33

EN EL MERCADO, LYDIA OYÓ unas pisadas fuertes a sus espaldas. No conseguía familiarizarse con las callejuelas de Malaca, a pesar de que hacía todo lo posible. Hoy había ido a las afueras del barrio chino, con la esperanza de que alguien pudiera darle alguna pista del paradero de Lili. Tenía el pelo encrespado, por la humedad, y se paró a arreglárselo un poco delante de una casa de empeños. Mientras miraba el escaparate, vio el reflejo de una sombra entre las perlas y los collares baratos. Se alisó la falda.

—Lydia.

Dio media vuelta, y allí estaba él. Vestido al estilo occidental, con unos pantalones oscuros, una camisa de color crema y manga corta y una cadena de oro al cuello. Se acercó a ella, sin apresurarse, con la cabeza afeitada. Le tendió la mano.

Lydia observó su expresión y lo saludó con una sonrisa insegura.

—¿Me está usted siguiendo, Adil?

—Venga conmigo. Ya verá como vale la pena.

Lydia frunció el ceño. El sol, que había alcanzado su punto más alto, la aplastaba por completo, y sintió que se ponía colorada, centímetro a centímetro, empezando por el cuello. Él señaló la dirección y ella se dejó guiar por un callejón estrecho, donde el ruido del tráfico era más suave. Adil se detuvo en la puerta de un cafetín que tenía un cartel encima de la puerta, azul y dorado, escrito en caracteres árabes.

Entraron y se sentaron en unos taburetes bastante incómodos, en un rincón del local cargado de calor y humedad, lejos de los jugadores de mahyong, encorvados en el rincón contrario. Adil sonrió. Ella se lo agradeció y cogió un ejemplar de The Straits Times que alguien se había dejado.

—¿No le sorprende que George no la ayudara? —preguntó Adil.

Lydia miró su frente, sin arrugas, y observó las dos líneas marcadas que iban de los lados de la nariz larga hasta los labios carnosos.

—¿Qué?

Adil ladeó la cabeza, miró a Lydia fijamente y sirvió el dulce café aromático de una cafetera de bronce labrado.

—Creo que los dos sabemos lo que quiero decir —dijo, despacio.

Lydia esquivó su atenta mirada.

—¿De qué conoce a George? —preguntó.

Adil se encogió de hombros.

—Bueno, contestando a su pregunta, no me ayudó. Y no, creo que no me sorprendió. ¿Qué tiene usted que ver en todo esto?

Él la observaba con interés.

El sol entraba por la única ventana, formando un charco de luz blanca. Lydia se frotó las sienes con las puntas de los dedos para aliviar la tensión y vio que él estaba atento a su escote, siempre tan revelador, con aquellas manchas rojas que le salían en la piel. Nunca se acostumbraría a la humedad.

Por unos momentos, ninguno de los dos dijo nada.

Adil se rascó la barbilla y sonrió con simpatía.

—Siento lo de su amigo. Sé que las palabras no sirven de nada.

A Lydia se le escapó un suspiro lento.

—Pasará, poco a poco —dijo él.

Una imagen de Fleur y Emma asaltó a Lydia y le encogió el corazón, pero hizo un esfuerzo para no enfadarse.

—Pero eso ya lo sabe usted. Lo siento mucho.

—No hace falta que sea amable conmigo… De todos modos, ¿cómo ha sabido lo de Jack o lo de las niñas?

De nuevo Adil se encogió de hombros.

—Estas cosas siempre se saben.

Lydia no quería pensar en Jack en ese momento, pero en la radio sonaba una canción de Pat Boone, una de las favoritas de Jack, y le vino a la memoria una imagen del día en que se conocieron. Movió la cabeza, para volver en sí.

—Le diré cuál es el trato —estaba diciendo Adil—. Sin negociaciones. ¿Confía en mí?

Lydia se secó la frente y apuró su café. Quería pedirle ayuda, pero ¿podía confiar en él? No estaba segura, a pesar de que en su día había sido muy amable con ella. Tenía calor y se sentía torpe. Se sobresaltó con el ruido súbito de un camión que soltó su cargamento bruscamente en la calle, y el vaso de color rojo rubí se le cayó de las manos.

—¡Ay, Dios! Lo siento.

Después de que el camarero limpiara los cristales rotos, Adil se puso serio.

—¿Por qué razón exactamente fue usted a visitar a George? —preguntó.

—No es de su incumbencia, pero fui para hacerle unas preguntas. No me dio ninguna respuesta. Insinuó que a mis nervios les vendría bien un descanso.

—Quizá tenga razón —dijo Adil, con una media sonrisa, y continuó hablando con una nota divertida en su voz—. Remontar ríos entre los manglares, con los pájaros sobrevolando alrededor. Hay muchas cosas que ver. Por ejemplo, ¿sabía que las raíces de los manglares crecen en parte fuera de la tierra?

Lydia entrecerró los ojos.

—Se ha olvidado de mencionar los mosquitos y el calor sofocante.

Adil sonrió.

—Es verdad. Y también debería cuidarse de la serpiente azul coral. Es muy venenosa.

—Bueno, gracias por los consejos, pero ahora dígame qué hacía usted en casa de George. Me pareció verlo en la puerta el día que estuve allí.

—Trabajo para él. Bueno, a veces. Principalmente…

—¡Trabaja usted para George! —exclamó Lydia—. Entonces, ¿cómo narices voy a confiar en usted?

—En realidad trabajaba para él. Ya no trabajo.

Desconcertada, Lydia agrandó los ojos.

—Está mintiendo —dijo.

—Lamento que piense así —contesto él, negando con la cabeza—. Se lo contaré todo. Pero en otra parte.

Se levantaron y se quedaron frente a frente. Lydia sintió que se mareaba. Él se dio cuenta y tendió una mano para sostenerla, mirándola con ojos cálidos. ¿Cómo no recordaba aquella calidez? ¿Lo había olvidado simplemente porque él no era blanco? Cogiéndola del codo, Adil la llevó por el callejón estrecho.

—¿Qué tal si vamos al parque? —dijo—. Un poco de aire fresco.

De camino atravesaron un vibrante universo de bazares chinos. Adil la guio con destreza entre cortinas de pescado seco colgado en mitad de una callejuela. Cuando por fin llegaron al parque, dejando atrás las multitudes, pasearon por un sendero bordeado de árboles frondosos, por cuyos troncos trepaban las ratas negras a toda velocidad hasta desaparecer en las ramas más altas. En un rincón tranquilo, frente a un estanque pequeño y rodeado de hibiscos de color rosa, Lydia se sentó en el banco que señaló Adil. Los zapatos nuevos le apretaban en los dedos.

—Significa paz —dijo él, señalando el hibisco—. Paz y valentía.

El sol no estaba demasiado a la vista y, por detrás de las nubes que se aproximaban, una masa de lluvia esperaba el momento de derramarse sobre la ciudad. Un pavo real paseaba entre las amapolas silvestres, como una fantasía de plumas verdes, azules y doradas, con la cola iluminada por una última franja de sol.

—Usted sonríe —dijo Adil—, pero no tiene una expresión de felicidad.

Acalorada y pegajosa, Lydia se quitó los zapatos de salón de un puntapié y empezó a girar los tobillos. Se prolongó un silencio incómodo.

Lydia se volvió a él.

—Todavía no me ha explicado cómo puede ayudarme.

—Le oí hablar con alguien sobre el niño, sobre Maznan.

—¿Quiere decir que George estaba al corriente? ¡Lo sabía! Es un cabrón condescendiente. Lo siento, pero es que no me gusta ese hombre. —Se reclinó en el banco y se apretó las sienes con los dedos—. ¿Por qué me ha mentido?

Adil parecía apesadumbrado.

—Hay cosas que no puedo contar.

—Adil, si lo sabe, por favor, dígamelo.

Lydia contuvo la respiración al ver que él se disponía a hablar.

—Yo estaba esperando en el vestíbulo. Él estaba hablando por teléfono en el despacho, y la puerta estaba abierta. Todavía no sé dónde está el niño, pero tengo razones para creer que está vivo.

Lydia se llevó una mano al pecho y se le escapó un suspiro de alivio.

—Es muy importante para mí. Gracias.

Un grupo de niñas, con el pichi azul marino del colegio de Emma y Fleur, pasó por delante del banco. Se empujaban y se reían, y volvieron la cabeza para mirarlos. A Lydia se le nubló la vista y cerró los ojos. Cuando se sobrepuso a esta sensación, una brisa suave que venía del estanque rasgó el ambiente cargado.

Adil seguía mirándola, ajeno a las niñas.

—Haré lo que pueda. Lo que sea con tal de ayudarla. Como ya le he dicho, siento mucho lo de su amigo Jack y lo de sus hijas. Sé lo que es perder a un ser querido. Pero necesito que confíe en mí.

Lydia no podía respirar. Adil le cogió una mano y se la estrechó amigablemente, como si quisiera convencerla de sus buenas intenciones. Un lagarto de cresta verde pasó por encima de los dedos de los pies de Lydia.

—¿Las ha visto? —preguntó—. ¿A las niñas?

—Es bueno desarrollar una visión selectiva.

Lydia disfrutó por un momento del frescor de las manos de Adil en su piel. Enseguida se apartó.

—Lo siento —se disculpó él, encogiendo los hombros—. No era mi intención propasarme.

Ella negó con la cabeza y levantó la vista. El cielo se había vuelto sombrío y ya empezaban a caer las primeras gotas de lluvia, tibias y grandes como un puño de Emma. Lydia se obligó a pensar en otra cosa.

—¿Qué tipo de trabajo hacía para George?

—Principalmente operaciones secretas.

Vio que Adil parecía incómodo.

—Siga —lo animó.

—No puedo contarlo. Hay mucha corrupción. Ya sabe que aquí a los europeos los llaman el demonio de pelo rojo. A veces creo que tienen razón.

Lydia se levantó. Alec le había dicho lo mismo. Lamentando tener que marcharse, puso una mano en el brazo de Adil.

—Será mejor que nos vayamos antes de que empiece a llover.

Él sonrió.

Se había equivocado en sus primeras impresiones cuando lo conoció, pensó Lydia. Al principio le pareció frío y distante, y luego resultó que era muy amable. Ahora tenía la sensación de que era un hombre de sentimientos muy profundos. Lo notaba en sus ojos.

—¿Cómo me pongo en contacto con usted? —preguntó.

—No se preocupe. Yo la encontraré —contestó Adil.

Lydia se sorprendió al darse cuenta de lo mucho que esperaba que fuera verdad.