42

NOTÓ UN INTENSO OLOR A COMIDA, sudor y pachuli cuando se detuvo, sudorosa, delante de un portal de la calle de los Tres Dragones. La fachada pintada de verde seguía desconchándose, y le pareció más sórdida que otras veces. No apartaba la vista de la puerta de Adil. Antes de salir de Singapur, se había puesto un cheongsam de seda abierto en el costado. Demasiado insinuante. Se lo quitó. Probó una blusa de algodón sencilla y una falda ajustada. Demasiado soso. Al final se decidió por un vestido recto de color verde mar. Era sobrio, le quedaba perfecto y sacaba el mayor partido a sus ojos y su pelo. Se perfiló los ojos al estilo de las muchachas chinas, se pintó los labios, se preparó mentalmente y guardó sus sentimientos a buen recaudo.

No quería esperarlo dando vueltas en la acera como una furcia, y decidió que se presentaría únicamente si lo veía en la puerta. Así parecería obra del destino. Si Adil no aparecía, cogería el siguiente autobús de vuelta y él nunca sabría que había estado allí.

Una mujer estaba sentada a la sombra, en un callejón cercano, con un niño delgado, en cuclillas, a su lado, y otro de pocos meses en brazos. Con una mirada de profunda tristeza, pedía comida en malayo: Makan. Makan, decía, a la vez que señalaba la boca del chiquitín con la mano tendida.

Lydia se sintió impotente. ¿Qué podía hacer, además de darle dinero y confiar en que lo gastara en comida? Pero miró de reojo al bebé y se quedó sin aire: la carita rígida y gris del niño indicaba que ya era demasiado tarde para darle de comer.

Se distrajo buscando unas monedas en el bolso y estuvo a punto de perder la oportunidad. Se sobresaltó al oír su nombre y comprendió que era él quien la había visto a ella al salir a la calle.

Se acercaba por la acera abarrotada, sonriendo, con los ojos negros rebosantes de curiosidad.

—Supongo que vienes a verme —dijo—. Han pasado muchos meses.

—¿Me has estado siguiendo?

Él se encogió de hombros y le dio la mano.

Una ráfaga de aire llenó de polvillo los ojos de Lydia, que empezaron a lagrimear.

—No soporto el viento —dijo.

—Vaya. ¿A ti también te ha tocado el demonio del viento?

Lydia se secó los ojos con un pañuelo de papel.

Él la miró y se echó a reír.

—¡Madre mía! No suelo hacer llorar a las mujeres.

—Eso me han dicho.

—Tú has estado hablando con Cicely —dijo él, enarcando las cejas.

Lydia se mordisqueó los pellejos del dedo pulgar y sintió una oleada de calor en las mejillas.

—Te has manchado de negro. Aquí. Permíteme —dijo él. Le quitó el pañuelo de la mano y ella bajó la vista y se dejó limpiar.

Le dio las gracias en voz baja.

—Parece que tengo que dar algunas explicaciones. ¿Qué tal si entramos primero? Tienes pinta de necesitar una bebida fría.

Arriba, las persianas estaban bajadas. En lugar de subirlas, él encendió un par de lámparas y un ventilador de techo que empezó a remover a sacudidas el aire pegajoso. Era otro de esos días húmedos, desesperadamente necesitados de un chaparrón que despejara el ambiente.

—Perdona que haya venido sin avisar. No quisiera molestarte.

—Qué británica eres, Lydia. Pero, ya que lo dices, no me molestas en absoluto —contestó él, sonriendo. Y con gesto interrogante, levantó en la mano una naranja grande.

—Veo que te acuerdas.

Él exprimió la naranja y después una lima, y lo sirvió en un vaso alto. El olor a cítrico invadió el ambiente.

—Me mentiste.

—¿No podríamos decir que fue una omisión?

Lydia no quería pelearse.

—Llámalo como te parezca. ¿Por qué no me lo dijiste?

—¿Lo de Cicely? —Movió la cabeza—. Lo siento. Quería contártelo. Estuve a punto de hacerlo el día que fuimos a ver a Lili, pero lo cierto es que… Bueno, es complicado.

Lydia se miró los pies y se alegró de haberse pintado las uñas, aunque prefirió no pensar qué significaba eso exactamente.

—Yo también quiero hacerte una pregunta. ¿Por qué te marchaste así, sin decir palabra?

—Eso también es complicado —dijo ella.

Hubo un silencio mientras Adil añadía hielo y soda a los vasos.

—¿Te pagó George para que te encargaras de que no llegase a Ipoh?

—Ah.

—¿No lo niegas?

Adil tendió las manos, con gesto de darse por vencido, y acto seguido le pasó el vaso.

—George era mi jefe, y la triste verdad es que yo entonces no te conocía.

—¿Y qué pasó cuando me conociste?

—Cuando te conocí… Desapareciste —dijo él, mirándola a los ojos y sonriendo despacio.

Lydia vació el vaso. Había ido en busca de respuestas, pero no podía negar que, ahora que estaba allí, se sentía más viva que en todo el tiempo que había pasado en Singapur, donde, por mucho que se negara a reconocerlo, siempre acababa pensando en Adil.

—Verás. George me pidió que te siguiera y que retrasara tu llegada todo lo posible. Cómo conseguirlo, era asunto mío.

—Pero ¿por qué? —preguntó Lydia.

Él se encogió de hombros.

—Y ¿lo del autobús? No tiene sentido.

—Sabía que iría por la misma carretera que tú. Era únicamente cuestión de tiempo que te quedaras sin gasolina.

—Pero si tenía gasolina.

Él ladeó la cabeza.

—No fue difícil vaciar el depósito y manipular la aguja mientras Suyin te llevaba a Maz.

—No me lo puedo creer. Pensé que había gatos rondando por ahí. —Lydia se quedó pensativa unos momentos—. ¿Y si el conductor no me hubiera dejado subir al autobús?

—Lo habría convencido.

—Y ¿lo de la emboscada?

—No. Ni siquiera yo puedo controlar a los terroristas, aunque conocía a uno de ellos. Lo habían detenido poco antes y nos estaba proporcionando información.

—Pero no te informó de la emboscada.

Adil negó con la cabeza.

—Todo esto es una locura —dijo Lydia, haciendo una pausa—. No me has dicho por qué te pidió George que retrasaras mi llegada.

—No lo sé. Es la verdad.

Lydia se quedó mirando los pómulos altos de Adil, los ojos hundidos y rasgados, la nariz larga y los labios carnosos, y se dio cuenta de que había en él algo vulnerable. No era así como pretendía que fueran las cosas. Quería enfadarse con él, pero tenía la sensación de que estaba diciendo la verdad.

Él le cogió la mano.

—Escucha. Después de seguirte en el viaje a Ipoh, cuando te dejé en casa de Jack, hice algunas indagaciones a mi vuelta. No estaba contento. Como ya te he dicho, no sé por qué George no quiso explicarme el motivo por el que tú debías retrasarte, y a esas alturas yo ya sospechaba que estaba envuelto en algún asunto turbio. Podría tratarse de estafa y quizá de tráfico de armas. Pensé que quizá necesitaba que Alec se encargara de algo antes de que tú llegaras a Ipoh, y por eso me pidió que lo impidiera. Naturalmente, eran puras conjeturas. George había tenido importantes contactos con el hampa en Singapur, con contrabandistas, sociedades secretas chinas y cosas por el estilo. Sobre todo antes de la guerra.

Lydia retiró la mano.

—Te he echado de menos, Lydia. De verdad.

A Lydia le daba vueltas la cabeza. Ella también le había echado de menos, pero nada de todo aquello tenía sentido, y aún le quedaba una pregunta por hacer.

—¿Por qué os separasteis, Cicely y tú?

Los ojos de Adil se empañaron.

—Se avergonzaba de mí. De mis orígenes. Cuando murió mi padre, nos quedamos sin blanca. No solo soy negro sino que además mi madre ejerció la profesión más antigua del mundo. Cicely es una esnob. Y se enteró.

Hubo una pausa.

Adil se volvió hacia la ventana, dando la espalda a Lydia.

—Ahora me costaría comprenderlo, pero entonces era joven y me dejaba influir por ella. Fue un proceso de envenenamiento lento, hasta que al final hizo que me avergonzara de mi madre y dejase de ir a verla. La dejé morir sola.

—Lo siento.

—Pidió que me avisaran, pero no fui inmediatamente. Cuando por fin llegué, ya estaba muerta. Y ahora, la vergüenza… —Se miró los pies.

Lydia vio cómo subía y bajaba el pecho de Adil y sintió que era imposible decir nada que no fuese un lugar común.

—Ahora tengo que vivir con eso —dijo él, levantando la vista.

Se quedaron callados. Lydia no sabía cómo reaccionar. No quería entrometerse ni hacerle más daño.

—¿Cómo llegaste a donde estás ahora? —preguntó por fin, pensando que era preferible cambiar de tema.

—Gracias a George Parrott.

Lydia se mostró sorprendida.

—Era cliente de mi madre, en la época en que vivíamos en la barriada de los muelles. Me dio la oportunidad de salir de aquel ambiente. Al principio me ofreció un trabajo de camarero. Después empecé a trabajar para él y me tomó bajo su tutela.

—Entiendo.

Adil fue a sentarse al lado de Lydia.

—Siento no haber sido sincero contigo sobre mi pasado. Y de pronto, aquí está, estropeando el presente.

—¿Eso no es más bien consecuencia de la culpa? —preguntó Lydia, pero la conversación la había puesto nerviosa.

—O del miedo —contestó él, con una sonrisa apagada—. ¿Tú no reniegas de nada de tu pasado?

—No es tan simple —dijo ella, pensando en sus propios errores y acordándose de cuando llevaba a las niñas al zoo y a veces quedaba allí con Jack.

—Y ¿dónde estamos ahora, Lydia? —preguntó Adil, con voz serena.

Ella inclinó la cabeza. No esperaba encontrarlo de aquel humor.

—Todo apunta a George Parrott. Lo aborrezco. Nadie es como parece.

—Ese día que fuiste a verlo, ese día que me viste, yo estaba en la habitación de al lado, esperando. Después de todo lo que había hecho por mí, no me resultaba fácil decirle que ya no estaba de su parte. Discutimos.

—¿No irás a decirme que por eso se pegó un tiro?

—No en mi presencia —dijo, con una sonrisa irónica.

Lydia se quedó pasmada. ¿Cómo se había dejado enredar en todo aquello? —Se levantó—. ¿Y para quién trabajas ahora?

—Para la policía —contestó Adil, con ojos velados—. Creía que lo sabías.

—Vale. Una pregunta más.

—Dispara.

—¿La querías? —preguntó, con la mayor naturalidad posible.

Adil carraspeó.

—No era fácil quererla.

—Pero ¿la querías?

Asintió.

Cuando salieron esa tarde, el cielo estaba de color rosa. En cuestión de segundos, la noche había desplegado una cortina negra. Sin estrellas ni luna. Veloz. Las estrellas no tardarían en aparecer. De las callejuelas llegaban voces, carcajadas, el aullido desolado de un perro y el hedor de los retretes. Lydia no conseguía acostumbrarse. De un edificio a sus espaldas llegó un gemido bajo, más parecido a un lamento que a un grito. Trató de recordar el encantamiento que el jardinero les enseñó a las niñas para ahuyentar a los demonios de la noche y la oscuridad. En momentos como aquel, Malasia parecía imposible. Un mundo impenetrable de mitos y de magia, un lugar donde la burocracia colonial luchaba contra la rebelión china, donde la falsedad era moneda común y tener la piel blanca equivalía a ser un diablo de pelo rojo.

El calor se concentraba en la negrura. Se encaminaron a los muelles con la esperanza de que allí soplara un poco de brisa, pero los barcos de vela estaban inmóviles y los puntos de luz de los pesqueros desperdigados por el mar rasgaban la oscuridad a lo lejos. No corría ni una pizca de aire. Lydia sintió que le salían las manchas de siempre en el escote. Se frotó la piel y se fijó en un chino que vendía ungüentos y hierbas medicinales en un tenderete improvisado. Miró a Adil, buscando confirmación, pero él negó la cabeza.

—Vamos a tomar algo frío —dijo, y entraron en unos soportales.

Se sentaron en el rincón de un local lleno de humo, donde dos o tres parejas bailaban debajo de un ventilador de techo la música lenta de una radio. Las lagartijas verdes correteaban por las paredes desnudas y grises. Una bombilla atraía a las polillas, enormes, que rebotaban contra ella sin parar hasta que se achicharraban y caían al suelo. Adil pidió para Lydia una cerveza helada, aromatizada con cardamomo.

—¿Te apetece bailar, Lydia?

Ella abrió la boca, pero volvió a cerrarla sin decir palabra.

Adil le tendió la mano.

—Ven.

En ese momento les sirvieron las bebidas. Lydia dio un par de sorbitos antes de coger la mano de Adil.

—Cicely me contó que querías decirme algo —dijo Lydia, mientras él le ponía la mano en la cintura y empezaban a moverse.

—No.

—Dijo que me estabas buscando.

—La verdad es que esperaba que volvieses, eso quiero que lo sepas, pero no te estaba buscando. Quería que si venías fuera por decisión propia. No le dije nada a Cicely. Ni siquiera la he visto.

Lydia sintió el cosquilleo del aliento de Adil en el cuello, hizo un esfuerzo para concentrarse en sus palabras y decidió creerlo. Cerró un momento los ojos antes de preguntarle una vez más:

—¿Seguro que no sabes por qué te pagó George para que retrasaras mi llegada a Ipoh?

—De verdad que no lo sé. De momento.

Ella lo miró a los ojos.

—¿Hay alguna razón para que confíe en ti?

—Creo que sabré encontrar la manera de convencerte —contestó Adil, con una agradable sonrisa, y volvieron a la mesa. Lydia se fijó en sus manos, fuertes, bien modeladas, con una ligera capa de vello rizado y oscuro justo por encima de la muñeca.

Desde el otro lado del bar, un hombre de ojos abotargados los observaba con aire siniestro. Adil fue a hablar con él y empezó a gesticular. Tenía la ventaja de que hablaba la mayoría de los dialectos de Malasia. Lydia solo captó alguna frase suelta. Adil le dio al desconocido un par de dólares. De pronto asaltó a Lydia una imagen de Jack, inclinado sobre la mesa, leyendo a la luz de una lámpara. Cerró los ojos con fuerza para bloquear el pasado y miró a Adil, que se acercaba sonriendo.

—Ya tengo la información que necesitamos para mañana.

Lydia estaba desconcertada. De repente le parecía un extraño al que era imposible conocer.

Otra vez en la calle, una masa de nubes sucias surcaba el cielo deprisa.

—Ahora refrescará —dijo él.

Tenía razón. Por todas partes, los carteles de los comercios comenzaron a sacudirse, mientras la basura se amontonaba y se dispersaba y los barcos cabeceaban en el puerto. Aunque el viento trajo consigo el aire y Lydia podía respirar ahora con mayor libertad, se sentía ahogada por emociones inquietantes. Apretaron el paso cuando del cielo cada vez más cárdeno empezaron caer las primeras gotas de lluvia caliente.