35

ESTABA EN LA CAMA, EN CASA de Cicely, viendo cómo el atardecer teñía el cielo de un color morado. El día se hizo noche mientras la brisa del ventilador le refrescaba la piel desnuda, y cuando salieron la luna y las estrellas pensó en Jack. Lo sentía pegado a ella, con tanta claridad como si estuviera allí: aquella mano grande apoyada en su vientre, y aquel olor a jabón de brea.

Se dejó llevar por sus pensamientos. Una mujer vestida de azul salía del mar, moviéndose con gracia. A pesar de que era de noche, se veía que tenía el pelo rubio y claro. Cuando Lydia intentaba alcanzarla, la visión se evaporaba y no quedaba nada más que un grupo de gibones que gritaba y se columpiaba en las ramas de los árboles. Se despertó, llorando desconsoladamente, y encontró a Cicely sentada en la cama.

—Baja. Ven a tomar algo.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—No mucho. ¿Me has oído?

Lydia se secó los ojos y se cubrió con una sábana.

En el elegante salón de Cicely, decorado en tonos crema y azul hielo muy pálido, Ralph les preparó un gin-tonic, y el hielo tintineó en los vasos al remover la bebida. Lydia, sentada en una delicada butaca dorada, se sentía incómoda.

—Has adelgazado —dijo Ralph, con una sonrisa—. Te sienta bien.

Lydia bajó la vista y pensó en Jack.

—No ha sido a propósito.

—Ralph, cariño —ronroneó Cicely, con expresión manipuladora—. Ven a sentarte. Necesitamos tu ayuda… Lydia necesita tu ayuda.

Aparentemente sin ver el gesto de su mujer, Ralph resopló y se acomodó a su lado.

Cicely le sonrió.

—No sabemos por qué, pero creemos que George Parrott oculta algo. Puede estar relacionado con Jack o con el paradero de un niño que se llama Maznan Chang.

Se volvió a Lydia, buscando su confirmación.

—Se puso muy picajoso cuando le pedí que me enseñara la lista de las personas que murieron en el incendio —explicó Lydia—. Dijo que era casi imposible.

Ralph arrugó la frente.

—Quizá tenga razón.

Vigilante y confiada, Cicely le acarició el muslo. Dos manchas rojas se dibujaron en las mejillas de Ralph.

—Ya lo sé, cariño. Pero hemos pensado que quizá hubieras oído algo en radio macuto.

Lydia miró a la oscuridad a través del hueco de las cortinas, sorprendida de lo bien que se llevaban Cicely y su marido. A pesar de todas las insinuaciones que Cicely había dejado caer, parecían los dos muy cómodos. Y, si de verdad tenían un pacto, no daba la impresión de que a Ralph le preocupara en lo más mínimo que el cariño fuese interesado.

Negó con la cabeza.

—Lo único que sé —dijo Ralph— es que Alec se vio atrapado por el fuego cuando los trasladaron desde la oficina en Ipoh y… bueno, lo demás ya lo sabéis. Acababa de llegar una avalancha de gente a la residencia, estaban desbordados, y no quedan registros. Se quemaron. Fue imposible identificar los restos. Por eso no hay una lista completa. Lo siento, Lydia. —Y sonrió con afecto.

—Bueno, es que Lydia cree que George sabe algo más.

—¿Sobre el incendio? —preguntó Ralph, con gesto sorprendido.

—No —dijo Lydia—. Bueno, puede que sí. También podría ser sobre ese niño, incluso sobre Jack y Lili.

—¿Lili?

Lydia tomó aire.

—Era una amante de Jack. Creo que tuvo algo que ver en su asesinato.

Hubo un silencio tenso.

Cicely enarcó las cejas.

—Qué intrigante, cariño. ¿Por qué no me lo has dicho antes?

Lydia se encogió de hombros.

Cicely se volvió a Ralph, le besó la frente y le acarició la mejilla con una uña pintada de rosa helado.

—¿Podrías entrar a hurtadillas en el despacho de George? Como su asistente, quiero decir.

Ralph se removió en el asiento, con inquietud.

—¿Para qué? Tardaría un buen rato en…

—Pero ¿lo harías? —interrumpió Cicely—. ¿Registrarías su oficina?

Lydia se animó al ver que Ralph asentía, pero, justo cuando él empezaba a hacerle preguntas, sonó un golpe fuerte en la puerta. Era tarde. Ralph y Cicely cruzaron una mirada.

—¿No esperas a nadie? —preguntó, cuando ya salía.

Lydia vio que Cicely jugueteaba con su collar, como absorta en sus pensamientos. Volvió a acordarse de Jack y de la hilera de franchipanes que bordeaba su sepultura. Se oyeron voces en el pasillo y Ralph volvió al salón. Estaba pálido.

Miró a Cicely y a Lydia alternativamente.

—Me temo que eso va a ser imposible. Por lo visto George Parrott se ha pegado un tiro.

Atardecía. En la calle, el muro de ruido casi la aplastaba. Vio a Adil a lo lejos, apostado en la esquina de la calle de Cicely, y no pudo fingir que no lo había visto. Cuando ya estaba cerca, él levantó las cejas e inclinó la cabeza con un gesto de serena determinación.

Lydia movió la cabeza a un lado y a otro.

—Bueno, parece que no tengo elección.

Adil se acercó a ella.

—Vamos —dijo, ofreciéndole el brazo.

Lydia lo rechazó.

—Soy plenamente capaz de andar sola.

—Como quiera. Ahora, vámonos de aquí.

Lydia lo miró, asustada.

Él sonrió, suavizando su expresión solemne.

—Está muy guapa hoy, Lydia —dijo.

Esto era lo más personal que Adil le había dicho nunca, y a Lydia le agradó mucho. Disimuló su sonrisa, mirando el cielo encendido, y empezó a cruzar la calle justo cuando pasaba un rickshaw. Adil la sujetó y la miró fijamente.

—¿Por qué quiere buscarse problemas?

—Tengo náuseas. Es el calor… ¿Por qué no entra y conoce a Cicely?

—No es buena idea —respondió Adil.

—Si ni siquiera la conoce —dijo Lydia, arrugando la frente.

—Al contrario. Trabajo con ella.

Lydia dio un paso atrás.

—Pero usted dijo que hacía operaciones secretas.

—Eso es.

—Y ya no puede trabajar para George Parrott.

—Veo que se ha enterado.

Lydia asintió.

—Pero ¿Cicely?

—¿Qué tal si vamos a mi apartamento? Allí podremos pensar.

Lydia se volvió a mirar la casa de Cicely. Las reglas estaban cambiando muy deprisa. Quería ir con él y al mismo tiempo tenía la sensación de que no debía; pero por alguna razón necesitaba confiar en aquel hombre.

—Solo un rato —dijo Adil, con una sonrisa.

Junto a la fila de taxis de la calle principal, en la entrada de una tienda de aves exóticas, un encantador de serpientes indio tocaba una flauta de madera. Lydia se detuvo.

—Entonces Cicely es…

Adil asintió.

—Lógicamente, no puedo decirlo.

A Lydia se le escapó un suspiro. Eso explicaba la frialdad de Cicely, el hecho de que nunca se inmutara por nada.

—Vivo al otro lado del barrio chino. Le gustará. Hay muy buenos sitios para comer. Aunque me olvidaba de que usted vivía en una casa colonial de las afueras. Allí no hay tantas ratas.

Lydia se encogió de hombros.

—Pero había que tener cuidado en el váter con las serpientes y las arañas, y ratas hay en todas partes.

Adil se rio.

Vivía en la calle de los Tres Dragones, cerca del destartalado barrio de los farolillos rojos. El edificio era antiguo, con desconchones en la fachada, pero aún conservaba cierta elegancia, con sus ventanas en forma de arco y sus contraventanas de madera clara cubiertas por las flores rojas del coralillo. No era un mal sitio, aunque hubiese conocido tiempos mejores. Ya en el apartamento, Lydia se sentó en una silla de ratán, junto a la ventana, y se reclinó en un almohadón de seda negra. Adil le sirvió un cóctel Singapur.

Mientras la ginebra inundaba poco a poco sus venas, Lydia contempló el movimiento del mar a lo lejos, con la sensación de que estaba tirando la prudencia por la borda. Una suave brisa le acariciaba las mejillas. De la calle llegaban retazos de música y voces orientales, pero al menos aquí arriba estaba a salvo del olor. Se encontraba en una habitación despejada y elegante, en cierto modo como Adil, pensó, con un jarrón de cristal ahumado en una mesita de teca y un cuenco de rambutanes maduros. Más almohadones oscuros aparecían desperdigados por la alfombra de rombos que cubría una parte del suelo de madera. El ramo de tallos secos que decoraba una esquina empezó a cimbrearse a medida que el ventilador del techo cobraba velocidad. Lydia entrecerró los ojos para mirar a Adil.

—¿Por qué me estaba esperando?

Él adoptó un gesto pensativo mientras quemaba incienso en un cuenco de bronce, pero no respondió. A continuación fue a su dormitorio, a cambiarse de ropa, y dejó la puerta entornada. En el piso de abajo sonaba un piano. Música sudamericana. Lydia se imaginó bailando un tango con él, o una rumba sensual: ella con un traje de lentejuelas; él con un esmoquin. Mientras contemplaba la casa de enfrente, una impresionante vivienda china ancestral, el cielo cobró de pronto una tonalidad azul como la tinta y el agua se cubrió de puntitos de luz centelleantes.

Adil volvió con una camisa de manga larga recién planchada, de color turquesa, que resaltaba el color de su piel, su cuello y sus manos oscuras. La suya era una virilidad distinta. Atlética, esbelta, poderosa.

Lydia lo miró con curiosidad.

—¿Quién eres? —preguntó.

Él sonrió.

—Ya te lo he dicho. Un amigo.

Lydia luchaba con sus sentimientos: no estaba segura, pero quería creer en él.

Fueron a cenar a un restaurante chino diminuto, a un par de calles de la casa de Adil. De camino pasaron por delante del templo Cheng Hoon. Sus columnas rojas estaban cubiertas de caracteres chinos escritos en negro, las vigas, decoradas con leones y tigres y el tejado se hundía en el centro y ascendía después trazando una curva a ambos lados. Lydia lo encontraba muy exótico.

—Es mi sitio favorito —dijo Adil en el restaurante, mientras ojeaba el menú muy sonriente. El resplandor rojizo de una docena de lámparas colgadas de la viga central era toda la iluminación del local, aparte del chorro de luz más clara que salía de la cocina, acompañado de una oleada de calor húmedo, cada vez que el camarero abría la puerta.

—El pollo con nueces está bueno y el arroz con azafrán también. ¿Qué te parece una sopa de aleta de tiburón para empezar?

—Lo que tú quieras. Estoy demasiado cansada para pensar.

Mientras bebía a sorbitos un vaso de agua helada, Adil le sirvió a Lydia una cerveza Tiger. Ella se la bebió de un trago y extendió el vaso, pidiendo más.

—Cuidado —dijo él—. Es más fuerte de lo que parece.

—Por favor, no soy una niña —protestó Lydia—. Eres igual que mi marido. Quiero decir, cuando estaba vivo.

Adil frunció el ceño.

Lydia se dio cuenta de que no debía haberlo dicho, pero no pudo evitarlo.

—Es lo que hacemos los blancos, ya lo sabes. Emborracharnos.

Adil tensó los tendones del cuello y su expresión se volvió dura.

—Si no hay más remedio, adelante, Lydia. Pero ¿no teníamos que hacer planes?

Ella lo miró, con gesto todavía huraño.

Cuando él la miraba fijamente, parecía como si le leyera el pensamiento.

—Lo siento —dijo Lydia—. No debería haber dicho eso.

—No te desanimes después de haber llegado tan lejos —sonrió él.

—Es solo que estoy agotada.

—¿Te encuentras mal?

—No. Vamos con esos planes.

—De acuerdo. Bueno, en primer lugar, espero encontrar al niño.

—¿Crees que será posible?

Adil se quedó pensativo unos momentos.

—Creo que sí. Yo también tengo muchos contactos, como Cicely.

A Lydia le sorprendió su seguridad. Ladeó la cabeza y lo miró con curiosidad.

—Muchas cosas parecen demasiado extrañas —dijo. Y le pareció que él evitaba sus ojos mientras se volvía al camarero para pedir la comida en chino fluido. Aprovechó que él no la miraba para estudiar sus facciones.

—¿Verdad que entre tú y Cicely hay algo más que trabajo? —preguntó. Era un simple presentimiento, pero, al ver que él se ruborizaba ligeramente, supo que había tocado un asunto importante.

—Te equivocas —contestó él, sin mirarla a los ojos.

Y lo que se callaba, fuera lo que fuese, quedó suspendido en el ambiente.

Lydia suspiró, desinflando los mofletes, miró a Adil y detectó un aroma a condimento de limón y cardamomo. Era un hombre decente. Era bueno. Estaba segura. Su cara inspiraba confianza: esa era la palabra.

—¿Has estado casado? —preguntó.

Adil apretó los labios.

—No. ¿No podemos concentrarnos en lo que tenemos entre manos?

Molesta por el tono de reproche de Adil y por su propia falta de tacto, murmuró una disculpa.

—No tiene importancia —suspiró él.

Hubo un breve silencio.

—¿De dónde eres? No es fácil adivinarlo.

—La verdad es que no estoy de humor para interrogatorios.

Lydia hizo una mueca divertida, como las que hacían sus hijas, y él se ablandó.

—Vale. Soy mitad malayo, mitad portugués, con un toque de Sumatra y algo de chino. Probablemente desciendo de piratas. ¿Satisfecha?

—¡Qué exótico! —sonrió ella.

Adil se desprendió de su expresión glacial y Lydia se sintió más contenta.

—Iré a Singapur o a Johor —dijo Lydia—. A ver si consigo encontrar alguna pista.

—No puedes ir dando tumbos de un lado a otro. Necesitas descansar.

—No puedo. Tengo que encontrar un trabajo.

Adil abrió los brazos.

—Lydia, eres muy valiente, pero ahora tienes que recargar las pilas o acabarás enferma. Se te ve agotada.

Lydia seguía aferrada a la idea de encontrar a Maz.

—Vale —dijo—, pero ¿qué harás tú?

—Bueno, como ya te he dicho, lo primero es el niño. Luego me ocuparé de la chica de la que me hablaste.

—Lili.

—No tenemos gran cosa, pero alguien sabrá algo. Siempre hay alguien que sabe algo.

Lydia se rascó la cabeza y bostezó. Adil tenía razón. Necesitaba descansar.

—Tengo un contacto, un antiguo colega de George. Veré qué puede hacer. Empezaremos por ahí —dijo Adil, mirando su reloj—. Es tarde. Podemos buscar un taxi si quieres, pero serás bienvenida si decides quedarte en casa esta noche. Bueno, no hay necesidad de preocuparse tanto. Yo dormiré en el sofá.

Adil la miró con aire divertido, aunque no era preocupación lo que había visto en la expresión de Lydia.

—Gracias —acertó a decir ella—. Me quedaré.