio con una sonrisa.

—Era Bert. No te lo vas a creer, pero alguien ha encontrado a Maznan.

Lydia se quedó sin aire y se sentó en la cama de un salto.

—¡Ay, Jack! ¿De verdad?

—Más vale que nos pongamos en marcha. Tengo que ir ya, antes del toque de queda, aunque la línea estaba fatal y casi no entendía una palabra. Además, hay no se qué problema con uno de los trabajadores. Pero ¿te lo puedes creer? ¡Vamos a recuperar a Maznan, después de tanto tiempo!

—Dile a Tenuk que te lleve.

—No es su horario de trabajo.

—De todos modos.

Jack fue a la zona de servicio por el camino cubierto, pero volvió con el ceño fruncido.

—No hay nadie.

Lydia enarcó las cejas.

—¡Qué raro! Da igual. Iré contigo. Me gustaría mucho.

—Iremos en la furgoneta. El coche tiene poca gasolina.

Lydia se vistió, muy emocionada, de una manera que Jack no comprendía, al saber que pronto iba a ver al niño. ¿Cómo iba él a conocer ese sentimiento agridulce y desgarrador que producían los niños? La manera en que por ellos se renunciaba a todo sin pensarlo dos veces. Y, si morían, una madre tenía bastante con ser capaz de respirar.

Oyó en los alrededores de la casa el habitual coro de las ranas y miró las nubes grumosas, bordeadas de luz, que bajaban de las cumbres. Esperó mientras Jack iba a buscar la furgoneta. Las ventanillas laterales estaban blindadas con planchas de acero y apenas había una rendija para mirar. Aunque era más segura que el coche, Jack rara vez salía sin su chófer, Tenuk, o un par de policías. Si no encontraba a ningún policía disponible, contrataba a algún mata-mata malayo, sobre todo cuando cogían el camión para trasladar a los trabajadores. A menudo decía que no sabía de quién se fiaba menos, si de la policía malaya o de los rebeldes chinos. De todos modos, esta vez iban solo a la aldea, y no estaba lejos.

Lydia había echado de menos los desayunos con Maz en el porche, contemplando los árboles sombríos y oyendo el canto de los pájaros, antes de que el sol abrasador les obligara a entrar en casa. Se abrazó. Todo se iba a arreglar. Se sentía eufórica. Habían encontrado a Maz. Solo tenían que ir a buscarlo para ponerlo a salvo de nuevo. Jack y ella se casarían y tendrían un hijo. Vivirían todos juntos. De pronto se le pasó por la cabeza que no sabía si Jack quería tener hijos.

Iba a subir al asiento delantero.

—No, Lyd. Ponte detrás. Es más seguro ceñirse a las reglas.

Ella refunfuñó un poco, pero como estaba tan contenta, no quiso insistir.

—No entiendo por qué no está Channa —dijo, inclinándose hacia adelante para hablar en voz alta a través de un hueco—. Siempre descansa un rato antes de preparar la cena.

—Habrá ido a visitar a algún pariente. A veces va en bicicleta después de comer. Pero, qué buena noticia —gritó Jack. No se oía gran cosa a través de la plancha de acero que separaba los asientos delanteros de los traseros.

Lydia estaba entusiasmada e impaciente por ver a Maz.

—Qué contenta estoy. ¿Ha dicho Bert algo más?

—No. Pasaba algo.

No eran ni el sitio ni el momento, pero Lydia no pudo contenerse. La primera vez Jack no la oyó, así que tuvo que levantar la voz y repetir la pregunta:

—¿Te gustaría tener un hijo?

La furgoneta dio un viraje y Lydia se quedó sin respiración. ¿Y si no quería? Quería un barco, cricket, rugby. Quizá no quisiera ser padre. Los hombres tenían aventuras. Las mujeres tenían hijos. Así eran las cosas.

—¡Caray, Lydia! Eso es motivo suficiente para que a un hombre le dé un infarto. —Hizo una pausa y añadió—: Primero recuperaremos a Maz y luego ya veremos qué nos depara el futuro.

—También podríamos adoptar.

Jack siguió conduciendo en silencio. Lydia, sonriendo ante la idea de ver a Maz, se sentía llena de vida. Le haría a Maz un traje de paje. Ella no iría de blanco, pero se casarían en cuanto venciera el contrato. Ya no faltaba mucho. Y después tendrían un hijo. Por primera vez veía el futuro con ilusión y sentía que el mundo, inmenso y abierto, los estaba esperando. Podían emprender una nueva vida en Perth, o donde quisieran. Se dejó llevar por la imaginación. Una vida con Jack. Maz. Un hijo de los dos. Un hermanito o una hermanita para Maz. Un jardín grande, con césped, manzanos y un columpio para los niños.

Un tremendo alboroto sacó a Lydia de sus pensamientos. La furgoneta giró bruscamente a la derecha y se empotró con el morro en una zanja.

—Escóndete, Lydia —susurró Jack, asomando la cabeza por el hueco de la plancha que los separaba.

—¿Qué pasa?

—No lo sé.

Le lanzó un beso y le pasó un revólver.

Lydia lo cogió con manos temblorosas.

—Apunta a través de las rendijas y no dudes en disparar. Y, pase lo que pase, no salgas.

—¿Y tú? —preguntó, con el corazón en un puño.

—Tengo que ver qué pasa.

—¡No, Jack!

Lydia oyó que Jack forcejeaba con la puerta hasta que logró abrirla. A continuación llegaron a sus oídos voces chinas, estridentes. Atisbó por la rendija de la plancha de acero de la ventanilla, pero Jack estaba delante de la furgoneta, y no lo veía. Una fracción de segundo antes de oír el disparo, Lydia estaba segura de que vio a Lili a unos pasos de la carretera, escondida detrás de un árbol del caucho. Vio que Lili se quedaba pasmada, se tapaba la boca con una mano y miraba con gesto horrorizado.

Miles de imágenes se arremolinaron en la cabeza de Lydia. Jack sano y salvo. Jack con ella. Casados. Felices. Un bebé. Su hijo. Apenas oyó el segundo disparo. Había un silencio antinatural. Con los dedos en el gatillo del arma de Jack, estaba congelada, a pesar del terror que sentía en lo más hondo de su corazón a medida que el silencio se extendía. Se mareó, le entraron unas violentas ganas de vomitar, como si todo su cuerpo quisiera escupir la verdad oculta detrás de aquel disparo.

No podía ser. Jack no. No después de haber perdido a las niñas. Cerró los ojos y no vio nada más que la expresión de Lili.

Se dobló por la mitad y empezó a temblar. Apretó los puños y se frotó con ellos las cuencas de los ojos, negándose a creerlo, suplicando a Dios para que el calor del cuerpo de Jack y el brillo de sus ojos azules no hubieran desaparecido. Su sonrisa lenta y traviesa cuando quería sexo, y sus manos grandes. Su risa gutural. Oyó el zumbido de los mosquitos y se imaginó a las serpientes y los escorpiones de la selva. Estaba petrificada de miedo, pero tenía que moverse. Salir. Ver a Jack. Estar con él.

Intentó abrir la puerta trasera. Estaba cerrada con llave.

Solo podía abrirse desde fuera. Se levantó y metió la cabeza por el hueco estrecho de la plancha para pasar a la parte delantera. Vio la sangre, un gran charco de sangre en el asfalto, y notó en el aire su olor dulce. Cubriéndose la boca con una mano, empujó la puerta, que estaba colgando, salió como pudo al fondo de la zanja y trepó a la carretera. Echó a correr y cayó de rodillas al lado de Jack, tendido boca abajo. Empezó a llover, y el agua se llevó la vida de Jack carretera adelante.

Lydia le dio la vuelta despacio para verle la cara. Tenía los labios blancos, la mirada ausente. Los ojos muertos. No había en ellos el más leve indicio de acusación. Tan deprisa había ocurrido todo. Recordó los labios cálidos de Jack en los suyos, su sonrisa, su manera de hacerle cosquillas. Las lágrimas rodaron por sus mejillas.

Jack.

Dejó de llover, pero el ruido de las gotas siguió sonando y el aire se llenó de vapor. En las sombras alargadas, Lydia se levantó para hacer pis, acuclillada entre la maleza, sin apartar ni un instante sus ojos de él. Le traía sin cuidado que pudieran matarla también a ella. Se lo merecía. Todo era culpa suya. Si no le hubiera atosigado tanto con Maz, si le hubiera dejado concentrarse en su trabajo, esto jamás habría ocurrido. No se dio cuenta de cómo anochecía, pero cuando la noche cayó por completo, agradeció aquella cortina de oscuridad que la aislaba del mundo. Se tumbó en la carretera al lado de Jack, se acurrucó contra él por última vez y lo abrazó, lo protegió, empapándose la ropa de sangre.

Destellaba el día cuando la encontraron. Eran cuatro. Dos policías de uniforme caqui que iban con Bert y otro agente especial en un coche blindado. Lydia levantó la vista y vio a los pájaros plateados surcar el cielo del amanecer, por detrás de la cabeza de Bert. Rozando las manos de Lydia con la punta de los dedos, Bert la ayudó a levantarse. Bert, con su fuerte acento del norte y su andar resuelto. «Qué incongruentes parecen los británicos en una selva de Malasia», pensó Lydia.

Bert le frotó las manos, para hacerlas entrar en calor.

—Vamos, Lyd —dijo—. Ya no podemos hacer nada por Jack.

Lydia sentía la pérdida de Jack físicamente, como si la hubieran vaciado por dentro de una patada en las tripas. Se estremeció al sentir el tacto de Bert y se dobló por la mitad, con la garganta ardiendo de tristeza. Agarrándose con fuerza de la cintura, consiguió enderezarse. Mientras Bert la llevaba hasta el coche, Lydia se volvió a él, pero por un momento no se atrevió a mirarlo a la cara.

—Íbamos a verte —murmuró.

Bert parecía desconcertado.

Lydia se irguió y se paró delante del policía, con ojos airados.

—Tú llamaste a Jack. Le dijiste que habían encontrado a Maz. Tienes que acordarte. Lo llamaste. Le dijiste que fuera a la aldea.

—No.

Lydia le agarró de la camisa.

—Tienes que acordarte —gritó.

Bert le apartó las manos con suavidad y la sujetó de los hombros.

—Lydia, yo no llamé a Jack.

El eco de los disparos resonó en su cabeza. Bert se equivocaba. Seguro que se equivocaba.

—No podemos hacer nada —dijo Bert—. Me temo que a Jack le han tendido una trampa. Lo siento muchísimo.

A Lydia le temblaban las piernas como si fueran a doblarse, pero la contundencia de Bert pudo más que nada. Negó con la cabeza despacio. Bert no tenía razón: sí podían hacer algo. Buscar a quien había engañado a Jack, averiguar quién lo había llamado. Descubrir quién lo esperaba en la carretera sabiendo que iría sin protección policial. Y, para eso, empezaría por encontrar a Lili.

Dio media vuelta cuando los otros dos policías se acercaron a Jack, para no ver el esfuerzo con que levantaban el cadáver rígido y la tristeza con que movían la cabeza lamentando otra muerte inútil.

El entierro se celebró al día siguiente. El chaparrón se había llevado las nubes y hacía un día caluroso y azul. Los trámites fueron rápidos, pues no podían demorarse en un país como Malasia, donde el calor era tan sofocante. Un grupo reducido, con la mirada puesta en la tumba abierta en la tierra, intercambió alguna que otra sonrisa tímida. Con un mustio ramillete de lirios amarillos en la mano, Lydia saludó con la cabeza a Bert y a otro policía; a un par de compañeros de Jack a los que no conocía; a Jim, el jefe de Jack, y a una china muy guapa que esparció pétalos de rosa sobre la sepultura. La desconocida no habló con nadie: únicamente murmuraba para sus adentros, con ojos inexpresivos.

Celebraron un breve ritual al aire libre. La hierba, todavía húmeda por la lluvia reciente, resplandecía bajo el sol, y el viento levantaba granos de tierra alrededor de la tumba. «Qué cruel la vida —pensó Lydia—. ¡Cómo sigue su curso!». Y no apartó la vista del suelo mientras Jim leía un poema.

No vengas a llorar junto a mi tumba.

No estoy aquí… No duermo.

Estoy en la quietud de la mañana.

Estoy en el gracioso vuelo

de las aves que surcan las alturas.

Estoy en las estrellas que relucen de noche.

No vengas a llorar junto a mi tumba.

No he muerto.

Era un poema muy idóneo. Jack creía en la naturaleza, no en Dios, ni tampoco en la vida después de la muerte; ni en el cielo ni en el infierno. «El infierno es este puñetero mundo», decía, con un gemido.

Metieron el féretro en la sepultura. Lydia había escogido una caja decorada y la había pagado con parte del dinero que Jack guardaba debajo de la alfombra, aunque no podía decirse que fuera un derroche. Con el resto del dinero viviría mientras pudiera. Se acordó de lo que Jack le había dicho cuando le enseñó el escondite. Por si te hace falta. De los árboles llegó un chasquido y un crujido, y a continuación, por espacio de un segundo, el mundo se detuvo, como si se hubiera interrumpido. Sintió un dolor difuso detrás de los párpados al lanzar sobre el féretro un puñado de tierra del jardín de la plantación y después los lirios. Justo a sus pies pululaba un enjambre de hormigas que había perdido su hormiguero al cavarse la fosa. Inmóvil, Lydia aspiró el aroma de la tierra y de los lirios, impresionada por la imagen del ataúd, y se sumió en un silencio glacial, pensando en el espacio donde se alojaba el corazón de Jack cuando aún estaba vivo. Poco después tomó aire con fuerza y de nuevo prestó atención a los ruidos de la selva: traqueteos, golpes, rumor y zumbidos.

Bert la acompañó amablemente hasta donde alguien había servido un tentempié de palitos de pollo con chili y dátiles con miel, que se comieron con las manos, sentados en el suelo. Cuando el sacerdote se retiró, bebieron ginebra directamente de la botella y recordaron a Jack uno por uno. Los sepultureros fueron a rellenar la tumba mientras el grupo se retiraba un poco más, a la sombra de los árboles, y los observaba desde allí. A lo lejos se oyó el ladrido de un perro solitario. Un sonido triste y desamparado. Cuando empezó a oscurecer, alguien sacó una linterna y Lydia vio cómo se acercaban a la luz las polillas anaranjadas mientras una brisa suave refrescaba el ambiente.

Al cabo de un rato, Bert se volvió a ella.

—Será mejor que nos vayamos. ¿Vuelve usted con Jim?

—Sí, va a llevarme a casa de Jack, a recoger mis cosas. Mañana me marcho al sur.

—¿Tiene usted suficiente dinero?

Lydia asintió y, por encima del hombro de Bert, entre los árboles, vio deslizarse una figura. Su corazón se llenó por un momento de una rabia incontenible.

—¿No era esa Lili? —preguntó.

—Lo siento. No la he visto. Por cierto, ¿sabe usted dónde está la otra arma de Jack? No la hemos encontrado.

—Se la di a Jim —contestó.

Estaba subiendo al coche cuando se acordó de la mujer china que no se había sumado al grupo mientras bebían junto a la sepultura. Animada por la ginebra, le preguntó a Bert si la conocía.

El policía extendió las palmas de las manos y se encogió de hombros.

—Algún antiguo amor de Jack, supongo. ¿Qué importancia tiene ahora?

Lydia negó con la cabeza. Ya nada tenía importancia.

La brisa traía fragmentos de ruidos: el zumbido de los insectos, el motor de un coche acelerando, los gemidos de la selva. El mundo refulgió por un instante en aquella luz tenue. Lydia pensó en la amplia sombra de Jack y en la risa que ambos compartían en secreto. De eso hacía mucho tiempo. Pensó en su espalda, en sus hombros fuertes y en cómo se acurrucaba contra él; se amaban tanto como si se respirasen el uno al otro. Se le aceleró el pulso y estuvo a punto de tropezar cuando volvió la cabeza para mirar el montículo de tierra que ahora cubría su cuerpo.

—Adiós, amor mío —susurró, sin contener el llanto por más tiempo—. Perdóname.

Palabras manidas, pero no acertó a decir nada más.