1

1955: Malasia

NO ME VEÍAN DEBAJO DE la casa, construida sobre pilotes, y yo las espiaba. A nuestra amah y a mi hermana pequeña, Fleur. Oí unas chanclas en el patio, plas, plas, plas, plas, y los sollozos de Fleur mientras corría. Después, el roce de su conejito rosa, al que arrastraba de las orejas entre las piedras del camino.

A esto le siguió la voz chillona de nuestra amah china.

—Ven aquí ahora mismo, señorita. Estropeas conejo si llevas así.

—¡Me da igual! No quiero ir —gritó Fleur—. Quiero quedarme aquí.

—Yo también —susurré. Y olisqueé la mezcla de lagartijas muertas y arañas de patas largas. No me asustaban.

Más allá de mi guarida, más allá del jardín, estaba el prado de altas hierbas, donde nadie se atrevía a poner un pie. Pero a mí eso tampoco me daba miedo.

Lo que me daba miedo era marcharme.

Más tarde, cuando el cielo se puso del color de la lavanda, papá señaló en la misma dirección. Ahora, desde una terraza del piso de arriba, con una cerveza Tiger en la mano, miraba hacia las montañas, más allá de los prados. Hacia Inglaterra.

—Allí, en enero, siempre hace frío —dijo, hablando consigo mismo y acariciándose el mentón—. Y el viento te corta las mejillas. No es como esto. No se parece en nada.

—¿Papá?

Me fijé en su cara huesuda, en la nuez prominente y en la línea recta de su boca. Tragó saliva, y la nuez se movió arriba y abajo. Volvió a mirarnos, a Fleur y a mí, como si acabara de caer en la cuenta de que estábamos allí. Hizo amago de sonreír y nos dio un achuchón.

—Venid. No tenéis por qué estar tan tristes. Viviremos estupendamente en Inglaterra. ¿Verdad que os gusta columpiaros de los árboles?

Yo asentí con la cabeza.

—Bueno, sí, pero…

—¿Tú qué dices, Fleur? —me interrumpió él—. Hay montones de ríos en los que remar.

Fleur seguía triste. La miré a los ojos y le hice una mueca. Lo que describía mi padre se parecía mucho a la selva.

—Vamos —dijo—. Ya eres una chica mayor, Emma. Tienes casi doce años. Da ejemplo a tu hermana.

—Pero, papá —empecé a decir.

Se alejó hacia la puerta.

—Emma, está decidido. Escoge los libros que quieras llevarte. Así estarás entretenida. Solo unos cuantos. Tú ven conmigo, Fleur.

—Pero, papá…

Se detuvo al ver mis lágrimas.

—Te encantará, si es eso lo que te preocupa. Te lo prometo.

Yo estaba muy alterada, y solo de pensar en mi madre me quedaba sin aire.

Mi padre abrió la puerta.

—Pero, papá —insistí, cuando él ya salía con Fleur—. ¿No vamos a esperar a mamá?