20
LILI HABÍA SIDO COMO UNA FLOR mística. Incluso estando sobria, ¿cómo iba Lydia a competir con eso? Y aquel día estaba sobria. Mientras esperaba a Jack, oyó carcajadas y se acercó a la ventana. Channa estaba empujando a Maz en el columpio que Jack le había instalado en la rama más resistente del jardín. Al principio lo empujaba muy despacito, y Lydia pensó que eso no iba a ser suficiente para contentar a Maz.
—Más alto, Channa. Más alto —gritó.
Channa no le hacía caso, pero él seguía gritando.
—Más alto, más alto.
Por fin, Channa se dio por vencida, lo empujó con fuerza y Maz aulló de entusiasmo.
—Más. Más.
—No más —dijo ella. Y se retiró.
Maz, enfadado, dio un tirón de las cuerdas, echó las piernas atrás para darse impulso y, lanzando un grito, resbaló del asiento.
—Cuidado con el columpio. Que no le dé en la cabeza —gritó Lydia.
Channa volvió corriendo y no le dejó levantarse del suelo.
—Arrástrate despacio —dijo, mientras atrapaba el columpio con una mano.
Maz se sentó en el suelo y se miró la rodilla.
Channa se agachó a su lado.
—No es más que un rasguño —dijo, y le dio un besito.
El niño se fue a dar una vuelta por el jardín con un cesto. Lydia lo vio recogiendo piedras y guijarros.
—Es para protegerme —dijo Maz, mirando a Lydia con una sonrisa. Y empezó a hacer un círculo con las piedras alrededor del árbol—. Así, el columpio malo no podrá hacerme daño.
Jack volvió a casa tarde y se quedó en el pasillo, tambaleándose, con las manos en las caderas. Por alguna razón, al notar que el aliento le olía a ginebra, Lydia se acordó de la noche en que decidió cortar por lo sano y le confesó a Alec su aventura.
Estaban sentados en el porche cubierto, embadurnados de repelente de insectos. Se acordaba de aquel olor, mezclado con el de la ginebra, y de la brisa ligera y cargada de polvo. A lo lejos se oían los golpes del chotacabras y el rumor del mar. Lydia se había recogido el pelo en un moño alto mientras buscaba la manera de decírselo a Alec, que estaba relajado y llevaba puesto su batín de cuadros escoceses. Estaba hablando de su ayudante indio, de que no podía confiar en él desde que lo habían rebajado de categoría. En una pausa de Alec, Lydia tomó aire.
—Alec, tengo algo que decirte —empezó.
Hubo un silencio. Él evitó mirarla a los ojos, y ella comprendió que no iba a ponerle las cosas fáciles.
—Lo siento muchísimo, pero he estado viendo a alguien…
—¿Crees que no lo sabía? —interrumpió él—. Debes de pensar que soy imbécil.
—¿Cómo?
—Te oí hablar por teléfono. A mí no me llamas «cariño».
Y entonces escupió el nombre de Jack.
—Lo quiero, Alec. Lo siento.
El gesto de petulancia de Alec se borró entonces, y al ver la angustia en sus ojos, Lydia guardó silencio. Era consciente de que lo había defraudado y le ardían las mejillas. No más palabras.
Alec rompió el largo silencio tomando aire.
—El sexo no es amor, Lydia. Ya has visto a todos esos hacendados borrachos como cubas en los bares.
—Alec.
—Y a sus putas «con abrigos de piel y sin bragas».
Lydia se estremeció al oír la jerga vulgar de los miembros de la RAF. Alec trituró un cubito de hielo con los dientes y una vena en su cuello empezó a temblar.
—Apestan a casa de putas. Jack no es diferente.
Y Lydia sintió que se le aceleraba el pulso. Eso no era verdad.
—La has cagado, Lydia. Reconócelo.
A Lydia se le cortó la respiración… Todo quedó en silencio.
—Naturalmente, me gustaría que siguieras viendo a las niñas —dijo.
—¿Crees que voy a dejar que te vayas con un plantador de caucho?
Lydia se enfureció.
—No puedes impedirlo —dijo.
—¿Ah no? Eso sería en la vida de antes de la guerra, pero no ahora que la guerrilla mata. Cuelgan a los hombres y después los abren en canal con un parang. ¿Es eso lo que quieres?
Le entraron náuseas. Había visto al jardinero utilizar un parang para segar la hierba alta.
Alec se frotó la mandíbula con un dedo, en un punto donde un músculo había empezado a contraerse. Levantó la barbilla y dijo:
—De todos modos, después de esa asquerosa aventura, nunca conseguirás la custodia.
—Jack cuidará de nosotras. Volveremos a Inglaterra.
—¿Se arriesgará a incumplir su contrato?
—Está ahorrando para poder rescindirlo.
—De todos modos, nunca conseguirás la custodia.
—Buscaré trabajo.
—Sin formación, ni experiencia laboral. Ni casa. Ni medios de subsistencia. Y siendo culpable. Quítate las gafas de color rosa.
—Lo siento. Yo no quería hacerte daño. Simplemente ha ocurrido.
—No, Lydia —contestó con brusquedad, tragando saliva—. Estas cosas no ocurren simplemente. Tú has elegido.
—He intentado ser sincera contigo. Tú sabes cómo estaban las cosas entre nosotros. Tú no puedes ser feliz.
—¡Felicidad! Esto no es cuestión de felicidad, Lydia. Es cuestión de responsabilidad.
Lydia confiaba en apelar a sus sentimientos, pero al ver cómo Alec daba media vuelta y se aferraba a la barandilla, comprendió que era inútil. Alec jamás hablaba de sentimientos. Se volvió a ella, con los nudillos blancos.
Lydia estaba atenta a los ruidos de la noche.
—Dime, ¿eres feliz? —preguntó.
Alec la miró con ojos de acero, sin pestañear, y pasó por alto su pregunta, limitándose a torcer un labio.
—Tienes otra opción —dijo—. Puedes quedarte o puedes irte, pero te irás sin Emma y sin Fleur. Tú decides.
Lydia aguantó las ganas de llorar. ¿De verdad era capaz de hacerle eso?
—Y no te engañes, Lydia —continuó, haciendo una pausa para limpiar sus gafas con un pañuelo—. No te engañes. Me encargaré de que nunca vuelvas a ver a ninguna de tus hijas.
Petrificada y muda, Lydia se abrazó de la cintura, como si quisiera protegerse de un puñetazo. A continuación tragó con fuerza y se enderezó.
—No puedes hacer eso.
—Sí, Lydia. Ya verás como sí puedo. ¿Por qué no te tomas otra ginebra mientras lo decides?
Alterada por el tono de su marido, se dejó llevar por la rabia y estampó la botella de ginebra contra la barandilla del porche. Ninguno de los dos dijo nada en un buen rato.
Alec olfateó el aire cargado de olor a ginebra.
—¿Eso significa que te quedas? —dijo.
Lydia no quería ver el rostro cansado de Alec. No podía elegir, y él lo sabía. Sabía que ella tenía con sus hijas ese vínculo propio de las madres, y que nunca las abandonaría. Llena de angustia, Lydia pensó en Jack. Su piel dorada, su vitalidad. Ella no esperaba enamorarse, no se había imaginado que el corazón le daría un vuelco solo de verlo. Le traía sin cuidado que Alec tuviera razón. Le traía sin cuidado que Jack se acostara con otras. Le traía sin cuidado que Jack le hubiese tomado el pelo.
Apoyó la cabeza en el respaldo del asiento.
—Nunca hablas conmigo, Alec. Nunca sé lo qué piensas.
—Vaya, ¿se trataba de hablar? ¿Eso hacías con Jack?
Se sentó muy erguida. Sabía que no debía decir eso, pero no pudo aguantarse.
—No, Alec. Por una vez en mi vida he echado un buen polvo.
Evitaron mirarse a los ojos.
—No tientes a la suerte, Lydia. No pienso pagar el pato por esto. Sabías lo que aceptabas cuando te casaste conmigo.
—Tú entonces me necesitabas.
—¿Tanto te cuesta seguir a mi lado? Todavía te necesito.
—Para que cuide de las niñas.
Alec se encogió de hombros y le dio la espalda.
—Al principio éramos felices, Lydia. Pero tú eres impulsiva. Eso te crea problemas.
Estudió la espalda de su marido. Alec tenía sus distracciones y se admiraba a sí mismo. Sabría sobreponerse a su orgullo herido. Se volvió a ella y le tendió una mano, pero Lydia bajó la vista, demasiado enfadada para mirarlo.
—Más vale que te tranquilices. No quiero que las niñas se disgusten por nada. Mañana por la mañana tenemos que ir a una boda.
Se dio cuenta de que Jack seguía en la puerta, mirándola cautamente, con las mejillas coloradas. Llevaba varios días dando vueltas en la cabeza a aquella discusión con Alec. Todo era culpa de ella. Todo. Si no hubiera tenido aquel romance con Jack. Si no hubiera atendido la llamada de Suzanne. No podía culpar a nadie más que a sí misma.
Miró a Jack.
—Creía que tenías más pelotas —dijo.
Él la miró con una expresión incómoda.
—¿Lydia?
—Alec tenía razón. Tú no notas la diferencia, ¿verdad? —dijo, contemplando la sombra de la lámpara en la mejilla de Jack. Estaba demasiado delgado. Había adelgazado mucho.
—¿De qué narices estás hablando? —preguntó él.
Se puso colorada, pero siguió adelante, a pesar del gesto de desconcierto de Jack.
—Entre el amor y el sexo.
—O sea que ahora es culpa mía.
—¿Por qué no me lo dijiste?
Jack comprendió por fin.
—Ah, es eso: Lili. ¿Para qué? Tú ibas a volver con Alec, cariño. No teníamos futuro. Me lo dejaste muy claro.
—Y cuando estabas conmigo, ¿me deseabas a mí de verdad? ¿O a ella?
—Lydia, por favor. —Jack negó con la cabeza—. Lili me gustaba. La gente hace cosas. Comete errores.
Lydia se acercó y se paró delante de la silla en la que él se había sentado. ¡Cuánto disfrutaría Alec si se enterase de que Jack había estado con otra a la vez que con ella! Jack se levantó y le tendió los brazos, pero ella, en lugar de aceptarlo, le dio una bofetada.
Él se frotó la mejilla.
—¿Por qué la tomas conmigo? Yo no tengo la culpa.
Tenía razón. Sus hijas estaban muertas y aquel era su castigo.
—Yo creía que eras la única persona en el mundo que me conocía. Creía que estábamos hechos el uno para el otro.
—Todavía estamos a tiempo. Por Dios, ven aquí.
Lydia se quedó donde estaba, peleando contra las sombras.
—¿La conociste en un burdel?
Él extendió las manos, con las palmas vueltas hacia arriba, y se encogió de hombros.
Casi no se dio cuenta de que Jack la cogía en brazos y la llevaba a su cama. Quería que todo terminase. Él la acostó y se sentó en el borde del colchón, sujetándose la cabeza entre las manos. Cuando volvió a mirarla, un rayo de luna iluminaba los hoyuelos de sus mejillas. Ella tendió una mano y trazó con los dedos la línea de su perfil. ¡Qué bruja era! ¡Ni siquiera tenía en cuenta los sentimientos de Jack!
Él le quitó el vestido y la ayudó a meterse en la cama.
Lydia sentía una extraña mezcla de rabia y de vergüenza de estar viva. Estaba despierta, intentando no ver imágenes de sus hijas, figurándose que todo era un error atroz, que no estaban muertas. La duda creció en sus pensamientos y finalmente Lydia despertó a Jack, dándole un codazo.
Él se frotó los ojos, se incorporó y frunció el ceño.
—Lyddy, necesitas dormir. Lo necesitamos los dos. ¿Qué hora es?
—¿Puedes volver a Ipoh? Pide pruebas de que Alec y las niñas estaban allí.
Jack suspiró.
—Lydia, tienes que parar. Ya sabes lo que ha dicho George. Estaban allí. Nadie ha vuelto a ver a Alec desde entonces y tampoco ha tenido noticias suyas. La Administración no pudo hacer una lista de las personas que murieron en el incendio, porque los registros también se quemaron y ya sabes que no hubo supervivientes.
Lydia negó con la cabeza.
—Es que no me lo puedo creer. Dime exactamente qué dijeron.
—¿Quieres que sea sincero?
—Sí.
—Dijeron que algunos de los restos se los llevaron los animales por la noche.
Lydia se tapó la boca con una mano.
—Incluso George dijo que fue como una cacería, que ponía los pelos de punta.
Lydia agachó la cabeza y tembló al recordar la risa estridente de Emma, la nariz chata de Fleur y su hoyuelo en la mejilla. Y se permitió llorar. «¿Estoy loca —pensó—. Loca de dolor? ¿O es que ya no sé quién soy?».
A la mañana siguiente hicieron el amor. Por una hora, Lydia se fundió con Jack y se perdió en esta sensación. Experimentó el mismo cosquilleo que la primera vez al sentir el roce de su piel y, cuando él entró dentro de ella, el mismo estremecimiento de asombro y alivio. Por una hora, recuperó la capacidad de sentir algo que no fuera dolor, y se entregó a este sentimiento. Deseaba con toda el alma descubrir la manera de ser feliz con Jack. Él se había acostado sin ducharse y Lydia encontraba hebras de látex pegajosas mientras le acariciaba el pelo.
—Gracias, Jack —dijo—. Voy a intentarlo.
Esa misma tarde vio hincharse las nubes negras en la ladera de la montaña. A sus oídos llegaron voces infantiles. Maz estaba en el jardín, jugando al pilla-pilla con Burham. Cuando llegó la tormenta, Lydia les hizo entrar en casa y les leyó un cuento en inglés, con una voz forzadamente animada. Maz estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, junto a la silla de Lydia. Ella le acariciaba el pelo cada dos por tres, pero el niño se había vuelto callado cuando Lydia estaba delante. Ya no comentaba todo lo que veía, y cuando se ponía a contar, lo hacía en voz baja. El otro niño estaba inquieto y se fue con su madre.
Maz también se levantó.
—Me voy con él, señora.
Aunque quería recuperar la confianza de Maz, las visiones de sus hijas seguían atormentándola y, con mala conciencia, se dio cuenta de que había dejado de prestar atención al niño.
Solo cuando la tormenta se hartó de aullar y el aire volvió a calmarse, la imagen de sus hijas se disipó por fin sin dejar rastro. Salió el sol y todo terminó. De momento. Pero la oportunidad de curarse pendía de un hilo. Fino, esquivo. Y cuando Lydia intentó comenzar el proceso de reconstrucción de su vida rota, Maz estaba ahí para acompañarla, para señalar al pájaro del sol que picoteaba una flor, con su frente de color negro azulado reluciente como el metal al inclinarse para absorber el néctar. Lydia le sonrió. Se esforzaría con más empeño. Eso haría.