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LYDIA ECHÓ UN VISTAZO POR encima del hombro cuando vio pasar un jeep ocupado por un grupo de policías malayos, vestidos con uniforme caqui y armados con fusiles automáticos. Desde que la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional Malayo, el MCP, asesinó al gobernador británico, sir Henry Gurney, en 1951, nadie se sentía seguro. Se llevó una mano a la garganta antes de llamar a la puerta de la casa que Cicely tenía en la ciudad, una vivienda muy bonita, de estilo portugués, pintada de rosa claro, con las ventanas en forma de arco y un porche rodeado de columnas. Al momento la hicieron pasar a una sala espaciosa, pintada de azul claro, donde una corriente de aire aliviaba ligeramente el calor abrasador del día.

Dio media vuelta al oír llegar a Cicely, tendiendo las manos con las uñas pintadas de un color rosa hielo brillante, a juego con el tono pálido de su vestido.

—Cariño. Qué placer tan inesperado —dijo Cicely, en voz baja, alargando las vocales.

Era una belleza, además de elegante: rubia, con reflejos de color platino, la piel levemente bronceada y los labios de color ciruela. Se sentó, recogiendo las largas piernas con gesto de aburrimiento. Llevaba unos zapatos de piel, de tacón alto y finísimo.

—Lo siento, pero necesito tu ayuda. Estoy en un apuro —explicó Lydia. A continuación vaciló y estiró el talle, buscando la manera de decir lo que quería sin despertar compasión.

Adoptando un gesto frío, Cicely enarcó una ceja depilada con maestría. Ninguna de las dos era la clásica mujer casada y afincada en las colinas concentrada en la cocina y los cotilleos domésticos: de ahí que inevitablemente hubiesen trabado cierta amistad.

Lydia resistió el impulso de recogerse el pelo y se esforzó para decir:

—Siento mucho tener que pedírtelo, pero ¿podrías prestarme algo de dinero?

Los ojos de su amiga, de un color entre el topacio y el verde esmeralda, se encendieron de entusiasmo.

—Ay, cariño. ¿Qué demonios ha pasado?

Lydia se mostró cauta. Cicely no era mala persona, pero vivía atrapada en un matrimonio sin amor, según Alec, y estaba acostumbrada a convivir con los amoríos de su marido. Hubo un silencio. No se oyó nada más que el zumbido del ventilador mientras Lydia decidía cuánto contar.

En el antiguo barrio chino, se abrieron paso a empujones entre la riada de gente y el ejército de rickshaws tirados por bicicletas. Cicely llevó a Lydia por las callejuelas de un mercado donde los jugadores de mahyong, con los golpes de sus fichas, hacían los coros a los azulejos que cantaban en sus jaulas de bambú.

Cicely asentía con la cabeza y sonreía, codeándose con los tenderos y los vendedores ambulantes. Se detuvo delante de un cubo lleno de cangrejos de mar vivos y se fue de allí con varios paquetes de comida. Lydia agrandó los ojos, consciente del olor a alcantarilla que circulaba por todas partes.

—Tienes que probar esto, cariño. Es absolutamente delicioso —dijo Cicely, sonriendo y poniendo en los labios de Lydia algo que sabía a hojas de plátano con curry—. Vamos, cielo. Ya verás como todo se arregla. Te preocupas demasiado. Aunque no entiendo por qué Alec no te dejó dinero suficiente para hacer el viaje. Vaya putada.

Al final de un callejón, donde había unos carteles deslucidos de cigarrillos Lucky Strike, Cicely se paró en la puerta de una tienda de la que colgaba un letrero rojo con un dragón pintado. Se apoyó en el marco, esbelta y atractiva, haciendo caso omiso del rígido centinela que guardaba la entrada sentado con una escopeta en las rodillas.

—Ya hemos llegado —dijo. Una amplia sonrisa ensanchó su cara fina, y la sarta de perlas que llevaba en el cuello captó un reflejo de luz.

La tienda siguiente era de un herborista y encantador de serpientes, un indio fornido que estaba en la puerta, masticando betel. Lydia miró los cestos de los reptiles.

—No te asustes, cielo —se rio Cicely mientras abría la puerta—. Las cobras siempre duermen hasta que se pone el sol.

Ya en la tienda, Lydia olisqueó el ambiente, pero no acertó a distinguir nada más que un olor a incienso barato y aceite de coco. El chino que se encontraba detrás del mostrador llevaba un kimono rojo, bordado, y tenía una mirada hostil. Lydia miró a Cicely, quien, sin parpadear, vació en el mostrador una bolsa llena de pulseras, pendientes de oro y media docena de collares.

La frente de Lydia se cubrió de sudor, y notó que se ponía colorada.

—Pero esas joyas son auténticas —dijo.

Cicely se encogió de hombros y le apretó la mano.

—Baratijas chinas en su mayoría. De verdad. No te preocupes. Ahora dime, ¿tienes alguna foto de esas niñas tuyas tan divinas?

Lydia agachó la cabeza, rebuscó en su bolso lleno de chismes y sacó una cartera. Llevaba en ella dos fotos pequeñas, una de Emma y otra de Fleur, tomadas en el zoo. Observó la mirada de Fleur, con un leve estrabismo, los ojos serios de Alec y la sonrisa sesgada de Em. La fotografía captaba la nariz recta y los rasgos angulosos de su hija mayor, pero no hacía justicia a sus risueños ojos turquesa ni a su pelo ondulado como el fuego y dorado como el sol. Tampoco se ve, pensó Lydia con orgullo, lo alta que es para su edad, y lo lista.

—Es muy adulta —dijo Cicely.

—¿Quién?

—Emma, por supuesto. Fleur es más guapa, pero casi no habla.

Lydia pensó en su hija pequeña y le dio un vuelco el corazón. Desde que tuvo la neumonía, Fleur se había vuelto más introvertida.

—Sí que habla. Lo que pasa es que a Em le encantan las palabras. Cuando solo tenía tres años, ya fingía que sabía leer.

—Parece mayor de doce años.

—Aún no los ha cumplido —contestó Lydia, parpadeando.

Cicely apoyó una mano en el hombro de su amiga, con ánimo tranquilizador.

—Bueno —dijo, cogiendo del mostrador un relicario con una cadenita de plata—. Esto te lo regalo. En tu cuello estará siempre más seguro en este país. Y ten cuidado con el dinero. No te preocupes, ya verás como las encuentras enseguida. Y también a ese marido tuyo tan flacucho.

Lydia asintió, sin ser capaz de identificar el origen de su malestar. Nunca le había gustado separarse de sus hijas, pero los peligros de la separación en aquellos momentos de la Emergencia se manifestaban con una claridad alarmante. De todos modos, ¿había algo más?

—Y entonces querrás un poco de paz y tranquilidad. No sé cómo lo haces. Ser madre, quiero decir.

«Las quiero —pensó Lydia—. Así lo hago».

—Y Jack. ¿Qué sientes por él?

Lydia sintió una oleada de calor que subía desde el pecho y le cubría la cara, y tuvo que combatir el impulso de descargarse de sentimientos que en lo esencial se negaba a reconocer.

Cicely entornó los ojos.

—Yo no podría ser madre. Ahora vamos a que te corten el pelo.

Por fin, un chaparrón desbordó las alcantarillas, y aunque no bastó para enfriar de verdad el aire bochornoso, sí fue suficiente para que Lydia se refrescara. Le costó apartar la buganvilla mojada, de color púrpura, que había invadido la puerta del garaje. Las plantas crecían muy deprisa. La puerta chirrió al empujarla, y allí estaba el voluminoso Humber Hawk. Echó un vistazo dentro del coche y se tranquilizó ligeramente. Las llaves estaban en el contacto. Al menos, Alec le había dejado el coche. Se sentó al volante para comprobar el nivel de gasolina.

En su dormitorio, no tardó mucho en guardar unas cuantas prendas de ropa cómoda en una bolsa de viaje. Mientras se quitaba el vestido húmedo, se estremeció al sentir la casa tan vacía. Olfateó el aire, en mitad del silencio. No notaba el olor familiar de la cera de los muebles, y ahora que todos se habían ido, no parecía su casa. Acarició los vestidos de seda india que ella misma había hecho, combinando los colores de una manera muy original: rosa y naranja; verde y azul pavo real; rojo laca y negro. Su estilo de vestido favorito tenía un toque oriental, pero en aquel momento optó por un vestido azul marino más sencillo, que disimulara mejor las manchas. Dejó en el armario la ropa de seda india, pero decidió llevarse dos trajes de noche, con lentejuelas, demasiado buenos para desprenderse de ellos.

Guardó en la bolsa el cuaderno de Emma. ¡Cuánto añoraba a las niñas!: su tacto y su olor. Sintió un cosquilleo de emoción, pero venció el deseo de leer el cuaderno. Pronto estaría con sus hijas.

Volvió al vestíbulo y notó algo extraño. Ruidos. Quizá George se hubiera equivocado y Alec hubiese venido a buscarla. Se le encogió el corazón. Quizá hubieran ido a la isla y ni siquiera hubiesen llegado todavía a Ipoh. Se imaginó las aguas verdes de la isla, la brisa salada y el olor a aceite de limón en la piel de las niñas.

De la cocina llegó una secuencia de ruidos: un resoplido, un sollozo ahogado y el roce rápido de unas babuchas. Una de las criadas. Se acercó a la cocina y abrió la puerta de golpe, protegiéndose los ojos de los rayos del sol de la tarde, afilados como cuchillos.

En un rincón, sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, vio a una joven menuda, de aspecto demacrado, con el pelo negro recogido en un moño alto y una expresión de miedo en los ojos almendrados. Sentado en su regazo, un niño, también con el pelo liso y negro, escondía el rostro en el pecho de la muchacha. Llevaba unos pantalones azules muy holgados. Iba descalzo, con una pulsera de abalorios en un tobillo, y parecía desnutrido. Lydia miró atentamente a la joven, segura de haberla visto antes.

—Señora —dijo la chica. Se levantó, con los ojos como un pozo de tristeza—. Soy Suyin. Éste es el hijo de mi hermana.

Me resulta familiar, pensó Lydia, fijándose en la túnica brillante de la muchacha.

—¿Cómo se llama el niño?

—Maznan Chang, señora. Estaba en hospital. No puede ir a casa. Por favor, lleva niño contigo.

Lydia miró su reloj, pero la chica, pálida y tensa, reanudó sus súplicas sin perder un instante.

—La selva no es segura para él. Esos hombres hacen daño.

El niño se puso en pie y se levantó la camisa para enseñar el costado rojo e hinchado. Lydia vio que, además de delgado, estaba muy sucio, y que la herida era reciente.

—Él ayuda a ti, señora. Habla malayo y chino.

—Parece muy pequeño.

—Tiene siete años, pequeño para su edad.

El niño miró a Lydia con los ojos húmedos y una sonrisa cansada. Lydia estaba desconcertada. Era tan guapo como una niña. Tenía la cara chata y la nariz regordeta típica del país, pero los ojos azules y la piel de color ámbar, más clara que la de la mayoría de los malayos. De chino no tenía nada más que el pelo. Volvió a sonreír, enseñando una hilera de dientes muy iguales.

Lydia cogió sus cosas, pasando por alto la preocupación por el retraso. Le vino a la cabeza una imagen de Emma y oyó la voz de su hija como si estuviera en la habitación de al lado. Date prisa, mami. ¿Todavía no has llegado? Tengo que contarte una historia. Cerró los ojos y sintió que se le encogía el corazón.

—¿Señora? —dijo la muchacha.

—¿Por qué corre peligro? —preguntó Lydia.

—Su madre ha huido. Ella en selva, señora. Si ellos no vienen por él, otros vienen próxima vez.

Lydia comprendió por fin. La madre del niño se había unido a los rebeldes, a los comunistas.

—¿Qué otros?

La chica se ruborizó.

—Blancos de pelo rojo. Por favor. Lleve niño a poblado de refugiados o aldea malaya. Ellos cuidan de él.

Lydia titubeó.

—¿Y la policía?

La muchacha escupió en el suelo.

Lydia estaba dividida. Tenía que alcanzar a sus hijas, ponerse en camino antes de que anocheciera. Pero entonces se imaginó qué sucedería si fueran ellas las que estuvieran solas y dependiesen de la bondad de una persona desconocida.

—Muy bien —dijo, tomando bruscamente su decisión—. Lo llevaré conmigo. ¿Cuál es tu dirección? ¿Y adónde tengo que llevarlo?

Observó el gesto tenso de la muchacha. Y entonces la reconoció.

—¿Eres la hija del chófer?

La muchacha asintió.

—¿No puede ocuparse tu padre del niño?

La muchacha negó con la cabeza, sus ojos llenos de angustia.

—¿Ha llevado tu padre a mi marido a Ipoh?

La muchacha volvió a negar con la cabeza.

—Mi padre enfermo.

—Bueno, dame tu dirección, para que pueda hacerte saber dónde está el niño.

La muchacha dio un paso al frente, cogió al niño de una mano y puso la otra mano en la de Lydia. Entonces se inclinó y, otra vez en chino, muy deprisa, le habló al niño al oído. El niño negó con la cabeza y el pelo se le arremolinó alrededor de la cara. La muchacha se incorporó, dio media vuelta y se marchó a todo correr, cada vez más deprisa, por pasillo cubierto, hasta que desapareció entre las altas hierbas.

Lydia la llamó, pero fue inútil. Suspiró y observó al niño. Sus ojos eran casi como los de un niño europeo. ¿De verdad estaba en peligro? Imaginó una escena del orfanato. El implacable edificio gris en las afueras de la ciudad. De ser ciertos los rumores sobre su abandono, aquel no era un buen sitio para dejar al pequeño. Se acordó de sus hijas y aguantó la respiración.

El niño levantó la mirada y contó los abalorios de su tobillera en malayo:

—Satu, dua, tiga, empat, lima.

Lydia soltó el aire despacio. «Pobrecillo —pensó—. ¿Qué narices voy a hacer contigo? Parece que no encajas en ninguna parte».

Un ruido que venía del garaje llamó su atención. Malditos gatos. Levantó al niño y le dio un beso en la cabeza. Volvió a mirar el reloj. ¡El tiempo volaba! Los dos necesitaban un baño y algo de comer. Después acostaría al niño en la cama de Emma y procuraría dormir un rato también ella, para salir temprano a la mañana siguiente.