39
EL DECRÉPITO Y LÚGUBRE EDIFICIO, un palacio que antiguamente había sido la residencia del gobernador del distrito, fue asaltado por los japoneses durante la guerra y utilizado como prisión. Se encontraba en mitad de la montaña y actualmente era un hospital para enfermos mentales, al que se accedía por una puerta de madera tallada. Lydia se encogió al respirar aquel olor nauseabundo. Sin luz natural y con aquella sucesión de puertas cerradas alrededor de un vestíbulo octogonal, no era difícil imaginar los gritos de las víctimas de las torturas. Y se estremeció al pensar cuánto dolor habían absorbido aquellas paredes.
Con los puños apretados y gesto severo, Adil se dirigió a la oficina. No quedaba en él ni rastro de la amabilidad de la noche anterior. Enseñó su identificación en el mostrador. Un celador receloso asintió con la cabeza, abrió una de las puertas y los llevó hasta el otro extremo del edificio. De la planta de arriba llegaban ruidos lastimeros: una carcajada antinatural, unos gemidos suaves y persistentes, un sollozo ahogado. Ya empezaban a acostumbrarse a la penumbra cuando el celador abrió otra puerta y les indicó que entrasen.
—Toquen el timbre cuando quieran salir —dijo entre dientes. Y cerró de un portazo.
Lydia oyó girar la llave en la cerradura y miró a un lado y a otro. Era una habitación pequeña y anodina, que había perdido todos sus colores de origen. En un rincón había un cubo tapado, que apestaba a orina y a desinfectante, y por debajo del suelo se oía el flujo de una corriente de agua. Los olores de la selva se filtraban con la humedad. A Lydia se le revolvió el estómago.
Lili estaba sentada en una silla de metal, andrajosa y cambiada hasta un punto irreconocible. Su piel luminosa se había vuelto gris; parecía escuálida y le habían cortado a trasquilones su precioso pelo largo. Levantó la cabeza, con la cara cubierta de picaduras de mosquito y llena de ira.
—¿Te están tratando mal? —preguntó Lydia, horrorizada.
Lili se levantó, dio media vuelta y le lanzó a Lydia la silla, que se estampó contra la pared antes de aterrizar en el suelo sin haber dado en el blanco. Después se abalanzó sobre ella. Adil la sujetó de un brazo y la empujó hacia atrás. Se miraron, furibundos, y Lili se resistió, arañando a Adil en la cara y mordiéndole en el pecho. Cuando por fin se quedó sin fuerzas, él la soltó.
—Ella me lo quitó —dijo, escupiendo las palabras y entornando los ojos, a la vez que esbozaba una sonrisa fina—. Solo yo sabía lo que a Jack le gustaba de verdad.
Se levantó la falda y les dio la espalda para hacer un movimiento de rotación con el trasero desnudo.
Lydia se estremeció y tuvo que aguantar las ganas de vomitar.
—Lo único que hice fue convencer a su madre de que el niño estaba en peligro. Y a cambio de mi ayuda para recuperar a Maznan, ellos… —Guardó silencio y agachó la cabeza—. Yo no quería que lo matasen.
—Sigue —dijo Adil con frialdad.
Lili parpadeó.
—Me prometieron que me traerían a Jack.
Lydia se tapó la boca con la mano.
—¡No! No para matarlo. Si yo les ayudaba a llevarse a Maznan, ellos apartarían a Jack de ti. Zorra blanca. No para matarlo. —Señaló a Lydia con un dedo, apoyó contra la pared el cuerpo esquelético y se dejó caer al suelo, desmadejada.
Adil se acercó a ella, la levantó de los brazos, colocó la silla y la sentó.
—¿Quieres un vaso de agua? —le ofreció.
Lili se encogió y se tragó un sollozo. Hubo un silencio. Lydia se quedó mirando el tenue cuadrado de luz que entraba por el ventanuco con barrotes. Quería culpar a Lili, pero ella en realidad no tenía la culpa. La misma imagen grabada en su memoria afloró una vez más a la superficie. Vio a Jack tirado en la carretera, su sangre coagulándose.
Después de que murieran sus hijas, confiaba en que su amor por Jack fuese el camino a la salvación. En que pudieran darse el uno al otro eso que tanto anhelaban. En cambio, había llevado a Jack a la muerte y a Lili a la locura. Nadie se había salvado. Sintió que se mareaba en aquel ambiente tan cargado. No había salvación en este país infernal: las únicas certezas eran el calor, el sudor y la violencia.
Adil llevó a Lydia a la puerta.
—¿Qué ha sido de la madre de Maznan? ¿La han detenido? —preguntó Lydia.
—Yo no quería que muriera —sollozó Lili—. Yo lo quería.
Adil tocó el timbre.
—Luego te lo cuento —le dijo a Lydia.
—Yo pinté la pared del templo —dijo Lili, como canturreando, y miró a Lydia con una expresión de desafío en sus ojos negros.
Lydia miró a Adil, y él se encogió de hombros.
—Pinté cuatro dragones galopando por el cielo. Pero les pinté las pupilas. Y eso fue un grave error. Se marcharon volando. —Lanzó una risotada amarga y escupió en el suelo mugriento.
Adil la miró por encima del hombro.
Ella se llevó un dedo a los labios y le dirigió una mirada feroz.
—¡Chss! —dijo—. Solamente quedó uno. El del ojo vacío… —Y poco a poco fue bajando la voz, sin dejar de observarlo.
Salieron de la celda y los acompañaron a la entrada trasera. Fue un alivio para Lydia verse al aire libre, y cerró los ojos, respirando con fuerza. Adil ya se alejaba.
—Has dicho que me contarías qué ha sido de la madre de Maz —dijo Lydia, corriendo tras él.
—La madre de Maz es una de esas muchachas que se dedican a recaudar fondos. Va vestida como una tabernera, de azul oscuro, con un pañuelo negro en la cabeza.
Lydia arrugó la frente.
—Recaudaba fondos para la gente que está en la selva. Así consiguió acceder tanto a los insurgentes como a los trabajadores de la plantación.
—Y ¿cómo ha terminado Lili aquí?
Adil no lo sabía.
—La policía portuaria la detuvo y llegó a la conclusión de que estaba trastornada.
Bajo un cielo de color rosa, fueron andando hasta lo que en otro tiempo había sido un precioso suelo de mosaico, lleno de huecos ahora y rodeado de hibiscos blancos de tres metros de altura. Conducía a unos jardines laberínticos y abandonados, en los que resonaban algunos ruidos de la ciudad que se encontraba a sus pies. Una bandada de pájaros pasó volando y en algún punto lejano de los jardines se oyó el chirrido de una puerta empujada por una ráfaga de brisa. Lydia volvió la cabeza en la dirección del sonido.
—Es una casa de verano. ¿Quieres verla?
Adil echó a andar con decisión hacia un pabellón derruido. La casa estaba escondida por una arboleda y rodeada por media docena de árboles altos, con las ramas entrelazadas formando un dosel. Un grupo de monos parlanchines correteaban por el tronco de los árboles y se columpiaban de las ramas más altas con una sola mano. Unas flores de un color rosa intenso, con las hojas arrugadas y oscuras, se abrían camino entre las ventanas, y el sol, que ya se ocultaba por detrás de la montaña, teñía de oro los cristales rotos.
La puerta estaba doblada, pero cedió con un empujón del hombro de Adil. Dentro no quedaba nada más que un banco de madera y un par de butacas de ratán desvencijadas.
—Me gustaba venir aquí. Al principio, George me consiguió trabajo de camarero. Una de esas extravagancias sociales de los tiempos anteriores a la guerra. Aquí conocí a Cicely, cargada de collares y de pulseras del mercado de las especias. Tenía diecinueve años y estaba sin blanca y dispuesta a todo.
Lydia miró a Adil a los ojos. Estaba tenso.
—Claro que entonces esto no estaba como ahora. Era un escenario concebido para el amor. Harriet Parrott se ocupaba de todo: cojines de seda, velas aromáticas, incienso y flores. —Escupió en el suelo.
A Lydia se le puso la carne de gallina.
—¿Qué es Cicely para ti?
Adil carraspeó.
—Ya te dije que hemos trabajado juntos.
—¿Nada más?
Hubo un breve silencio. Lydia pensó que había algo que no encajaba, y vio que no creía a Adil del todo.
Él se pasó una mano por la cabeza afeitada.
—Es una mujer peligrosa. —Hizo una pausa, mientras miraba alrededor, y dijo—: Vámonos. Odio este sitio.
—¿Es el sitio solamente? —preguntó Lydia. Y trató de captar la mirada de Adil, pero él resopló y apartó la cabeza. Lydia observó su perfil—. ¿Verdad que tengo razón? ¿Hay algo más?
—Creía que no se notaba.
—¿Por qué?
—¿Estás segura de que quieres saberlo?
Lydia asintió y, a pesar de que se había acostumbrado a buscar pistas, sintió una punzada de temor. Él estaba a punto de rellenar los huecos, y ella no estaba segura de que en realidad quisiera ver la imagen completa.
Adil empezó a hablar con una voz distante que a Lydia le hizo recordar la impresión que le causó cuando se conocieron. Casi se había olvidado de aquel hombre altivo y frío que en aquel momento le daba la espalda.
—Un jeep lleno de japoneses se llevó a mi madre a un lugar muy parecido a este. Principalmente buscaban niñas chinas menores de edad, pero ella, aunque era mayor, aún conservaba cierta frescura y cierto aire de fragilidad, así que se la entregaron a los chicos de verde, que la trataron con una brutalidad inconcebible. Tuvo mucha suerte de sobrevivir. A la mayoría las mataban a patadas o las degollaban.
Lydia observaba el cielo, cada vez más oscuro, a través de la ventana. Cerró los ojos y se concentró en la voz de Adil.
—La sumergieron en un tanque de agua fría que le llegaba hasta el cuello. Tuvo que resistir cuarenta y ocho horas de pie para no ahogarse. No sé cómo sobrevivió…
Adil se quedó callado y Lydia abrió los ojos. Él parecía estar en otra parte, y la desesperanza con que se encogió de hombros y volvió las palmas de las manos hizo que a Lydia se le encogiera el corazón.
—La tuvieron seis meses prisionera. Y un buen día la dejaron tirada en la calle, desnuda, apestando a vómito y a heces, con el cuerpo lleno de quemaduras de cigarrillos.
Tiró de una liana de hojas negras que entraba por una ventana rota. Cogió una flor grande y de color rosa intenso, se la llevó a la nariz y la dejó caer. Luego, con gesto deliberado, la pisó con el talón y la trituró en la tierra.
—Como digo, tuvo mucha suerte, si se puede llamar así. A muchas las obligaron a cavar su propia tumba y las enterraron vivas. Nunca llegó a recuperarse del todo. Más adelante, en los peores momentos, yo…
Se interrumpió, indeciso.
—Estaba muy ocupado. La última vez que la vi apenas me reconoció. ¿Te imaginas lo que es eso, Lydia? Jamás me lo perdonaré. Jamás.
Lydia estaba sentada, completamente inmóvil. El aire se había vuelto denso. Las palabras de Adil le llegaron muy dentro y, por primera vez, Lydia detectó en ellas el dolor que él guardaba escondido en un rincón inaccesible.
—Lo siento mucho, Adil.
—Así era el mundo entonces —dijo él, como quitándole importancia.
—¿Quedan muchos japoneses?
—No nacieron muchos niños bastardos. Tenían la costumbre de matar a las mujeres a las que violaban. Sé que todos los hombres son capaces de ser crueles, pero lo que le hicieron a mi madre…
—Adil.
Adil apretó los puños.
—Aquí la guerra terminó a mediados de agosto, después de que lanzasen la bomba en Hiroshima. ¡Gracias a Dios!
Lydia tragó saliva, impresionada por estas palabras.
Él encendió un cigarrillo.
—No sabía que fumaras —dijo. Quería ayudarlo, pero no sabía cómo.
—Solo de vez en cuando.
—¿Qué le pasará a Lili?
—Mejorará. La dejarán salir. Quizá tenga la oportunidad de trabajar en una de esas compañías de teatro. O volverá a la prostitución.
—¿Y la madre de Maznan?
—Vamos —dijo él—. Ya ha sido suficiente. Te lo contaré de camino.
Salieron de la casa de verano y regresaron por los jardines solitarios. La noche plana y negra de Malasia cayó como un telón, sumiéndolo todo en una negrura profunda como ninguna. Lydia quería acercarse a Adil. No quería tropezar en la oscuridad, pero tampoco quería tocarlo.
—La madre de Maznan apareció poco después. Ahora debe de estar detenida con su hijo.
—¿Estará bien Maznan?
—Creo que sí.
—¿No será ella blanco de los terroristas?
Adil se encogió de hombros.
—Esperemos que no. Cada vez son más los que se rinden.
—¿Por qué?
—Lo están pasando muy mal. Pronto habrá terminado todo. Desde que Templer llegó al poder, en 1952, todo ha sido cuestión de tiempo.
Lydia lo sabía. Alec le había dicho que Templer era un hombre duro y resolutivo que, en colaboración con el Departamento Psicológico Militar, empleaba todas las estrategias posibles para contrarrestar el terrorismo.
—Eso del teatro y el cine ambulante fue idea suya, ¿verdad? —preguntó Lydia.
Adil asintió.
—Por fin está dando resultado.
Nada más que la brasa del cigarrillo de Adil iluminaba el camino, y Lydia perdió el equilibrio en la oscuridad. Se fue hacia delante y se le enganchó el tobillo en una grieta. Adil la sostuvo antes de que cayera, pero uno de los tacones altos se había roto y estaba colgando. Lydia lo arrancó directamente. Ahora no tenía más remedio que apoyarse en él para volver, dando saltitos, a la entrada donde habían aparcado.
—Entonces ¿Maz está con su madre? —preguntó, cuando ya llegaban al asfalto.
—Ya te dije que intentaría averiguarlo. Ayer me dieron la pista, pero quería que Lili nos confirmara que ella había participado.
Esa noche le tocó a Lydia dormir en el sofá. Fue a la cocina, se preparó una ginebra grande y subió las persianas sin hacer ruido. Una luna llena se deslizaba entre las nubes, bañando de plata una franja de agua salpicada de sampanes oscuros. Lydia se miró las uñas, cuidadas, limpias, pintadas, más bonitas que cuando vivía con Jack. Ay, Jack, pensó. ¿Es posible que te haya olvidado tan pronto? Solamente cuando la ginebra le hacía cosquillas en la sangre y sentía un ligero mareo en la cabeza conseguía relajarse.
Ahora que ya sabía la verdad sobre la muerte de Jack y qué había sido de Maz, ¿qué la retenía allí? Al fin y al cabo, eso era lo que quería descifrar. En lo tocante a Adil, no podía acercarse más a él, no podía permitírselo. Adil no era blanco y, además, todavía era demasiado pronto para ella y la sombra de Jack seguía siendo muy alargada.
Pensó en Adil y, escudriñando el horizonte en la oscuridad, trató de imaginárselo dormido en la habitación de al lado. Sintió que libraba una batalla interior. Su desconfianza y su necesidad. «¿Quién es él?», se preguntó. Adil había hecho todo lo que le había prometido, y, aun así, Lydia estaba segura de que le ocultaba algo.