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Ing-Marie y Julia la vieron justo en el momento en que apareció en la plácida calle.

Klara Hunnevie parecía fuera de lugar caminando entre los jardines cubiertos de nieve de los chalés y casas adosadas. Como si no encajara realmente entre las casas de arquitectura funcional, jardines salpicados de abetos, los charquitos amarillos en la nieve dejados por los perros y los trineos de vivos colores colocados junto a las fachadas. Julia no podía determinar qué era exactamente, pero había algo en Klara Hunnevie que decía a gritos que aquel no era su sitio.

Lo primero en lo que Julia se fijó fue en las piernas de la mujer. Largas y estilizadas, con medias negras y con los pies embutidos en unas botas negras de piel de tacón alto. Bajo el abrigo rojo asomaba una chaqueta larga de punto gris y una falda negra un poco más larga. Llevaba el pelo negro parcialmente oculto bajo un gorro negro, pero le caían algunos rizos sobre los hombros. Tenía la cara pálida, si bien las mejillas sonrosadas.

Julia observó con la ayuda del vaho producido por el frío la respiración de Klara Hunnevie a medida que la mujer se iba acercando. Cuando llegó donde ellas estaban sus ojos azules no mostraron ninguna sorpresa ante la presencia imprevista de dos personas sentadas en su porche.

Klara asintió al reconocer a Ing-Marie y le dio la mano a Julia antes de abrir la puerta. Las dos periodistas entraron tras ella en el chalé de arquitectura funcional sin esperar a que las invitara a hacerlo, se quitaron los abrigos y luego se sentaron en la cocina de la mujer.

Julia miró a su alrededor. El aspecto de la cocina era tan intachable como el de su propietaria. Las baldosas blancas del suelo relucían. La mesa a la que se sentaban estaba impecablemente limpia y, cuando Klara abrió la despensa para sacar el bote del café, Julia advirtió que las conservas y el resto de los productos del armario estaban perfectamente alineados. Miró a su colega, preguntándose cómo iba a empezar Ing-Marie su interrogatorio.

—A ver, Klara. ¿Tuvo una aventura con el marido de Elisabeth Hjort y organizó al mismo tiempo una patrulla de voluntarios para buscarla? Qué vecina más solícita. Evidentemente echa una mano a todo el mundo. Literalmente.

Klara Hunnevie, que estaba de espaldas llenando la cafetera, resopló. Le tembló la mano y se le cayó café en la encimera resplandecientemente limpia. Ing-Marie notó la mirada de sorpresa de su colega y, levantando discretamente una mano, le hizo una señal a Julia antes de continuar:

—Consiguió engañarme de verdad, Klara. He de reconocerlo. Me da vergüenza haber escrito un artículo tan elogioso sobre usted. Sobre cómo buscó incansablemente a Elisabeth. Sobre sus lágrimas. Y tengo muchas ganas de publicar un artículo en el periódico de mañana que muestre otra cara de usted completamente distinta. Ahora quiero que se siente y nos cuente exactamente todo lo que sabe acerca de la desaparición de Elisabeth Hjort. Y de su lío con su marido.

Klara Hunnevie se volvió. Sus ojos azules no eran más que un recuerdo. Ahora lanzaban rayos negros.

—¡Al parecer a usted le da pena! La pobre Elisabeth para acá. La pequeña Elisabeth para allá. ¡A todos les daba pena Elisabeth Hjort!

Resopló.

—Sí, éramos amigas, o como quieran llamarlo. En esta calle, por desgracia, uno está obligado a relacionarse con los vecinos que parecen más o menos normales y son de tu misma edad. Hay días de trabajo vecinal para recoger las hojas secas todos los otoños, fiestas en los jardines todo el verano y las mujeres han de intercambiar recetas todo el año, mientras los hombres se prestan los taladros. Así que sí, nos veíamos. Siempre. Tablas de cangrejos y ponches navideños, y fiestas del solsticio de verano y su puta madre. Lo harta que estaba ya de todas sus monsergas acerca de la maldita comunidad…

Al pronunciar la última frase Klara Hunnevie tiró el bote al suelo, provocando un estrépito. El café en polvo revoloteó por la cocina.

—¿No lo comprenden? Cuanto más conocía uno a esa espantosa mujer, más la despreciaba. La culpa era de los niños. De su marido. De su trabajo. De sus colegas. Mía. ¡Todos tenían la culpa de todo menos ella!

Klara Hunnevie se contuvo. Al parecer se dio cuenta de lo que había dicho. Tragó saliva, se puso la mano en el pecho y respiró lentamente antes de levantar el bote de café del suelo y colocarlo en la encimera. Después abrió un armario y sacó un cepillo y un recogedor, y empezó a barrer en silencio.

Ing-Marie la miraba estupefacta. Un minuto después el suelo estaba tan brillante como antes.

Klara Hunnevie sacó una silla, se sentó y se pasó las manos por la falda negra para alisársela. No dijo nada más. Ya había dicho lo que pensaba. Ahora estaba esperando.

—¿Sabía Elisabeth que Klas y usted estaban liados? —preguntó finalmente Ing-Marie.

Klara Hunnevie negó con la cabeza.

—Nadie lo sabía. Entiendo que se lo ha contado Klas, por eso han venido, pero no lo sabía nadie. Éramos muy discretos.

Ing-Marie le preguntó cuánto tiempo había permanecido Klas en su casa el día que Elisabeth Hjort desapareció. Klara Hunnevie se encogió ligeramente de hombros.

—Se marchó entre las cuatro y cuarto y las cuatro y veinte. Klas era siempre muy estricto para volver al trabajo a tiempo para fichar.

Klara Hunnevie fijó la mirada en la mesa.

—Yo termino en la escuela a las tres menos cuarto los lunes. Volvía corriendo a casa, casi volando, para estar aquí, en la puerta, cuando él llegara a las tres en punto.

Meneó la cabeza.

—Caliente, alegre y agradecida. Así tenía que estar…

Dirigió la mirada hacia la ventana. Permaneció un rato en silencio, antes de volver a abrir la boca.

—¡Qué vida!

Ing-Marie tragó saliva. Una doble vida. Ella sabía muy bien lo que se sentía al llevar una vida así.

—¿Se alegra de que ya haya terminado? —le preguntó.

Klara Hunnevie la miró fijamente. Perpleja.

—¿Qué? No, me refería a la que tengo ahora. Mientras duró nuestra relación lógicamente yo fantaseaba con que Elisabeth desapareciera para poder estar con Klas. Lo que no sabía es que él desaparecería para siempre de mi vida el mismo día en que ella desapareció de la suya.

Ing-Marie permaneció callada esperando a que continuara. De pronto Klara parecía una mujer muy sola.

—Él ni siquiera me ha mirado desde entonces. Nunca ha vuelto a poner los pies aquí. Cruza la calle si, Dios no lo quiera, nos encontramos en la acera.

Se despachó con un aspaviento.

—Ese gallina. Cuando estaban casados no podía dejarla porque estaba muy débil, y ahora que ha muerto tiene tan mala conciencia por lo que hizo que se resiste a dejar de pensar en ella.

—¿Lo dice él? —preguntó Ing-Marie.

Klara Hunnevie se encogió de hombros.

—Así es como yo lo interpreto. De lo contrario no entiendo por qué me ha dejado.

Ing-Marie miró a la mujer y pudo imaginar fácilmente varios motivos, pero abandonó el asunto y pasó al tema que les interesaba tanto a Julia como a ella.

—¿Mató usted a Elisabeth Hjort?

Klara Hunnevie alzó las cejas. Las miró fijamente. Su voz se volvió fría como el hielo.

—Aquí se acabó la hospitalidad. Aunque he de reconocer que no recuerdo haberlas invitado. Ya va siendo hora de que se vayan de aquí.

Fueron a la entrada y se pusieron los zapatos. Julia e Ing-Marie estaban a punto de salir cuando Ing-Marie vio un cuadro en la pared, medio tapado debajo de una cazadora. La levantó y se encontró con las caras sonrientes de Mats y Klara Hunnevie. Eran mucho más jóvenes. Vestidos de boda. Estaban en un prado con las manos entrelazadas, volviendo la vista hacia atrás para mirar directamente a la cámara.

—Qué foto más bonita —dijo Ing-Marie al darse cuenta de que Klara Hunnevie estaba detrás de ella.

Ella no respondió.

—Y el marco es precioso —añadió Julia.

Klara arrugó la nariz.

—El marco está roto. Se cayó al suelo. Había pensado llevarlo a la tienda para cambiarlo, pero no encuentro el momento.

Las tres miraron el marco de madera de casi quince centímetros de grosor. Parecía de ébano, con un maravilloso dibujo de rosas tallado, pero en la esquina de abajo había saltado una astilla grande.

Klara Hunnevie resiguió la línea de las flores con los dedos.

—Pero es bonito, eso es cierto. Será por eso por lo que me resisto a tirarlo. Me gusta más el marco que la foto.

Ing-Marie y Julia salieron de la casa y caminaron en silencio hasta el coche. Vieron que entraba en la calle un coche de la policía y reconocieron el perfil de Anna Eiler en la ventanilla. Frenó y las miró airadamente antes de aparcar delante de la casa blanca de Klara Hunnevie.

—¿Vosotras no sois amigas? —preguntó Ing-Marie.

Vio que una sombra oscureció la cara de su colega.

—Por lo visto teníamos ideas totalmente diferentes de lo que significa la amistad —respondió Julia, sin más.

Ing-Marie la observó en silencio durante unos segundos.

—Qué lástima. Ahora necesitaríamos una buena fuente policial.

—Entonces busca una. Al fin y al cabo, tú eres la reportera criminalista.