105

VIERNES, 19 DE MARZO DE 2010

Cuando se abrió sigilosamente la puerta que estaba al lado del garaje quise que me tragara la tierra. No porque hubiese cambiado de opinión, sino porque sabía que las próximas horas iban a cambiar mi vida para siempre.

Estaba él solo.

Desde el sótano de Valdemar Almliden pude oír que daba vueltas en el piso de arriba mientras hablaba por teléfono.

Me había pasado la mañana en el coche viendo cómo desaparecía el resto de la familia. Mi hermano pequeño cogió el coche para ir al instituto, mientras que Lilleman se fue en bicicleta a la escuela. Qué mayor se había hecho, el niño mimado. Mi segunda madrastra se montó en el coche para ir a la Universidad de Skövde. Mi padre fue el único que se quedó en casa. Y en ese momento yo estaba allí, en medio de la oscuridad del sótano, escuchando a mi padre, y me costaba respirar. Me tapé la boca con la mano para que se me oyera menos. Durante veinte años me había irritado el estereotipo de las tías en las películas de terror que jadeaban profundamente cuando un asesino trataba de atraparlas. Cuando las veía casi me entraban ganas de que las cogiera el malo por esa manera de jadear. Pero en ese momento le pedía perdón retroactivamente a Drew Barrymore y Neve Campbell en Scream y a Jennifer Love Hewitt en Sé lo que hicisteis el último verano. En la película Grita, porque me oculto en tu sótano, la protagonista era yo. Una protagonista horriblemente mala. Me parecía que mis jadeos se oían en toda la casa.

Pero mi padre no parecía notar nada. Le oí acabar la conversación, salir de la cocina y subir la escalera del piso de arriba. Sopesé las alternativas que tenía y decidí subir con cuidado la escalera del sótano. Los peldaños cuarto y sexto crujieron cuando hice la prueba un mes antes y por eso me los salté.

Dos peldaños más arriba oí que empezaba a sonar un móvil. Me detuve y escuché a mi padre bajando del piso de arriba. Estaba en la entrada, justo detrás de la puerta que daba a la escalera del sótano, buscando en el bolsillo de su cazadora.

—¿Sí?

Parecía irritado.

—Sí, acabo de decir. Iré después si tengo tiempo. Pero no será hasta esta tarde.

Colgó y volvió a subir la escalera. Esta vez traté de acompasar mis pasos a los suyos.

Yo subiendo la escalera del sótano.

Él la que iba al piso de arriba.

Estaba en el último peldaño, esperando. Me puse otra capa de guantes de látex y saqué la aguja y el tubo. Había decidido esperar hasta el último momento para introducir la dosis en la jeringuilla; temía que, si no, se derramase algo de líquido en la piel, o sencillamente que se me cayera la jeringuilla de puro nerviosismo. Cuando oí sus pasos bajando la escalera me puse aún más nerviosa y empecé a buscar a tientas la aguja. Al final la introduje en el tubo y me incliné hacia el hueco de la puerta entreabierta para tener un poco más de luz. Habría sido una torpeza pasarme de la dosis. Vi cómo se llenaba justo por encima de los dos mililitros y recé para que su peso no hubiera cambiado de forma radical, ni engordando ni adelgazando, en los últimos meses. Tenía que pesar cien kilos para que la anestesia hiciera efecto.

Oí el crujido de sus rodillas y comprendí que se estaba atando los cordones de los zapatos negros Ecco. La presa se disponía a salir.

Había llegado el momento. Me deslicé a través de la puerta entreabierta y me coloque detrás de él. Le clavé la aguja en el culo y le inyecté la droga lo más rápido que pude.

Él se revolvió. Estaba cara a cara enfrente de mí.

—¿Julia? Maldita mocosa, ¿qué coño…? —dijo.

Después se le cerraron los ojos y cayó desplomado.

Mi padre estaba anestesiado delante de mí. Según el veterinario, el animal estaría inconsciente al menos tres horas. Confié en que eso fuera verdad.

Le até los cordones del otro zapato y lo agarré de los brazos. El primer intento que hice para levantarlo resultó fallido. ¡Lo que pesaba!

Abrí la puerta, lo volví a intentar y lo arrastré a trompicones por la escalera del sótano. Yo iba delante, tirando del tronco. Sus piernas iban golpeando en los peldaños y, cuando por fin estábamos abajo, yo ya no podía ni con mi alma.

Lo dejé tumbado en el suelo y salí por la puerta del garaje. Al cerrarla sentí que se me paraba el corazón.

Estaba justo delante de mí y casi parecía que se burlaba. El coche.

Aquel maldito coche de mierda.

Miré fijamente el Toyota Land Cruiser de mi padre, preguntándome cómo había podido ser tan tonta. Si mi padre iba a desaparecer, lógicamente su coche también debería desaparecer. Me dejé caer en el suelo, lamentándome. Sentí que algo empezaba a punzarme en el pecho e intenté ahuyentar el pánico.

Respiré profundamente y entré de nuevo en la casa.

Me acerqué a mi padre tendido en el suelo. Me temblaba la mano derecha cuando le toqué la pierna. Tenía la llave en el bolsillo derecho del pantalón. La saqué con cuidado y volví a salir por la puerta del garaje.

El ruido de la puerta del coche al abrirla sonó como una orquesta, al menos en mis oídos. Me senté en el asiento y cerré los ojos. Desesperada, traté de repasar mentalmente el mapa de Götene. Llamarían a la policía a última hora de la tarde, supuse. Pero lo más probable era que la policía no iniciara ningún despliegue antes de que transcurrieran veinticuatro horas. Si conseguía ocultar el coche en algún lugar cercano luego podría volver por la noche. Empecé a tranquilizarme. Cogería el autobús nocturno que pasaba por Skara. Pagaría al contado. No dejaría rastro.

Arranqué el coche y conduje hacia la calle Kinnekulle. Giré a la izquierda y pasé por delante del aparcamiento de Arla. Miré con ganas el aparcamiento del personal de la fábrica, pero me di cuenta de que estaba demasiado cerca. Mi segunda madrastra saldría a buscarlo. Con toda seguridad miraría allí, pasaría por la piscina cubierta y los campos de fútbol, daría una vuelta con el coche por el centro de Götene y por las calles más próximas a su casa. Al llegar al cruce con la nacional 44 giré a la derecha. Después de sólo ciento cincuenta metros apareció un camino de grava a la izquierda. Lo cogí y seguí las antiguas vías del tren hasta que estas, y el camino, se acabaron después de recorrer poco más de un kilómetro. Al final del camino había cuatro árboles, después sólo campos de cultivo. Salí del coche y miré hacia la nacional 44. El coche se podía ver desde la carretera. Volví a subirme y arranqué, y deseando no quedarme atascada, salí del camino y bajé hacia los campos de detrás de los árboles. Se balanceó y patinó pero al final el Land Cruiser quedó aparcado detrás de los cuatro robles. Salí del coche y regresé al camino de grava. Me di la vuelta. Perfecto. Miré la hora. Mi padre llevaba drogado veintiséis minutos exactamente. Suspiré y empecé a caminar deprisa hacia la casa. No quería correr, eso llamaría la atención, pero cada minuto era valioso.

Dieciocho minutos después estaba de vuelta en la calle Göt. Volví la cabeza en todas las direcciones. No se veía ninguna Astrid Klinthede. Ningún vecino. Nadie.

Caminé los doscientos metros hasta mi coche y empecé a conducir. Tres casas antes tuve que frenar en seco al ver a la mujer de mi padre aparcando delante de la casa.

Sentí que se me cortaba la respiración. Mi segunda madrastra no tenía que estar allí. Empecé a sudar y repasé mentalmente todas las posibilidades imaginables.

Mi padre se había despertado y había llamado pidiendo ayuda.

Se había suspendido la clase de mi madrastra en la universidad.

Se había dejado algo en casa.

Esperé que fuera esto último. Si mi padre se hubiera despertado probablemente habría llamado a la policía. Miré a la mujer, todavía muy joven, que se bajó del coche. Observé que mi segunda madrastra llevaba unas grandes gafas de sol a pesar de que era un día de marzo nublado y gris. «Esta vez mi padre no debió de andarse con contemplaciones cuando ella “se cayó por la escalera”», pensé mientras seguía la espalda de mi madrastra dirigiéndose a la casa. Traté de adivinar cuál sería el siguiente paso. Entraría. Llamaría a Valdemar. Se daría cuenta de que no estaba en casa. Quizá lo llamara al móvil para saber dónde estaba.

Tragué saliva. Llamar a su móvil.

Cuando vi que mi madrastra abría la puerta salí del coche y corrí hacia la parte trasera a tal velocidad que me sorprendí a mí misma. Una vez allí abrí rápidamente la puerta que estaba al lado del garaje. Mi padre estaba delante de mí, tendido en el suelo. Todavía anestesiado. Pude oír los pasos de mi madrastra en el piso de arriba y empecé a buscar a toda prisa en los bolsillos de mi padre. Lo encontré en el bolsillo derecho de la cazadora. Miré el móvil. Un Ericsson. Yo tenía un Nokia. Empecé a pulsar frenéticamente las teclas para apagarlo. No me pidió el pin. Gracias a Dios. Oía pasos dando vueltas en el piso de arriba mientras entraba en «opciones». Allí estaba. Modo «silencio». Marqué la casilla y menos de un segundo después el aparato empezó a vibrar. Clavé los ojos en la foto de la mujer de mi padre, que apareció en la pantalla. No me atrevía ni a respirar.

Después de ocho señales colgó. Oí que mi madrastra iba al cuarto de baño. Tiró de la cadena. Salió a la entrada.

El teléfono volvió a vibrar. Un sms.

«Se me olvidó el monedero. No estabas en casa. Hasta la tarde».

Y el ruido. El divino, maravilloso y fantástico ruido de la puerta cerrándose. Yo estaba en la escalera escuchando los pasos que se alejaban y el coche que arrancaba. Me volví hacia mi padre drogado.

—Ha estado a punto de irse todo a la mierda —le dije.

No me contestó.

Salí de nuevo y me monté en mi coche. Lo arranqué y lo llevé hasta la entrada del garaje. No me atreví a bajar la rampa por miedo a dejar huellas de los neumáticos y, en vez de eso, saqué la silla de ruedas.

Cuando llegué dentro miré la hora. Mi padre llevaba anestesiado una hora y seis minutos. Abrí la silla de ruedas y tuve que coger a mi padre en brazos para poder sentarlo en la silla. Le puse un dedo en el cuello y le tomé el pulso. Era regular.

Estaba empapada de sudor cuando subí al piso de arriba. Me puse otro par de guantes y busqué una bolsa en el armario de la entrada antes de subir a toda prisa al dormitorio. Metí dos polos, un jersey de pico, dos pares de pantalones Fristads, uno negro y otro azul. Cogí las zapatillas de deporte de mi padre y solté una sonrisa burlona por la imagen que se me vino a la cabeza, pero las eché también a la bolsa. Bajé la escalera y entré en la oficina.

Su pasaporte estaba en el segundo cajón. Lo cogí y busqué con la mirada en sus estanterías. Archivadores colocados uno detrás de otro, con los papeles de cada edificio cuidadosamente guardados. Pensé qué sería lo que se llevaría una persona como Valdemar si abandonase a su familia. Ninguno de los archivadores.

Seguí con mi búsqueda y en el cuarto cajón encontré un fajo de billetes de mil coronas. Muy propio de mi padre. Le gustaba enseñar su billetera para que todos pudieran ver el montón de dinero. Decía a menudo que se sentía desnudo si no llevaba por lo menos diez, mejor veinte, y preferiblemente treinta mil coronas en la cartera. Por un breve instante sentí pena de él. Creía realmente que todo giraba alrededor del dinero. Valdemar Almliden se habría llevado sin duda ese fajo de billetes.

Eché el dinero en la bolsa y revisé el resto de los cajones antes de volver a bajar los diez escalones que conducían al sótano.

Él seguía donde lo había dejado. Dormido en la silla.

Respiré aliviada. No sabía qué me esperaba. Esto no era como en las películas en las que él se despertaba y se escondía para lanzarse sobre mí. Contra toda lógica, me senté en el suelo y lo miré.

Parecía un viejo postrado. Le temblaba el labio inferior cada vez que expulsaba el aire. Era curioso mirarlo sin tener miedo de que aquellos ojos grises te fulminaran. Tenía los párpados cerrados.

Abrí la puerta del garaje, hice acopio de todas mis fuerzas y subí a mi padre hasta el coche. Sopesé las posibilidades que tenía. Mientras no rebasara el límite de velocidad no acabaría en las imágenes de ninguna cámara pero, por otro lado, si me paraba la policía y veían un hombre en el maletero me detendrían sin lugar a dudas. Esa misma mañana había preguntado a la policía de tráfico si tenían montado algún control de velocidad y me habían contestado que no. Abrí la puerta del maletero y coloqué en él un plástico grande antes de introducir el cuerpo, haciendo un gran esfuerzo. Cerré rápidamente el maletero, plegué la silla y la coloqué en el asiento trasero. Miré el reloj. «Ojalá que sea cierto lo de las tres horas», pensé cuando nos pusimos en marcha.

Era una sensación extraña recorrer el mismo camino que había hecho tantas veces antes, pero en esta ocasión con mi padre drogado en el maletero. Muchas cosas habían cambiado en Götene, pero muchas más seguían igual, pensé mirando por la ventanilla. Algunas casas habían cambiado desde que yo era pequeña, otras seguían pintadas del mismo color que yo las recordaba. Conocía cada recodo y cada cuesta, y sin embargo era como recorrer aquel camino por primera vez.

«Han pasado treinta años», pensé. La niña que solía viajar aquí un par de veces al mes no pudo cumplir más de once o doce. Después se paró el tiempo. Y la vida. No había visto el camino en dieciocho años. Claro que las cosas habían cambiado.

Me pregunté si la música despertaría a mi padre, pero me di cuenta de que necesitaba escuchar la lista grabada de canciones asesinas para poder superar lo que me esperaba.

Encendí el reproductor de CD, pulsé la canción número tres y bajé el volumen para que el riff de guitarra se oyera bajo en el estéreo, antes de que la voz ronca de John Mayer llenara el coche.

On behalf of every man

Looking out for every girl

You are the guide and the weight of her world

So, fathers, be good to your daughters

Daughters will love like you do

Girls become lovers who turn into mothers,

So mothers, be good to your daughters too

En el garaje de mi apartamento en la calle Staket no había nadie.

Saqué la silla de ruedas del asiento trasero y la abrí. Esperé un par de segundos antes de abrir la puerta del maletero. Coloqué a mi padre en la silla. Le puse la chaqueta y le calé un gorro y unas gafas oscuras de sol. Lo metí en el ascensor y pulsé el cinco.

El ascensor se paró en el tercero.

Entró una mujer de unos cuarenta años a la que sólo había saludado un par de veces.

—¿Sube? —le pregunté con una sonrisa.

—No, ¡huy!, perdona —contestó saliendo del ascensor.

Le mantuve la mirada a la mujer hasta que se cerró la puerta. No quería darle la posibilidad de que mirara a mi padre.

El corazón se me salía del pecho al llegar a la quinta planta. Abrí la puerta con mano temblorosa.

Lo metí en el cuarto de estar y miré la hora. Dos horas y ocho minutos. Momento de quitarle la ropa y tumbarlo en la cama.

Saqué los ocho rollos de plástico de cocina que había comprado y empecé a envolverlo. Pensé en Dexter Morgan y me pregunté si estaría en lo cierto al asegurar que se podía inmovilizar a una persona únicamente con film plástico. Había visto en innumerables ocasiones lo que la furia y la adrenalina podían hacer con mi padre. Pronto se adueñarían de él las dos. Sentí cierta inseguridad y sopesé ir a buscar una cuerda pero al final decidí dejarlo como estaba. En vez de eso, saqué la jeringuilla y la llené con otros dos mililitros de etorfina. Si empezaba a soltarse podía volver a anestesiarlo.

Continué enrollando una capa gruesa de film alrededor de la frente.

Alrededor de su cuerpo desnudo.

Su torso.

Brazos.

Vientre.

Piernas.

Y tobillos.

Al final estaba agotada. Prácticamente convencida de que cuando por fin se despertase no podría moverse.

Observé la respiración de mi padre allí tendido, profundamente drogado todavía.

No quería despertarlo. Todavía no.

No tenía prisa.

Nada de lo que iba a suceder en las próximas horas debía apresurarse. Matarlo llevaría el tiempo que tuviese que llevar.